Retiro 2010

 

Tiana, 19-21 Marzo 2010

 

Sacramentos de vida

 

Predicador: P. Jordi Girau Reverter

 

Contenido

1ª Meditación. El padre que tenía dos hijos.

2ª Meditación. Jesucristo nuestro ideal.

3ª Meditación. La Iglesia.

4ª Meditación. El Bautismo y la Confirmación.

5ª Meditación Reconciliación y Unción.

6ª Meditación Matrimonio y Orden.

7ª Meditación. La Eucaristía.

 

 

 

 

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Nota: No están revisadas estas notas por el predicador, pero tengo su permiso para publicarlas.

Formatos de letra utilizados:

Fragmentos de la Sagrada Escritura en Georgia y color verde.

Citas de otras obras en tipo en Georgia y color azul.

El resto está en tipo Arial.

 

1ª Meditación. El padre que tenía dos hijos.

Respuesta a la pregunta lógica que debe hacerse uno cuando va a un lugar: ¿Por qué estoy aquí?

En mi caso, pues a mí me llamó X y aquí estoy. Y cada uno tendrá su respuesta. Y todas esas respuestas, son verdaderas. Es la parte de la historia que nosotros conocemos. Pero siendo verdaderas, a veces no son toda la verdad. La verdad más profunda es que el Espíritu Santo me llamó a través de X. Y os invito a que cada uno de vosotros hagáis un acto de fe semejante. Estamos aquí porque Dios nos ama y porque quiere producir Él mismo una ocasión propicia para declararnos su amor. Para que nosotros podamos sentir la caricia y el abrazo de Dios.

Seguro que hay cosas en nuestra vida que nos hacen sentirnos indignos de ese amor, pero eso no es lo más importante. Lo más importante es que a pesar de esas cosas, estamos aquí porque Dios nos ama, y quiere abrazarnos, bendecirnos, acariciarnos con su amor. Esa es la verdad profunda.

Vivimos en una sociedad muy ajetreada, en un mundo muy tenso, vamos con prisas para arriba y para abajo, como en aquella página de ‘El principito’ de Saint Exupéry en la que relata la visita de aquél personaje que llega a la tierra y se hace amigo de un guardagujas que está en una estación de un despoblado:

—¡Buenos días! —dijo el principito.

—¡Buenos días! —respondió el guardavía.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el principito.

—Formo con los viajeros paquetes de mil y despacho los trenes que los llevan, ya a la derecha, ya a la izquierda.

Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la caseta del guardavía.

—Tienen mucha prisa —dijo el principito—. ¿Qué buscan?

—Ni siquiera el conductor de la locomotora lo sabe —dijo el guardavía.

Un segundo rápido iluminado rugió en sentido inverso.

—¿Ya vuelve? —preguntó el principito.

—No son los mismos —contestó el guardavía—. Es un cambio.

—¿No se sentían contentos donde estaban?

—Nunca se siente uno contento donde está —respondió el guardavía.

Y rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.

—¿Van persiguiendo a los primeros vi ajeros? —preguntó el principito.

—No persiguen absolutamente nada —le dijo el guardavía—; duermen o bostezan allí dentro. Únicamente los niños aplastan su nariz contra los vidrios.

Vivimos en ese nerviosismo, en esa zozobra.

Otras veces vivimos en el aburrimiento el sinsentido. Y una cosa crea la otra. Porque a veces estamos tan desfondados…

Por ejemplo a veces llegamos a casa y no hay nadie. Hay silencio, y una fuerza misteriosa mueve nuestro dedo hacia algún botón de algo que haga ruido. Una radio, una tele…

Eso es que le tenemos pánico, terror al silencio. No se cosa que en el silencio fuera a sonar una voz que nos dice: ¿qué estás haciendo? ¿qué sentido tiene tu vida?

El homenaje que nos vamos a dar, es el del silencio. Para pensar, que es imprescindible. Mirar con perspectiva y sinceridad nuestra vida.

Es muy saludable hacerlo. Para preguntarnos simplemente ¿merece la pena la vida que llevo?

¿Tantos trajines y nervios, merecen la pena? O esos momentos de aburrimiento y sin sentido, ¿merecen la pena?

En circunstancias como estas, suelo invitar a los que me escuchan, a ver la película de tu vida. Porque uno no puede ser sabio si no se conoce a sí mismo. (Solón)

Vamos a atrevernos a hacernos una pregunta terrorífica:

¿Soy feliz?

Una manera de contestarlo, es ver la película de tu vida.

La de tu vida, no la de tu prima. La real, con las tomas falsas incluidas.

Para ver esa película se necesita luz. Te invito a verla con la única luz que la hace inteligible. La luz de Dios. La del Dios verdadero. Que es el Dios que Jesús nos ha revelado. El verdadero Dios es el que Jesús nos presenta en la parábola del Hijo pródigo, que en verdad debería llamarse la parábola del Padre que tenía dos hijos, porque es importante la figura del Hijo pródigo. El hijo le pide la herencia, y el padre, que podría haberse molestado y ofendido, pero no, le da su parte. Toma hijo ahí tienes tu libertad, tómala, eres libre y no voy a impedirlo.

Y el Hijo pródigo fue a gastarse la fortuna, empezó viviendo como un rey y terminó viviendo como un desventurado. Es lo que nos pasa cuando abusamos de nuestra libertad: de momento da mucho gustirrinín, y terminas hecho una porquería, por no decir de otra manera.

Y cuando se dio cuenta que había caído en lo más bajo, se acordó de que tenía padre. Y vuelve al padre. Salió el padre a abrazarlo. Le dejó decir la primera parte de lo que tenía preparado, pero no la segunda. Porque es verdad que había pecado, pero el padre no quería castigarlo, el padre lo que quería era abrazarlo y restituirlo a su condición de hijo. Porque el Padre es así. Y ya está. Tenemos que apear todas nuestras ideas de justicia y de proporción, etcétera, y dejar que Jesús nos diga las cosas y creérnoslas. El Padre es así. Y le volvió a vestir, y le puso un anillo en la mano, y sandalias en los pies, y mandó matar el ternero cebado para hacer una fiesta.

Pero luego está el otro hijo, el hermano mayor, tan cumplidor, tan perfecto. Era bueno. Buenísimo. Pero no quiere entrar en la fiesta. Y el Padre también sale a por ese. Y le invita. Y el hijo echa por esa boquita toda su amargura. Toda la negrura que llevaba en su corazón de bueno. ‘Tanto tiempo como llevo…’

Y el Padre le dice: ha vuelto tu hermano. Y tienes que alegrarte, porque estaba muerto y ha vuelto a la vida. El Padre quiere que el hijo loco que ha malbaratado su libertad y su fortuna, entre de nuevo en la casa y que el hijo bueno, —que no era bueno—, se alegre.

Esas dos figuras son muy importantes, porque nosotros al revisar la película de nuestra vida, podemos identificarnos ya sea con una o con la otra. O más probablemente, descubrir que en la película de mi vida, no somos blanco o negro, somos cebras, a rayas, se mezclan las cosas. Y ha habido momentos que he hecho el loco y no he sido feliz. Y ha habido momentos en que he sido bueno, pero no estaba alegre. Y al Padre, no le va ni una cosa ni la otra. El Padre quiere que seamos buenos y que estemos contentos. El Padre quiere que descubramos su misericordia, y que si estamos en casa, haciendo sus cosas, es porque nos quiere.

Yo os invito a que esta noche aprovechemos el silencio de la noche para mirarnos a nosotros mismos y conocernos a nosotros mismos. Mirando la película de nuestra vida, pero viéndola con la luz de Dios. Porque lo que dijo Solón era verdad: el principio de la sabiduría es conocerse uno a sí mismo. Pero eso no es la plenitud de la sabiduría. La plenitud de la sabiduría es lo que dice san Agustín: “que me conozca a mí mismo, oh Dios mío, y que te conozca a ti.”

Es más, sólo llegamos a entender nuestra propia historia personal y todo lo que me ha pasado hasta ahora, desde la luz de Dios. Del Padre bueno y misericordioso. Ir mirando la película de tu vida, pero con la luz de Dios.

2ª Meditación. Jesucristo nuestro ideal.

Vamos a hacerle caso al testamento espiritual del papa Juan Pablo II cuando en el último de sus grandes documentos, nos invitó a remar mar adentro. Vamos a adentrarnos en la belleza del misterio que somos y vivimos.

El ser humano, cada uno de nosotros individual y personalmente, y también la humanidad entera, estamos diseñados para la búsqueda de la felicidad. No nos conformamos con menos. Mira que somos obstinados con ello. Porque la experiencia sería como para hacernos desistir. Qué poquitas personas pueden decir con verdad que se sienten realizadas, que son felices.

Pero el deseo lo llevamos dentro y es irreprimible, de modo que cuando no se cumple, nos salen toda clase de males. La desesperación, el hastío, el aburrimiento, la tristeza que a veces degenera hasta en patologías. Las depresiones, tan frecuentes. Podríamos decir con verdad, que estamos hechos para la felicidad. Y que esa felicidad solamente podemos obtenerla cuando como seres humanos tenemos un gran ideal y nos ponemos en marcha para conseguirlo. La vida humana sólo merece vivirse para quemarla en aras de un gran ideal. Las otras cosas, las metas y objetivos que muchas veces nos fijamos y que actúan en nuestras vidas como las metas volantes de una carrera ciclista que hacen aumentar el ritmo y no detenerse, en cuanto se consiguen, nos defraudan. Uno se ha ilusionado con hacer unos estudios, se ha ilusionado con ello, lo ha conseguido y en cuanto tiene el título colgado en la pared, dice “y ahora, ¿qué?”.

Pero incluso con otras cosas más grandes, con el matrimonio: “la mujer ideal de mi vida”, o el “hombre ideal de mi vida”. Luego descubres que algo queda todavía que esa persona no puede llenar. Es así. Las metas no nos satisfacen.

La medida de un ser humano, se mide con arreglo a su ideal, porque cuando uno tiene un ideal grande y verdadero, siente que su vida está llena. Y es verdadero cuando el ideal consigue llenar todos los rincones, todas las facetas de la vida, no sólo una parte. Y eso a uno le hace crecer, le estimula, le desarrolla como persona. Eso es pura antropología. Sicología que uno puede comprobar en sí mismo, y que lo ve en ese malestar de nuestra civilización. La gente está muy hecha polvo. Por falta de sentido para la vida, por falta de ideal para la vida. Todo hombre busca un ideal que merezca consagrar la vida. Inmolar la vida por algo que merezca la pena. Nosotros los cristianos, somos seres agraciados, bendecidos, porque se nos ha dado gratuitamente el ideal que puede dar sentido a toda nuestra existencia aquí en la tierra, y más allá: por toda la eternidad. Y ese ideal, es de carne y hueso. Tiene nombre e historia propios: se llama Jesucristo. Jesucristo es ese ideal que van buscando todos los hombres en su ansia de felicidad, y que a nosotros se nos ha dado, no porque seamos mejores —en eso tenemos que ser realistas y sensatos— no hemos hecho ningún mérito especial para alcanzar a Jesucristo. Porque ningún hombre puede hacer tales méritos que merezca tener a Jesucristo.

A nosotros Jesucristo se nos ha dado. A través de la familia, de la educación religiosa para algunos. Otros lo hemos encontrado más adelante, en nuestra vida. Quizás cuando sucede esto, como en san Pablo, que el encuentro con Jesús le vuelve del revés como un calcetín, entonces se explica mejor ese afán, esa locura de Pablo por dar a conocer a Jesucristo a todos los hombres. Porque te sientes de tal manera agraciado. El propio Jesús lo dijo: “al que mucho se le ha perdonado, ese ama mucho”. Al que se le ha perdonado poco quizá no es tan consciente del regalo inmerecido que es Jesucristo. Jesucristo que es Dios y hombre. Verdadero Dios y verdadero hombre.

Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre;
por quien todas las cosas fueron hechas;
que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación
descendió del cielo,
y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen,
y se hizo hombre;

Que vivió en este mundo en un lugar, en un tiempo y en unas condiciones tremendamente precarias. Es que fue a rebuscar donde estaba el último rincón del mundo, para ir allí.

Esa es la verdad. Cuando vas a Nazaret, ves las cuevas donde están las viviendas de los habitantes de Nazaret del siglo I. Eran unas miserables cuevas, que tenían un cobertizo por delante donde vivía y trabajaba la familia. En las cuevas se metían los animales. En la cueva metían sus provisiones. Y en la parte delantera hacían vida. Y la que según los arqueólogos fue la casa de María de Nazaret, pues fue una cuevecita bien humilde.

El Hijo de Dios se hizo hombre buscando a posta lo más humilde, lo más pobre.

y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de
Poncio Pilato
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos,
y su reino no tendrá fin.

Verdadero Dios y verdadero hombre que por amor a nosotros los hombres, quiso hacerse uno de nosotros y se despojó. Como dice san Pablo en Filipenses. Se vació de sí mismo y se rebajó para hacerse hombre y tan extremadamente que llegó a la muerte y muerte de cruz.

Por eso Dios le ha levantado, y le ha dado el nombre sobre todo nombre. Verdadero Dios que hace milagros y que con su obediencia y su entrega y su amor a nosotros, nos ha restaurado, nos ha salvado. Y verdadero hombre que eligiendo esa condición tan humilde, la padeció, y hasta supo disfrutarla. Si leéis los Evangelios atentamente, descubriréis que optó por muchísimas penurias y a la vez, se entusiasma con los pájaros, con los niños, con la vida cotidiana de los agricultores, de los pescadores, con sus amigos: “A vosotros no os llamo siervos, a vosotros os llamo amigos, porque todas las cosas de mi Padre os las he dado a conocer.”

Se entusiasma con la fe de la gente sencilla:

En aquel momento, Jesús, lleno de alegría por el Espíritu Santo, dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que ocultaste a los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has querido. (Lc 10,21)

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar. (Mt 11,28)

Jesucristo, cuya historia es desde el Bautismo, anunciar el Reino, proclamar la Buena Noticia. Demostrar que el Reino está ya presente, haciendo signos elocuentes del mismo. Los milagros, desde luego son los signos más llamativos. Pero no sólo. La constitución de la comunidad el grupo de los creyentes y particularmente la vertebración de la misma en torno a los 12 apóstoles. A los que luego encomienda la misión de prolongar en el tiempo la obra que —por ser humano— tenía que tener un límite en el tiempo.

Jesucristo, el redentor del pecado.

Sólo a la luz de Jesucristo se puede entender el misterio del pecado, que forma parte de esa frustración inherente al hombre, esa insatisfacción. En el cap. 3 del génesis leemos lo del pecado original: Dios ha creado con todo su amor, con un derroche de ternura al hombre y a la mujer, y les puesto en este mundo como verdaderos reyes y señores de la creación entera, solamente les dice: ‘No comáis del árbol de la ciencia del bien y del mal. Porque si coméis, moriréis.’

Basta que te lo prohíban, ¿verdad? No se tuvo que esforzar mucho la serpiente para excitar la curiosidad y el atractivo de lo prohibido. Pero es que no estaba prohibido porque sí, no estaba prohibido por autoritarismo. Estaba prohibido porque lo había dicho claro: ‘Si queréis haceros con la ciencia del bien y del mal, moriréis’ (Gn 2, 17). Por eso estaba prohibido. Y el hombre comió, y dio de comer a su mujer. Y ese es el paradigma de lo que es el pecado. La serpiente les tienta con la verdad. Porque si las tentaciones fuesen francamente falsas, evidentemente falsas, no serían tentaciones. Y les dice la serpiente: ‘No, no moriréis, si coméis, seréis como dioses’. Y decidiréis por vuestra cuenta qué es lo bueno y qué es lo malo. ¡No tener que dar cuentas a nadie! ¡Decidir yo lo bueno y lo malo! Es la soberbia humana, claro está. No tener que rendir cuentas a nadie. Ni a mi padre, ni a mis hijos, ni a mi mujer, ni a mi marido, ni al párroco, ni al gobierno civil… ¡Qué absurdo, querer decidir qué va a ser lo bueno y qué va a ser lo malo! Ser señor de mí mismo sin nadie que sea señor de mí. Esa es la tentación. Y eso es el pecado: ceder a esa tentación. Pero si lo queréis ver más claro todavía, el misterio del  pecado, del que Cristo nos ha salvado, repasad la vida de Jesús y lo que le condujo a la cruz.

Jesucristo viene a purificar el Templo, el gran negocio de los saduceos. Jesucristo viene a liberar las conciencias, la gran trampa de los escribas y los fariseos. Jesucristo viene a decirnos que Dios es Dios, y hay que darle a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Porque también Dios quiere que demos al César lo que es del César. Jesús viene a enseñar y a poner por obra la sencillez, el servicio, la abnegación. El verdadero amor. Y ante eso fracasan hasta sus mismos amigos: ‘¡Señor, te seguiré a donde quiera que vayas!’ Y al día siguiente corría como una liebre…

Jesucristo viene a presentar la verdad de Dios y la verdad del hombre, y los mismos hombres que el domingo de Ramos aclaman ‘¡Hosanna al Hijo de David!’, el viernes Santo gritan ‘¡Crucifícale, crucifícale!’.

Si a eso sumas la frustración, el resentimiento de aquellos legionarios romanos, que hacían 40 años de servicio militar para terminar al final en la miseria. En realidad, todas esas cosas, los negocios sucios, el dominio de los demás —aunque sea a través de la conciencia—, la soberbia, la fuerza y la violencia. Y la figura de Herodes, que estaba en incesto con su cuñada, y que se pone muy contento cuando le llevan a Jesús en la pasión. ‘Hazme un milagro, hazme un milagro.’ Jesús no tiene ni una palabra que decirle. Si repasamos la historia de Jesús y lo que le condujo a la muerte, nos damos cuenta de la maldad del pecado. La maldad del pecado es que nos hemos puesto nosotros como dioses de nosotros mismos de tal manera que llegamos a matar cruelmente al mismo Dios. Pues este es Jesús, el que ha asumido esto libremente. San Pablo dice: “me amó, y se entregó a la muerte por mí” (Ga 2,20). Jesucristo, el que se ha ofrecido a sí mismo como paga, como satisfacción de los pecados de toda la humanidad, de los tuyos y de los míos, para poder reconciliarnos a todos con Dios. El que ha muerto para resucitar y resucitarnos consigo y darnos su vida nueva. El que se empeña en compartir con nosotros su mismo Espíritu personal, ese que le hizo encarnarse en las entrañas de la Virgen María. Es Espíritu que le arrojó al desierto, que le entusiasmó con la fe de las gentes sencillas, ese Espíritu que el entregó desde la Cruz: ‘Padre, a tus manos encomiendo mi Espíritu’, ‘y dando un fuerte grito, entregó el Espíritu’.

Ese Espíritu que de una forma todavía más visible, pública, solemne, en cumplimiento de sus promesas: no os alejéis de Jerusalén, porque os daré el Consolador de parte de mi Padre, el que necesitáis para poder ir recordando todas las cosas que os dicho. Son demasiadas, no vais a poder con ellas, pero el Espíritu Santo os irá diciendo en cada momento lo que tendréis que hacer. Y el día de Pentecostés, lo derrama sobreabundantemente, de manera que aquella gente agobiada, atemorizada (los apóstoles), que estaban apalancados, por miedo a los judíos, salen disparados a la plaza pública y proclaman el kerigma, la buena noticia del Evangelio, con tal entusiasmo, que la gente dice: ‘estos han bebido’. Y san Pedro en su sermón, el día de Pentecostés empieza diciendo esto: ‘No es que estén borrachos, como pensáis, si no son todavía las nueve de la mañana…’ Si no que se cumple lo que dijo el profeta Joel: ‘en el fin de los tiempos derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos e hijas profetizarán’ (Jl 2,28).

Jesús que nos ha dado su Espíritu, para que descubramos que él es nuestro ideal y seamos felices eternamente gracias a Él. El Espíritu Santo es el que nos santifica, el Espíritu Santo es el que nos entusiasma, y le da sentido y alegría a nuestra vida.

Para contemplar a Jesús:

Salmo 44 Las nupcias del Rey

Parte I

Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.

Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.

Cíñete al flanco la espada, valiente:
es tu gala y tu orgullo;
cabalga victorioso por la verdad y la justicia,
tu diestra te enseñe a realizar proezas.
Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden,
se acobardan los enemigos del rey.

Tu trono; oh Dios, permanece para siempre,
cetro de rectitud es tu cetro real;
has amado la justicia y odiado la impiedad:
por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido
con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros.

A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina,
enjoyada con oro de Ofir.

(Esta reina es la Iglesia y es también la Virgen María, y es también cada persona, cada creyente, tú y yo.)

3ª Meditación. La Iglesia.

En la meditación anterior he tratado la figura de Jesucristo que responde con creces a la necesidad humana de un ideal que merezca la pena. Si lo propio de un ser humano es tener un ideal, lo propio del cristiano es el descubrimiento lleno de asombro y gratitud, de que este ideal que realiza plena y sobreabundantemente todas las expectativas de nuestro corazón de hombres, es el Hijo de Dios hecho hombre.

Jesucristo es el Esposo. Existe un nivel profundo en el corazón humano que no lo satisface nada si no es Dios. Lo más profundo del ser humano es para Dios y solo lo llena Él desposándose con cada uno de nosotros.

Espero que eso nos esté pasando. Os invito a que lo pidáis.

Vamos a dar un paso más en nuestra contemplación y vamos a hablar de la Iglesia. La segunda parte del Salmo 44 dice:

Salmo 44 Las nupcias del Rey

Parte II

Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
las traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

Si la primera parte del salmo nos invita a contemplar la belleza y la bondad y la verdad de Jesucristo, esta segunda parte nos invita a contemplar la belleza, la bondad y la verdad de la esposa: de la Iglesia.

Este canto es un cántico de amor del esposo y de la esposa (epitalario). La esposa es presentada en este salmo como la agraciada, la bendecida, la elegida. Aquella a quien el esposo engalana. La que es objeto de la complacencia del esposo. Y eso es la Iglesia. Y eso somos los miembros de la Iglesia.

La palabra se entiende a veces bastante mal. No es el templo ni la Jerarquía de la misma, ni las estructuras canónicas de la Iglesia. La Iglesia es el conjunto de los que seguimos al Esposo. De los que hemos sido desposados por Él. El conjunto de los que estamos enamorados del Esposo. Es el Pueblo de Dios y el Cuerpo Místico de Cristo (Lumen Gentium). Somos los elegidos, el nuevo pueblo elegido, dotado por el mismo Dios con las riquezas de su amor desbordante, constituidos esencialmente por la gracia del Espíritu Santo, dotados de una nueva forma de vida y una “constitución” —podríamos decir— que son las Bienaventuranzas, y de un nuevo principio vital que es el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones.

De manera que la Iglesia es como un cuerpo cuyo alma es el Espíritu Santo.

Y este nuevo Pueblo por Dios, elegido por Dios, y dotado de esta manera, se beneficia de la protección, del cuidado amoroso de la providencia de Dios. Y los que vivimos la experiencia de ser Iglesia, sabemos que esto es así. Que el Señor se cuida de mí. Se cuida de nosotros y nos protege y nos ayuda.

Y de esta manera, sabemos interpretar todos los acontecimientos de la historia.

Como manifestación de ese amor esponsal de ese amor de Dios hacia nosotros. Incluso en los acontecimientos de la historia que pueden parecer contrarios, en nuestra historia personal o en la historia de la Iglesia, reconocemos todo lo que el Padre da o permite como signos de amor. Tomás me decía anoche con mucha razón que en esa bonita imagen de Cristo resucitado, desprendiéndose de la Cruz, glorioso y bellísimo, adolece de un defecto, a juzgar por lo que dicen los Evangelios: que Jesús resucitado mostró al incrédulo Tomás las llagas de su pasión. Efectivamente, no se ha desprendido de eso que no son ya cicatrices de dolor, sino joyas que engalanan a Cristo glorioso, porque son ya prendas imperdibles de su amor, de su obediencia y de su amor hacia nosotros.

Eso le pasa igual al Cuerpo de Cristo que es el Pueblo de Dios. Hay llagas y hay desgracias y acontecimientos adversos. Pero los creyentes sabemos que todo eso está perfectamente incorporado en el plan de Dios. Y que es para nuestro bien, que va a ser para nuestra honra. Para participar de la gloria del Crucificado. Que ahora vive por los siglos. Tanto es así, que no sólo las grandes adversidades de la historia de la Iglesia los creyentes las vemos como algo que entra en los planes providentes y sabios amorosos de nuestro Padre Dios, sino que ahí deducimos que hasta las grandes adversidades, las mayores adversidades que son justamente los pecados de los hijos de la Iglesia, entran en ese plan. Muchas veces el Señor tolera cosas que hacemos fatal, porque en su plan está que lleguemos a darnos cuenta que seamos más humildes, que aprendamos a hacer mejor las cosas, y así podremos aprender a hacerlas bien.

San Agustín comentando esta realidad, decía, ¿cómo es que el Señor consiente tantas desgracias? Pensad que en el tiempo de San Agustín, hacían menos que un siglo que el imperio romano había decretado la libertad para los cristianos. Y que el imperio se había convertido al cristianismo, y cuando ya parecía que había llegado el Reino de Dios en la tierra, entran los bárbaros por todas partes del imperio y amenazan, y en cierto modo sucedió, con dar al traste con todo lo que se tenía.

Con todo lo que parecía que ya se había alcanzado. Agustín reflexionando en la ciudad de Dios sobre estas cosas, dice que es un misterio muy grande, nosotros vemos el tapiz de la historia por el lado donde estamos tejiéndolo. Cuando uno está bordando o tejiendo un tapiz, ve por el lado por donde trabaja, todo una serie hilachas, nudos, madejas, cosas que no dejan ver bien la figura, etc.

Pero cuando, como Cristo resucitado, pasemos al otro lado de la cortina, (aludiendo a las expresiones neotestamentarias que Cristo atravesó el velo del templo en su Pascua), cuando vayamos al otro lado de la cortina descubriremos la figura que realmente se estaba construyendo, y lo bien planeada que estaba, y lo bonita que era. Y meditando todavía sobre esto, dice un par de cosas más, en otros textos, dice que muchas veces, nosotros le pedimos con ansia al Señor algo que creemos necesitar, especialmente que nos preserve ya de una bendita vez y que nos libere de tantos pecados como llevamos ahí a cuestas. Y parece que el Señor no nos hace mucho caso, y que las cosas se retrasan… Y explica San Agustín que estos retrasos son en orden a ampliar nuestra capacidad de recibir sus dones, porque si Dios nos los diera en seguida que sentimos la necesidad y se lo pedimos, el don suyo es tan grande, y nuestra capacidad de acogerlo tan escasa, que desperdiciaríamos la mayor parte de su don: rebosaría. No seríamos capaces de acogerlo. Con la espera, con la dilación, nos va creciendo el deseo, y a medida que aumenta el deseo nuestra capacidad de recibir, y solamente cuando sea suficientemente grande, podremos recibir, y entonces nos lo dará, para que no se desperdicie nada.

Esa es la historia de la Iglesia, la vida de la Iglesia. El señor la cuida, la mima, la embellece y esta es la historia como miembro de la Iglesia. La Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. Con una misión; como el pueblo de Israel tenía la misión de llegar a recibir al Mesías, y así contribuir a la salvación de todos los hombres, el nuevo Pueblo de Dios, que ha recibido ya la visita del esposo —Jesucristo—, tiene la misión de transmitir su salvación a toda la humanidad.

Fijaos que en el Salmo 44, le dicen las amigas de la novia a la novia:

«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

La Virgen María en el Magníficat dice también: ‘desde ahora me felicitarán todas las generaciones’, esta citando este mismo pensamiento, quizás estas mismas palabras.

Esa es la misión de la Iglesia, esta es tu tarea. Para esto existes. Para esto has sido puesto en el mundo: para glorificar a Dios. Y la gloria de Dios es el hombre viviente. La gloria de Dios es la fecundidad de tu testimonio. La gloria de Dios es la capacidad de ‘a cambio de los padres…’ (tantas cosas hay que dejar atrás) ‘tener hijos’.

La pasión por la fecundidad, caracteriza a la Iglesia. No solo es una cuestión de tener hijos físicos, que desde luego está clarísimo— si no también la pasión por la fecundidad espiritual. Es la pasión por la evangelización del mundo. Esta es nuestra ilusión. Es nuestra gala y nuestro orgullo. Muchas veces nos empeñamos en buscar nuestro bienestar afectivo en otras cosas que el Señor no se ha comprometido para nada en que nos hagan felices. Y en cambio, en lo que Dios nos ha dicho que vamos a encontrar nuestra felicidad, que es el ser fecundos en hijos para Dios, tanto en el sentido físico como en el sentido espiritual, eso nos parece que no nos va a hacer felices. Pues el gozo de evangelizar, el gozo de transmitir la paz y la alegría de Dios, y la alegría de Dios a los hermanos, eso es la mayor fuente de dicha y de felicidad para un miembro de la Iglesia y para la Iglesia misma. El Papa Pablo VI, en aquella encíclica maravillosa, Evangelii Nuntiandi, dice:

14. La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador: "Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades" (34), se aplican con toda verdad a ella misma. Y por su parte ella añade de buen grado, siguiendo a San Pablo: "Porque, si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!" (35). Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras luminosas: "Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia" (36); una tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa.

Y tú como miembro de la Iglesia existes para lo mismo, es el sentido de tu vida, tu felicidad, tu vocación. Que luego tendrás determinaciones ulteriores de tu vocación, en el sentido que descubrirás que eso lo tienes que hacer viviendo el matrimonio, o viviendo una vida de consagración, o tal cosa profesional, eso es ulterior. La base es que existes para dar gloria a Dios. Existes para que los hombres conozcan a Dios, y que sean felices eternamente. Esa es la misión de la Iglesia, la misión del nuevo Pueblo de Dios. Y además de ser la Iglesia el Pueblo de Dios, el Concilio nos enseña que es Cuerpo místico de Cristo. Ya  Pio XII en la Mystici Corporis, enseña que es Cuerpo místico de Cristo gracias a que el Espíritu Santo lo inhabita, lo anima, lo ordena, lo vitaliza[1]. Como el alma a un cuerpo.  Por eso se dice que el Espíritu Santo es como el alma de la Iglesia. Ahora, fijaos lo que es un cuerpo. Los textos de san Pablo en 1Co, y en otros muchos lugares de sus cartas, cuando dice que Cristo es la cabeza, y nosotros miembros de su cuerpo, y existe una diversidad de miembros pero una vida en común de esos  miembros. No todo son manos, ni todo son pies. Hay una diversidad en la Iglesia querida por el Señor. Y eso forma parte de la riqueza y de la belleza de la Iglesia. Ahí tenemos que aprender a gozarnos y a agradecer los carismas ajenos. Otras personas tienen otra forma de ser, han recibido otros regalos del Señor. Y si surgen en unos regalos del Señor, los puedo sentir como propios. Cosas que a mí me faltan, y sin embargo las tengo, porque las tienen mis hermanos. Eso es muy consolador. Aquello de Santa Teresita de Lisieux, una jovencita enormemente inquieta, y además una santa. Y decía: es que yo quiero ser teólogo, y quiero ser misionero, y quiero ser mártir, ¡y quiero ser todo! Y es una desazonada, porque decía ¿y qué hago yo aquí, metida en un Carmelo?, hasta que el señor se lo iluminó, y dijo: ‘ya he descubierto mi vocación: en el corazón de la Iglesia, yo seré el amor. Mi vocación es amar. Y estando en el corazón de la Iglesia amando, entonces soy teólogo, misionero, mártir, y cura obrero y todas las cosas.

Toda la diversidad de carismas y riquezas que el Espíritu Santo promueve en la Iglesia son tuyas. No tienes que ir buscando cambiar continuamente de carril. ‘A ver qué hago ahora a mis tantos años, a ver si me sale una vocación nueva’.  Tú tienes la tuya, pero te puedes alegrar de las ajenas. Las puedes sentir como propias.

El Cuerpo místico de Cristo, compuesto por diversidad de miembros, pero que todos comparten una misma vida que viene de Cristo. Es Jesucristo quien nos comunica su Espíritu Santo. Lo hizo desde la Cruz: exhaló el Espíritu. Y lo hizo cuando se apareció a los apóstoles al domingo siguiente a la Resurrección. Les dijo

21 …: –¡Paz a vosotros! Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros.

22 Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió:

–Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar. (Jn 20,21)

 Exhaló el Espíritu, y les dio capacidad para entender las escrituras, y para perdonar los pecados.

Y lo hizo de una manera solemne, admirable, el día de Pentecostés. Pero el Espíritu Santo no se ha agotado. La Gracia de Dios que era debida al Cuerpo Místico de Cristo no se ha agotado, porque es infinita. Eterna.

El Dador de vida sigue enseñoreado de nosotros con tal de que nosotros nos dejemos, claro está, que no nos opongamos. Y sigue ejerciendo su señorío y sus obras magníficas a través nuestro. Y sigue dándonos vida.

 Aunque te parezca que tienes poca vida espiritual, por favor, reconoce que si estás aquí, es porque el Espíritu te ha traído. Por lo menos hasta ahí tenemos que llegar, porque ya sería pecar contra la fe. El Cuerpo Místico de Cristo que tiene diversidad de miembros, tiene una misión en común.

No sé si recordáis aquella estatua helenística, que se llama El Espinario. Representa un esclavo adolescente que se ha clavado una espina en el pie. Y está con el pie encima de la rodilla de la otra pierna, y en la espalda encorvada, la cabeza buscando la espina, y los dedos intentando extraerla. De las cosas más bonitas que se han hecho en la historia del arte. Todo el cuerpo del muchacho está volcado en la espina que pincha el pie. Eso es la vida común de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Dice San Pablo: ‘si sufre un miembro del Cuerpo Místico de Cristo, todos los miembros sufren con él, y si un miembro es glorificado, todos los miembros somos glorificados.

Deberíamos aprender hermanos queridos a desindividualizarnos. Porque muchas veces estamos tan centrados en nuestras pequeñas, raquíticas historias personales, que por ello mismo, nos privamos de mucho de lo que nos podría dar un montón de luz y de alegría, de oxígeno al alma. Mi historia personal puede ser pequeñita, mediocre, aparentemente insignificante, pero soy miembro de la Iglesia, y con mis padecimientos ‘sufro en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo’, a favor de su cuerpo, que es la Iglesia. Con mis pequeños padecimientos, que a veces pueden ser males de salud, o cosas sicológicas, o aquellos infortunios de la vida privada…

Pero yo puedo estar cooperando a la santificación de la Iglesia, y a su eficacia apostólica, a que la Iglesia consiga más hijos para Dios. Y desde luego, si uno aprende también a eclesializar su pensamiento y su sensibilidad, se da cuenta de que ¡a veces nos gloriamos de cada tontería! Como Bécquer en su rima:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...,
¡hoy creo en Dios!

¿Por qué te alegras de cosas que son pasajeras, que no van a tener ninguna repercusión? No puedes estar pendiente de tonterías. Tienes que estar pendiente de cosas importantes, y así tú devienes importante.

Estate pendiente de que la Iglesia está evangelizando a este mundo. Eso sí que merece la pena. Eso sí que es una aventura digna de una persona como tú. Aunque el papel que tú desempeñes sea modesto. Hemos vivido durante 24 años deslumbrados por la figura de JPII. Bueno, dentro de 100 años, o de doscientos, será un parrafito así en la historia de la Iglesia. Y eso un papa que yo suscribo que hay que llamar Juan Pablo II el Grande. Sí, sí. Un tío grande, pero que en la historia de la Iglesia, que se mide no por siglos sino por milenios. Con el tiempo, todo se redimensiona. ¿Quién es importante? Pues Jesucristo y su Iglesia. Ni siquiera tenemos que estar apegados a un papa, por grande que sea. Ahora viene otro que tiene otro estilo, otra forma de hacer las cosas, pues bien. Pero ¿acaso no está siendo importante este pontificado? Sin duda está siendo importantísimo. Incluso a nivel de lo que se puede apreciar, en la historia de la Iglesia de los contenidos histórico-salvíficos que se verifican en un pontificado, es importantísimo. La temática de las relaciones entre la razón y la fe. Y la misión de la Iglesia en el terreno específicamente intelectual, lo que está diciendo él, es magistral. Y en la medida que lo vayamos acogiendo y aceptando, y nos dejemos fecundar por esta palabra viva y eficaz y en la Iglesia vayamos viviendo la orientación que ahora nos está dando el Señor a través de Benedicto XVI, eso tiene unas repercusiones históricas enormes. Eclesializarnos, respirar con amplitud toda nuestra realidad. La Iglesia Cuerpo Místico de Cristo. Cuentan que en una guerra, una iglesia fue bombardeada, y tenían allí un precioso cristo románico, muy antiguo y muy valioso. Cuando reconstruyeron la iglesia y recogieron los restos de la imagen, los mandaron a un restaurador para que rehiciese el cristo. Y el restaurador se puso en contacto con el nuevo párroco, y le dijo:

—Mire Ud., me han mandado todas las piezas y ya lo tengo casi todo recompuesto, pero no me han mandado los brazos. ¿Quieren que les haga unos brazos que sean según el estilo de la imagen?

Y le dijo el párroco:

—No, no, no. Sólo lo que tenemos del cristo antiguo. Déjelo sin brazos.

Por fin llevaron la imagen restaurada a la iglesia, ya reconstruida, y convocaron una gran ceremonia para la inauguración de todo ello. Tenían el cristo tapado con un velo, y cuando lo descorrieron apareció el cristo sin brazos. Y a los pies de la cruz un cartelito que decía: ‘Mis brazos sois vosotros’.

Nosotros somos ahora las manos de Jesús para bendecir, para acariciar, para trabajar. Para curar. Y somos sus pies para recorrer los caminos como Él seguiría haciendo si ahora estuviese sobre la Tierra. Y sus labios para sonreír. En definitiva lo que decía santa Teresita, su corazón para amar. Jesús es el cuerpo místico de Cristo. Porque Cristo ahora ya es invisible en la historia. Sobre este mundo, la presencia de Jesucristo se realiza a través de la Iglesia y la idea que se haga la gente de Jesús, en gran medida dependerá de ti. Porque hay lugares donde estás tú. Y donde no hay otras presencias, y a veces las presencias están totalmente tergiversadas. Si la gente tiene que hacer caso de lo que es la Iglesia por lo que dicen los periódicos El País o el EL MUNDO… La idea que pueden hacerse está totalmente pervertida.

Pero es que el Señor no ha elegido ni El País ni EL MUNDO para la evangelización. El Señor nos ha elegido a ti y a mí. Y nuestra presencia como testigos y que sea una presencia coherente, es el rostro de Cristo en los lugares donde tú estás. Donde a ti te ha puesto. Cuando escuchas esto, pueden pasar dos cosas: que lo sientas como una carga, como una responsabilidad que no eres capaz de asumir, o que lo sientas con agrado.

No es una carga. Es un honor. Cristo cuenta contigo y te ha elegido para ir y dar fruto, y que sea un fruto duradero. Y el que te ha enrolado, se ha comprometido contigo para hacerte capaz de desempeñar la misión.

Muchas veces no puede desempeñarla no porque no sea capaz de hacer milagros, sino porque los milagros están siempre condicionados a que haya alguien que crea en ellos. Y el estrechamiento, el infarto, la estenosis, somos nosotros por nuestra falta de fe. No me creo que yo sea elegido por Dios para sonreír a esa persona, me parece que no va a servir para nada y el milagro no surge. Porque yo lo he estrangulado. En cambio, si uno va por la vida creyendo en el poder de Dios, creyendo en el Espíritu Santo, creyendo que por disparatada que sea su estrategia, el caso es que me ha elegido a mí para hacer presente su amor a esas personas que están ahí en mi ambiente.

Si uno va con esa convicción, entonces suceden los milagros. El caso es que lo dice el salmo:

Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna;
prendado está el rey de tu belleza:
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

Ya entra la princesa, bellísima,

Este eres tú. Este somos cada uno de los miembros de la Iglesia.

vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:

Porque esto no lo tenemos que hacer solos. Somos Iglesia, somos comunidad, tenemos hermanos.

las traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

«A cambio de tus padres, tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Esto es la belleza de la Iglesia, el ser Iglesia. Si a partir de este anuncio del Evangelio de que eres Iglesia, dices Dios mío, que poquita fe tengo, que poquita cosa soy, te digo: esto tiene fácil remedio:

Pedid y Dios os dará, buscad y encontraréis, llamad a la puerta y se os abrirá. (Mt 7,7)

Y por último os digo:

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios en su Iglesia.

4ª Meditación. El Bautismo y la Confirmación.

Vamos a concretar más. Aunque el Señor puede dar su Gracia por los caminos más insospechados, hablamos aquí de los cauces ordinarios por los que sabemos que nos ha querido dar la Gracia, con la finalidad de que nosotros podamos acudir a ellos y aprovecharlos al máximo.

Nuestra reflexión se centra ahora en aquellos lugares en los que Jesucristo nos da su Gracia a través de la Iglesia.

Voy a centrarme en los Sacramentos.

Jesucristo es el sacramento primordial. Por eso decía de sí mismo: “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre.”

Y con arreglo a la enseñanza del Concilio Vaticano II, la Iglesia es el sacramento universal de salvación. De manera que de formas que a veces podemos constatar y comprender, y otras veces no podemos controlar de ninguna manera, toda la gracia que Jesucristo da, la da a través de la Iglesia. Pero a veces de maneras insospechadas.

Pero ahora vamos a aquellos sacramentos que el Señor ha instituido, para comunicarnos la Gracia, para poderlos contemplar, saborear, disfrutar, y para aprender a vivirlos mejor.

Los Sacramentos son un invento del Señor que nos manifiesta la humanidad de Dios, Jesucristo (con la Virgen María) es el único ejemplar de ser humano perfectamente humano. Todos los demás somos ejemplares de seres humanos con averías. Con deficiencias en nuestra misma humanidad.

Jesucristo que sabe qué es ser hombre y que sabe cuáles son las necesidades, y las exigencias de la naturaleza humana, qué es lo que realmente nos puede ayudar, ha instituido la Iglesia con sus siete sacramentos.

La imagen que ponían los Padres en la antigüedad, es que la gran fuente de la Gracia tiene como siete caños: el Bautismo, la Confirmación, la Penitencia, la Eucaristía, la Unción, el Matrimonio y el Orden.

Son las adaptaciones de Dios a lo humano a la hora de comunicarnos la Gracia.

Toda vida humana, tiene una estructura básica:

Nacer, nutrirse, desarrollarse, curarse, comprometerse y dar fruto y finalmente terminar.

A cada uno de esos puntos de esa estructura básica de la existencia humana, el Señor ha querido acudir con un sacramento específico, para que podamos vivir todo ese arco de la existencia humana, acompañados siempre por la Gracia de sus sacramentos.

Cada uno de los sacramentos tiene una parte que se ve, y otra que no se ve. Y la más importante es la que no se ve. Como el caso del Principito, lo que explica del dibujo de un cordero:

 

Viví así, solo, nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve una avería en el desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de beber para ocho días.

La primera noche me dormí sobre la arena, a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano. Imagínense, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:

— ¡Por favor... píntame un cordero!

—¿Eh?

—¡Píntame un cordero!

Me puse en pie de un salto como herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario muchachito que me miraba gravemente. Ahí tienen el mejor retrato que más tarde logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa. Las personas mayores me desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.

Miré, pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el desierto, a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Cuando logré, por fin, articular palabra, le dije:

— Pero… ¿qué haces tú por aquí?

Y él respondió entonces, suavemente, como algo muy importante:

—¡Por favor… píntame un cordero!

Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que  aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma fuente. Recordé que yo había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le dije al muchachito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.

—¡No importa —me respondió—, píntame un cordero!

Como nunca había dibujado un cordero, rehice para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:

— ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.

Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y dijo:

—¡No! Este está ya muy enfermo. Haz otro. Volví a dibujar.

Mi amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
—¿Ves? Esto no es un cordero, es un carnero. Tiene Cuernos…
Rehíce nuevamente mi dibujo: fue rechazado igual que los anteriores.

—Este es demasiado viejo. Quiero un cordero que viva mucho tiempo.

Falto ya de paciencia y deseoso de comenzar a desmontar el motor, garrapateé rápidamente este dibujo, se lo enseñé, y le agregué:

 —Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven juez se iluminó:

—¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para este cordero?

—¿Por qué?

—Porque en mi tierra es todo tan pequeño…

Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:

 —¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…

Y así fue como conocí al principito.

 

Lo esencial sólo se ve con el corazón. Eso es lo que pasa con los sacramentos. Lo esencial es lo que no se ve. Sin embargo lo esencial está expresado por lo que no se ve.

Ejemplo del Bautismo. La parte que se ve es el echar el agua o la inmersión y las palabras que se pronuncian por mandato de Jesús. “N. yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, y esto que se ve es signo de lo que no se ve y que es lo más importante.

Lo que no se ve es que con esa agua y esas palabras, empieza nuestra vida de hijos de Dios.

Cuando te bautizaron, aquel agua fue agua de vida, preñada del Espíritu Santo. El agua lava, y efectivamente nos lavó del pecado original. El agua riega y da vida. Estos días he visto en Israel, cómo los judíos han conseguido que cosas que eran un desierto se conviertan en un vergel. El agua es fuente de vida.

El significado de esa agua que nos lava y nos llena de la vida de Dios, viene expresado por las palabras: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Son palabras de Jesús, recogidas al final de los tres sinópticos.

Id a todas las gentes, bautizándolas en el nombre..

Conviene que saboreemos lo que esas palabras dicen.

A ti te llamaron por tu nombre, como a María Magdalena, en el Sepulcro, que sólo reconoce a Jesús cuando le llama por su nombre.

Al llamarla por su nombre, reconoce esa voz. La voz que la había llamado por su nombre con un respeto, con un aprecio que nadie le había llamado así.

Así como es lo más probable María Magdalena es esa misma de la que Jesús arrojó siete demonios, porque era una mujer de la vida, y Jesús la liberó. Claro, es que por primera vez, alguien la llamó por su nombre con respeto. Y eso es una forma inconfundible de ser llamado.

Pues así hemos sido llamados tú y yo en nuestro bautismo. Con un amor creador. Con un amor personal, dirigido a ti. Nos ha llamado por nuestro nombre. Y ha revelado nuestra nueva identidad. Ha puesto en marcha una historia que culminará —como dice el libro del Apocalipsis— cuando triunfemos después de la prueba —está hablando del martirio— y nos den una piedrecita blanca en la que está escrito nuestro nombre.

¡Quien tiene oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias! A los vencedores les daré a comer del maná escondido; y les daré también una piedrecita blanca en la que está escrito un nombre nuevo que nadie conoce sino solo aquel que lo recibe. (Ap 2,17)

 ¡Vaya sorpresa! ¡Ya sabía yo que me llamaba Jordi! No, no lo sabías. Tú no sabías quien eres verdaderamente, ni lo llegas a saber en toda tu vida, sino que lo llegaremos a saber el día que este nombre que se nos puso, despliegue todo su significado. Tú personalidad, tu propia historia, las cosas que te pasan y que te dejan de pasar, son un misterio, no solo para los demás, sino para ti mismo, y el único que tiene la clave, el significado de tu vida y de tu historia, es Jesucristo. Y él paso a paso nos lo va revelando a los bautizados. Empezó por pronunciar nuestro nombre en el bautismo, y nos lo dará plenamente desarrollado el día que nos haga entrega de esa piedra blanca.

‘Fulanito, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’. Estas palabras de Jesús, según los estudiosos de los textos evangélicos, significan ‘quedas consagrado a la gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y aquí sí que hay que detenerse. Tu vida tiene sentido. Tú tienes vocación. Aunque todo lo demás fallara, aunque las sucesivas formas del intento de realizarse cada persona, todas ellas fallaran, hay una que ya no puede fallar. Es tu vocación bautismal. Estás destinado a la gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, significa estás llamado a la santidad. No de la santidad como fruto de un esfuerzo por ser mejor. No, estoy hablando de que hemos sido llamados con una palabra eficaz, poderosa. Una palabra creadora. La palabra que dijo ‘que exista la luz’ y ahí está. La palabra que dijo ‘que haya cielos y tierra’, y ahí están. La palabra que dijo ‘Lázaro sal fuera’ y Lázaro resucitó. Con esa palabra, la palabra creadora de Dios, la palabra que ha recreado todas las cosas en Cristo, hemos sido llamados a la santidad. De modo que uno tiene que obstinarse, uno tiene que emperrarse y encabezonarse por rechazar la Gracia de Dios, para llegar a frustrar esa palabra que Dios te dirigió el día de tu bautismo para ser santo.

Que Dios sabe mucho, y es muy poderoso. Y todas estas cosas que puede ser que a nosotros nos parezca que son un fracaso tras otro, pueden ser la sabia estrategia de Dios para hacerte santo.

Dios hace eso. Dios tiene una estrategia curiosísima. Sabe ganar la guerra a base de perder —si es necesario— todas las batallas.

Así lo dice un salmo del Antiguo Testamento:

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de tí procede el perdón,
y así infundes respeto.
(Sal 129)

De manera que el Señor consiente muchos fallos, muchos fracasos, muchas cosas que son aparentemente en contra de sus planes, porque al final nos ayudarán a ser útiles. Y si uno se presenta ante el Señor diciendo “mírame, Señor, soy un desastre, casi me da vergüenza dirigirme a Ti, eso es lo que he hecho con tanto don, con tanta gracia. Me temo que lo he estropeado todo.” Y termina diciendo: “Señor, perdóname.” Ya tenemos un santo más.

Porque la fuerza de esa humildad compensa todos los errores. Lo terrible sería que uno abrumado por sus fallos, se escondiese de Dios. Como la obra de Tirso de Molina, “el condenado por desconfiado”.

Si uno se presenta con humildad ante Dios, cargado de fallos de pecados, de errores, de que no da una a derechas, de que he empezado mil cosas y ninguna la he sabido coronar como es debido, etcétera. Pero humillado y contrito. Ese corazón, Dios no lo desprecia. No será un santo ejemplarísimo, pero terminará siendo santo.

Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Tienes vocación. Tu vida tiene sentido. Y es glorificar a Dios. A partir de ahí, cuando uno cae en la cuenta de eso, que mi vida no tiene el sentido de alcanzar tales o cuales metas parciales, sino de llegar al Ideal, que es Jesús. A partir de ahí, uno entiende que la vida humana se desarrolla sobre todo en la gratitud. Por la Gracia. Como dice el salmo:

¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.
(Sal 115)

La vida cristiana es dar gracias por la Gracia.

En el ritual del Bautismo, a parte de la ablución con agua, se unge con el óleo de los catecúmenos, que expresa la capacidad que el cristiano tiene de luchar en las luchas de la vida. Es como los antiguos atletas, que se daban masajes para tonificar los músculos, y también para poderse zafar de las presas del adversario.

Cuando nos presentaron al Bautismo, nos ungieron con ese óleo de fortaleza y de victoria.

Todavía más claro en la otra unción, la que viene después de la ablución, cuando nos ungen con el santo Crisma en la cabeza, y el sacerdote dice:

“Recibe la unción del Espíritu Santo para seas para siempre miembro de Cristo, sacerdote, profeta y rey.”

Miembro de Cristo sacerdote, no quiere decir que seas cura. Unos cristianos reciben la gracia del sacramento del orden y otros no. Pero quiere decir que eres sacerdote de veras. Que tienes la capacidad no sólo de ofrecer junto con el ministro ordenado la sagrada Eucaristía (“Orad hermanos para que este sacrificio mío y vuestro…”) pero tienes la capacidad de ofrecer el sacrifico de tu propia existencia, de tu vida. La llama San Pablo ‘culto razonable’:

Por consiguiente, hermanos, os ruego por la misericordia de Dios que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo y santo, aceptable a Dios, que es vuestro culto razonable. (Rm 12)

Tu vida, en el esfuerzo por seguir al Señor, es un acto de culto, que el Señor valora, aprecia. Dios no quiere sacrificios ni ofrendas, pero quiere el acto de obediencia del que quiere glorificarle. Eres sacerdote. Como tal, eres un canal, un acueducto, por donde fluye la Gracia de Dios que te riega a ti personalmente y que riega a muchos. Mucha gente en tus ambientes, en tu propia familia reciben Gracia de Dios, porque tú que estás bautizado, estás ahí. Y porque les quieres. Y además, como sacerdote que eres por tu bautismo, tienes capacidad también de canalizar esos buenos deseos, esos sentimientos religiosos tantas veces difusos, equivocados, y no saben a quien rezar, ni saben cómo hacerlo, pero tú que estás bautizado, estás ahí y tu eres el canal escogido por Dios para que a través de tu corazón sus deseos se conviertan en oración que llega al Dios verdadero. Eso es ser sacerdote.

Y por el Bautismo eres profeta. Profeta no es un adivino. Lo de los adivinos es un camelo como un piano. Porque si uno de verdad tuviera esos poderes que dicen tener los adivinos, no tendría la necesidad de hacer el ridículo y hacer payasadas en televisión para ganarse la vida.

Pero tú, por tu bautismo eres profeta. Profeta es el que habla en nombre de Dios. El que dice palabras que son de Dios en el fondo. Y cuando vosotros los padres cristianos dais unos consejos y exhortaciones o palabras de aliento o de consuelo a vuestros hijos, que sepáis que vuestra palabra es mucho más poderosa que una palabra simplemente humana. Y que es palabra que dará fruto.

Cuando un general quiere arengar a sus tropas, les dice: “¡Sed valientes! ¡Hacedlo por vuestra patria, vuestros hijos, vuestras mujeres!”; ya puede decir lo que le de la gana, que como los soldados sean cobardes, eso son palabras que se lleva el viento instantáneamente. En cambio, cuando tú le dices a un hijo tuyo: “Hijo, confía, ten paz, que Dios está ahí, que aunque tú te olvides, Él no se olvida de ti.” Esta palabra es palabra poderosa, es palabra eficaz, y hace lo que dice.

Por eso hay que hablar. “Creí, y por eso hablé.” Dice san Pablo.

13 Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: CREÍ, POR TANTO HABLÉ, nosotros también creemos, por lo cual también hablamos; (2Co 4,13)

No hay que callarse. Habrá que aprender a decir las cosas de una manera que el otro pueda reconocerlas como palabras de salvación y de vida, y no como broncas. Pero que sepas que hay que decirlo. Porque Dios te ha elegido a ti para que tus hijos o tus nietos o tus amigos o quien sea escuchen su palabra de vida.

Y eres rey. No el ‘rey de la casa’, no niños mal criados. No somos reyes así.

A Jesucristo, Poncio Pilato le preguntó: “Pero, ¿tú eres rey?” y Jesús contestó: “Tú lo dices, yo soy rey.” Y añade según el evangelio de san Juan: “Yo para eso he nacido, y para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Soy Rey, pero mi reino no es de este mundo.” Y en otra ocasión, hablando con los apóstoles, Jesús les dice: mirad, los reyes de este mundo se aprovechan de la gente y encima se hacen llamar bienhechores. Pero que entre vosotros no sea así. Que entre vosotros el primero sea el último, el servidor de todos.” Y termina diciendo: “Como yo mismo, Hijo del Hombre, que no he venido para ser servido sino para servir y dar mi vida en rescate por la multitud.” Eso es ser rey. Servir, amar. Y de esta manera dar vida. Y gracias a tu bautismo, tienes esa capacidad de ser sacerdote, profeta y rey,

Por esto hermanos, yo os invito a revivir vuestro bautismo.

En esta reciente peregrinación a Tierra Santa, nos paramos junto al Jordán, y fuimos asperjados de nuevo todos los peregrinos, para cantar que está lloviendo sobre nosotros el agua viva, preñada de Espíritu Santo, el agua fecunda, el agua que limpia, el agua que da sentido a todo lo que te pasa, y eso es tan fácil como tomar el agua bendita al entrar en una iglesia. No hay que echar uns instancia al ministerio de Medio Ambiente. Y en esta próxima Pascua, en la Vigilia Pascual, acordaos que se bendice el agua, se renuevan las promesas bautismales, y volvemos a ser asperjados con el agua nueva, el agua del Espíritu.

Sacramento de la Confirmación.

Así como del sacramento del Bautismo tenemos una constancia total de que Jesús lo recibió, Juan lo administraba en el Jordán, y de que mandó a los apóstoles que bautizaran a todas las gentes en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en cambio del sacramento de la Confirmación como tal sacramento independiente, distinto del sacramento del Bautismo, no tenemos una referencia así clara, en los textos del Nuevo Testamento.

Y de hecho nuestros hermanos cristianos de la Iglesia ortodoxa oriental, dan toda la iniciación cristiana de golpe: dan el sacramento del Bautismo, dan el sacramento de la Confirmación, y también la Eucaristía. A los recién nacidos, les dan una gotita de la Sangre de Cristo.

Nosotros en cambio, en el rito latino, romano, el sacramento de la Confirmación lo damos por separado, y la razón por la que se decidió hacerlo así, es para que el obispo pueda intervenir en la iniciación cristiana. Y como el obispo no puede estar bautizando a todos los niños que nacen en su diócesis, por lo menos de vez en cuando pasa por los lugares y entonces confirma a los niños que haya en el lugar.

Eso presenta ciertas dificultades prácticas de aplicación, como encontrar la edad más idónea, etcétera. De ahí que haya habido y siga habiendo oscilaciones y vacilaciones. Desde confirmar en la infancia, hasta pedir largos años de catequesis.

Pero la sustancia del asunto es lo que dice San Pablo, en la carta a los Romanos:

Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. (Rm 6)

¿Y qué vino después de la Resurrección del Señor? Cogemos los Hechos de los Apóstoles, y vemos que después de aparecerse a los apóstoles y de hablar con ellos durante cuarenta días, subió a los cielos y les dejó el encargo de que no se alejaran de Jerusalén, porque ‘os daré el Espíritu Santo’.

Y al llegar el día de Pentecostés, estando todos reunidos en un lugar, de repente se produjo un ruido como un viento, como un huracán, retemblaron los cimientos de la casa donde estaban. Y aparecieron dividiéndose sobre ellos como llamaradas que se posaban sobre cada uno de ellos. Y quedaron todos llenos del Espíritu Santo. Y empezaron a hablar en lenguas. Y los que estaban apalancados en el Cenáculo por miedo a los judíos, salieron a la plaza pública y ante aquella multitud que se había congregado en vistas a semejante fenómeno raro, anunciaron el primer kerigma de la historia: Pedro toma la palabra y dice que no es que estén borrachos, es que se ha cumplido la promesa que Dios hizo por medio del profeta Joel:

yo derramaré mi espíritu sobre todo mortal
y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas,
(Jl 3,1)

Y les anunció el misterio de Jesucristo muerto y resucitado. Con tal elocuencia, con tal fuerza, que aquel día se convirtieron 3000 personas. Y les preguntaban: “¿Qué tenemos que hacer?” Y Pedro y los apóstoles les contestaban: bautizaos en el nombre del Señor Jesús y se borrarán vuestros pecados.

Los que estamos confirmados, estamos reafirmados, corroborados, fortalecidos, encendidos de una manera más intensa con esa misma Gracia que ya recibimos en el Bautismo, pero ahora aumentada, confirmada. Y el Espíritu Santo se manifiesta en nosotros, en nuestras palabras, en nuestras acciones, de una manera mucho más fuerte que por el simple Bautismo.

Cuando estábamos preparando el Jubileo del año 2000 hubo tres años de preparación, y cada año apareció un libro dedicado al Espíritu Santo donde explica que una de las diferencias claras entre el sacramento del Bautismo y el de la Confirmación, es que en el Bautismo se nos da la Gracia acomodándose a nuestro modo humano de ser y de actuar. De modo que la Gracia queda como atenuada por la debilidad de lo humano. Y en cambio en el sacramento de la Confirmación, se nos da esa misma Gracia, pero ya no acomodada al modo humano de actuar, sino con arreglo al modo divino de actuar.

El modo divino de actuar es el poder, el acierto la libertad con que Dios actúa, la eficacia, el gusto con que uno puede hacer las cosas, cuando le mueve el Espíritu Santo recibido en la confirmación. Que la vida cristiana no resulte un rollo, una cosa que llevas a rastras. Sino que estés dichoso de ser cristiano y servir a Dios como Jesús y de poder amar a los hermanos como Jesús. ¡Experimentar entusiasmo y gusto por ser cristiano! Eso son frutos propios del sacramento de la Confirmación.

Eso es tan fácil como esperar Pentecostés. Y si este año lo celebras bien, se cumplirán en ti las maravillas de Pentecostés. Porque ya estás confirmado.

De modo que el sacramento lo tienes. Ahora solo nos hace falta de que nos demos cuenta de que lo tenemos y de que con el poder de Dios se desaten tantas ataduras de pesimismo, tristeza, mediocridad, desconfianza, aburrimiento. Pero Dios hace milagros. Y está deseando hacerlos. Está deseando hacer el milagro de que tengamos agrado, gusto en hacer lo que nos corresponde hacer como cristianos. No os creáis esa mentira que a veces dicen algunos de que las cosas tienen valor cuanto más cuestan. No es verdad. Muchas veces nos cuestan porque estamos empecatados, porque estamos haciendo resistencia al Espíritu Santo, y se produce una lucha entre el Espíritu Santo y mi pecado que se hace muy dolorosa. Pero ¿vosotros creéis que a la Virgen María le costó ser tan santa como fue? Trajo consigo muchos sufrimientos, pero el ser virgen y ser fiel a la Gracia ser la llena de Gracia, no le costó. Eso es regalo de Dios. Y ella dice:

“Haced lo que el os diga” Palabras dirigidas a nosotros en las bodas de Caná.

Lo del Magníficat. María no fue a comprobar ni a a chismorrear con su prima. Fue a compartir. Y a vivir el misterio de Dios y de la acción de Dios. Con la persona querida. Isabel proclama: “Dichosa tú que has creído. Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Y María dice: “¡Proclama mi alma la grandeza del Señor! ¡Y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador!”…

¡Que uno puede vivir así, explotando de gozo! Porque estás confirmado, porque tienes al Señor.

Y si me apura te diré que no hace falta esperar a Pentecostés. Hace falta esperar al próximo rato de oración, a la próxima Eucaristía. Hace falta esperar a la próxima celebración del sacramento de la Reconciliación. Que es que ya tienes el sacramento de la Confirmación, y ya tienes por lo menos como una semilla el motivo para vivir tu vida cristiana con entusiasmo desbordante, que ese es el fruto de la Confirmación que nos da el Espíritu Santo.

5ª Meditación Reconciliación y Unción.

Hemos hablado del sacramento del Bautismo que nos hace hijos de Dios, y miembros de la Iglesia, y del sacramento de la Confirmación que nos da esa capacidad de la vida cristiana no al modo humano, como a rastras, sino al modo divino, con entusiasmo.

La palabra entusiasmo significa estar lleno de Dios. Y este sentirse lleno de Dios, y sentir la fuerza de Dios y el gusto por dejarse mover por Dios, eso es propio del que ha recibido la plenitud del Espíritu Santo, en el sacramento de la Confirmación.

A estos dos sacramentos ahora podemos sacarles jugo. Ya lo has recibido, pero ahora puedes explotarlo. Mirad que muchas veces, esa falta de sacarle jugo a estos sacramentos es causa de tener una experiencia de vida cristiana que no es la que Dios quería que tuviésemos.

Dios quiere que tengamos la experiencia de vivir impulsados por Él, movidos por Él, habitados y encendidos por Él, por su amor. Si en nuestra experiencia de vida cristiana prevalece o predomina la sensación de cansancio, de esfuerzo, etcétera, es porque no le estamos sacando suficiente jugo a estos sacramentos.

Y la manera de sacárselo, es tan sencilla como pararse a repasar desde la fe lo que es el sacramento que ya he recibido y pedirle al Señor que produzca frutos en mí.

Sacramento de la Reconciliación.

A los 8 días de resucitado, Jesucristo se presentó en el cenáculo, donde como de costumbre estaban los apóstoles, con las puertas cerradas y las barras echadas, por la razón de siempre, por miedo a los judíos.

Y se aparece allí y les dice: ‘la paz a vosotros’. Y exhala sobre ellos el Espíritu Santo. Y les da el poder de entender las escrituras y el poder de transmitir el perdón que Él ha merecido en la Cruz a los hombres.

‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’. Esto segundo puede sorprender un poco. Obviamente no quiere decir que Jesús comunica ese poder a los apóstoles para que ellos lo administren arbitrariamente. Quiere decir que a quien no se somete a ese poder de comunicar el perdón de Jesucristo, a quien se niega a recibir el perdón por el cauce que Jesús ha establecido para comunicarlo, pues no hay más que decir: no recibe el perdón. Se queda con sus pecados. Otra cosa es el ignorante, que no sabe que Jesús ha dado a la Iglesia sacramentos para comunicar el perdón, y busca como buenamente puede el perdón de Dios de la manera que a él se le ocurre. Y ofrece sacrificios a los ídolos o cualquier otra cosa. Ya hemos dicho que el Espíritu Santo sopla donde quiere y hará que eso tenga un provecho.

Pero estamos hablando de aquellos a quienes se les ha anunciado el Evangelio, los que han conocido el misterio de la persona de Jesús y su mensaje. Si uno conociendo lo que Jesús quiere, se empeña en querer otra cosa distinta, no puede recibir el perdón de Jesús. Es de sentido común. ‘Dos no regañan si uno no quiere’. Se podría formar otro refrán diciendo ‘dos no se casan si uno no quiere’, y este se podría aplicar al caso al que me estoy refiriendo.

Jesucristo ha venido al mundo a traernos la reconciliación con Dios, el perdón de nuestros pecados, y que ha querido que eso se cumpla y se verifique a través de ese sacramento.

Ese poder de transmitir el perdón de Dios, Jesucristo lo dio a la Iglesia de una manera genérica, y luego la Iglesia lo ha ido especificando con el paso de los siglos, buscando cada vez las fórmulas mejores, más salvíficas.

Durante siglos, la Iglesia daba sobre todo el perdón de Dios a través de la penitencia pública, que normalmente se hacía una vez en la vida. En este tiempo de Cuaresma precisamente, hacían penitencia pública  los que ya habían sido bautizados anteriormente pero que reconocían que tenían cargas en su conciencia de las que querían pedir perdón. Hacían penitencia pública, y participaban solo en la primera parte de la celebración eucarística, en la liturgia de la Palabra, pero  cuando llegaba el momento de pasar a la liturgia Eucarística, eran arrojados fuera y se quedaban a las puertas de la Iglesia, vestidos de saco y ceniza, llorando sus pecados y pidiendo perdón. Esa penitencia pública, normalmente sólo se administraba una vez en la vida. Esa es la razón por la que san Agustín vaciló tanto y difirió tanto la recepción del Bautismo, porque él sabía que quemaba el penúltimo cartucho. La penitencia pública era el último cartucho. Y él que tenía experiencia de tanta debilidad, dudó mucho y esperó muchos años.

Luego con el paso de los siglos, la experiencia pastoral de la Iglesia que ve cuáles son las formas de administrar el perdón de Dios que resultan más saludables para los fieles, fue progresivamente cuajando la celebración del sacramento del perdón tal como lo conocemos nosotros ahora. Y tal como lo disfrutamos nosotros ahora.

No me digáis que no es un chollo eso de que al facilísimo precio de ser un poco humilde y reconocer tus pecados y decirle a un sacerdote lo que has hecho y que pides el perdón, poder recibirlo una y otra vez.

San Pedro cuando ya creía que se estaba enterando un poco de las cosas que hacía Jesús le dice un buen día:

21 Pedro se acercó entonces y le dijo: «Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» 22 Dícele Jesús: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.» (Mt 18)

Setenta veces siete, no son 490, es una manera semita de decir ‘todas las veces que haga falta’.

Y eso es el sacramento de la Penitencia como lo disfrutamos actualmente.

Meditando sobre ello, uno piensa si la Iglesia no nos hará niños mal criados al ponerlo tan fácil. Porque estamos tan bien acostumbrados a que se nos perdone una y otra vez, que corremos el riesgo de abusar de la confianza. Es verdad. Y sin embargo, siendo así las cosas, esa es la manera como la Iglesia con dos mil años de experiencia en la salvación de los hombres dice que hay que hacerlo. Responde a lo dicho antes:

‘Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón y así infundes respeto.’
(Sal 129)

La estrategia de Dios de perder todas las batallas con tal de ganar la guerra. Como Dios es así, la Iglesia de Dios es así. Y nos ofrece el perdón de nuestros pecados con esa sorprendente facilidad.

Cuando celebramos el sacramento de la Penitencia. Hay dos formas, la individual y la comunitaria. Cada una de las formas pone de manifiesto un aspecto a cual más bello. La personal, la belleza del amor de Jesús que te aboca a ti, que se entregó a la muerte por ti, como dice San Pablo:

Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. (Ga 2,20)

San Pablo —dicen los exegetas— estaba convencido de que si él hubiera sido el único pecador de la historia, Jesucristo no hubiese dejado de hacer nada de lo que hizo para salvarlo. Esa es la verdad. Para Dios no somos un número, ni un colectivo.

Eres tú con ese nombre que pronuncio el día de tu bautismo, y si me apuras, desde antes de la fundación del mundo, desde toda la eternidad, cuando soñó contigo y decidió que existieras.

Y el amor de Dios y su misericordia, y su deseo de perdonarme, es personal.

De manera que la manera individual y personal de la celebración del sacramento de la Penitencia, expresa bellísimamente, potentísimamente ese amor de Dios.

Por otro lado, tanto la realidad del pecado como la realidad de la Gracia de Dios, tienen siempre una dimensión comunitaria.

Cuando peco, el cuerpo místico de Cristo en su conjunto pierde presión. O está más contaminado. Aunque no se haya enterado nadie. Toda la Iglesia, y toda la humanidad está peor a causa de un pecado mío.

Y cuando pido perdón y me reconcilio, toda la humanidad sube de nivel. Y hasta los que no conocen para nada al Señor, están más cerca de Él.

Toda esa dimensión social, comunitaria del pecado y de la Gracia,  se expresa bellísimamente en la celebración comunitaria. Por eso la celebración comunitaria bien hecha, como debe ser, con confesión y absolución individual es también un tesoro de la Iglesia. Y de ahí la práctica pastoral de poner en ciertos momentos del año cristiano, especialmente en Cuaresma, alguna celebración comunitaria de la Penitencia, y la práctica de ofrecer el sacramento de manera personal. A veces descuidado por falta de curas, a veces por falta de aprecio del sacramento. Las dos cosas son necesarias. Que haya sacerdotes en los confesionarios para que la gente se pueda confesar, y que haya también oportunamente celebraciones comunitarias del Sacramento del Perdón,

La parte que se ve del sacramento es esa. La que no se ve, como siempre la más importante, nada menos que vuelve a suceder aquel encuentro de Jesús con la mujer samaritana o con Nicodemo, o con Zaqueo. Aquellos encuentros personales de Jesús con los pecadores a los que Jesús da la vida eterna.

Fijaos en el caso de Zaqueo. Aquél jefe de publicanos, en una traducción un poco libre, podría ser un inspector de Hacienda o cosa parecida. Pequeño de estatura, pero con inquietudes. Había amasado una fortuna. Sabía que Jesús iba a pasar por Cafarnaúm. Movido de la curiosidad —a veces por debajo de la curiosidad está actuando el Espíritu Santo— se encaramó a una higuera y estaba allí a ver si podía ver a Jesús. Jesús cuando pasa justo por debajo, le dice ‘Zaqueo, baja, que hoy quiero hospedarme en tu casa’. Qué morro, ¿no? Eso Jesús lo hacía continuamente: autoinvitarse. Parece que pida un favor. Pero en realidad es tanto lo que va a dar que el favor lo está haciendo Él a Zaqueo.

Zaqueo bajó apresuradamente, y lo recibió en casa muy contento. Luego el evangelista calla discretamente cuál fue el contenido de la conversación entre Jesús y Zaqueo en aquella comida.

Como la Iglesia nos impone a los ministros del  sacramento de la Reconciliación un deber gravísimo de sigilo sacramental. Pero nos cuenta cómo terminó la cosa. Zaqueo puesto en pie, dijo: ‘Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres y a todos los que he defraudado, les restituiré cuatro veces más’.

¡Qué tesoro había encontrado Zaqueo para saber que merecía la pena venderlo todo para comprar el tesoro!

La perla preciosa. Zaqueo no tenía un pelo de tonto. Lo había demostrado haciéndose una posición. Precisamente porque no era tonto, se dio cuenta de que lo que ganaba convirtiéndose, era mucho más que lo que tenía que dejar.

Esos encuentros personales con cada una de estas personas, la Samaritana, con sus siete maridos, y al final estaba con uno que no era su marido, cada uno con su historia, y siempre terminan con el perdón con la misericordia, con el abrazo del Padre al Hijo Pródigo.

Y ese es el sacramento de la Reconciliación. El sacramento del perdón. Per-don. Quiere decir un don repetido, reiterado, aumentado. El don lo recibimos ya en el Bautismo, pero el per-don, el don sobreañadido, es poder recibir una y otra vez la misericordia del Señor.

Volver a ser niños con la inocencia de los niños. Volver a ser bueno. Eso hay que pensarlo en la presencia de Dios. Ir a la capilla y decir ‘¿yo puedo hacer Control-Alt-Del?’ Sí puedes. Sí podemos. Y renacer de nuevo: ese es el perdón de Dios. Eso es lo que está Dios deseando y lo que estamos deseando cada uno de nosotros. El sacramento del Perdón.

Muchas veces lo que nos pasa a los penitentes, a los pecadores, nos miramos mucho a nosotros mismo y le miramos poco a Él. Nos miramos tanto a nosotros mismos,  que viendo la porquería empezamos a hacer una serie de operaciones mentales de transferencia de proyección, llegando a la absoluta paranoia y al final decimos, no, no ha habido lo que ha habido. Y eso es porque en vez de mirarle a Él, te has estado mirando a ti mismo. Obsesivamente, estúpidamente. Y a quien hay que mirar es a Jesucristo. Y a Jesucristo crucificado por mis pecados. Que muere diciendo al Padre: ‘Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.’

Y mirando a Jesús, uno adquiere fuerzas para pedir perdón de sus pecados.

El sacramento de la Unción de los enfermos.

Un sacramento que no está nada de moda. Un sacramento ante el que mucha gente de nuestra  llamada civilización, siente verdadero repelús. No solamente por el sacramento, sino —y principalmente— por el tema de la muerte.

El tema de la muerte es un tema reprimido y censurado por nuestra cultura. A finales del siglo XIX, el famoso siquiatra Sigmund Freud dijo —y en su momento era verdad— que el tema del amor y de la sexualidad estaba reprimido y censurado en su Viena de final de siglo, en la que era absolutamente inadmisible que alguien en una reunión social se pusiese a hablar de amor, de sexo. Era impensable, intolerable. Si alguien hubiese tenido el atrevimiento de sacar ese tema en público, hubiese sido automáticamente rechazado por todos los demás. Y Freud decía que cuando sacas esos temas con ciertas personas —incluso en su consulta de siquiatra— se producían unas reacciones patológicas de rechazo, de histeria, de malestar del paciente porque se tocaba ese asunto.

Pues lo que en el siglo XIX era el tema de la sexualidad en la vida social, ha pasado a ser el tema de la muerte hoy en día. Hoy en día si tú le dices a una persona: ‘¿has pensado que te tienes que morir y que tienes que encontrar un sentido para toda tu vida y que tienes que encontrar lo que pueda haber más allá?’ Si dices eso, eres un cura carca de esos que quieren manipular las conciencias y meter miedo y demás.

En nuestra sociedad, el tema de la muerte es marginalizado. Antaño, las personas generalmente morían en casa, y la familia participaba del acontecimiento y se velaba al difunto, y luego se le llevaba a la parroquia. La comunidad cristiana estaba allí, en la misa de cuerpo presente, y luego se le llevaba al cementerio, etcétera. Hoy en día lo hemos esterilizado, lo hemos sofisticado todo y uno muere en el hospital, pasa a la morgue, y por allí tras unos cristales podemos ver al difunto, y rápidamente al crematorio y en algunos casos al cementerio a enterrar, siempre poniendo distancia y en algunos casos verdaderamente enfermizos, la cosa llega a lo de aquella vieja millonaria californiana, que quiso ser enterrada embalsamada sentada al volante de su Ferrari rojo descapotable.

Pero esa manera de esquivar y de no reconocer la realidad de la muerte, está impregnando nuestra sociedad también. De manera que hoy en día uno puede salir en la tele presumiendo de cualquier cosa en relación al sexo. Pero como trates del tema de la muerte con verdad, con realismo, eres un ser antisocial. En un siglo, desde Freud a nuestros días, se han invertido los papeles. Y Jesucristo quiere liberarnos de semejante alienación generalizada. Jesucristo quiere que vivamos la vida y que asumamos la muerte que es parte de la vida.

Es más, Jesucristo es el único hombre que ha muerto de veras y plenamente. El único que ha vivido la desgracia, la injusticia, la catástrofe de la muerte, es Jesucristo. Porque es el único que ha tenido que padecerla injustamente. Los demás morimos justamente. Como fruto de nuestro alejamiento de Dios. Él es la fuente de la vida, cuando pecamos somos como un electrodoméstico que se empeñara en desenchufarse de la corriente eléctrica y no hay que extrañarse de que una vez que el electrodoméstico se ha desenchufado, se quede ahí sin vida. El caso de todos los seres humanos pecadores, que nos desconectamos de Dios con nuestros pecados, la muerte es algo lógico. Si ha habido un hombre que ha tenido que padecer la muerte en todo su absurdo, en toda su crudeza, es Jesús. Porque pasó haciendo el bien. Porque siendo inocente, se entregó a la muerte por los culpables. El único que se daba cuenta de lo terrible que es. El único que lo asumió plenamente y dijo: ‘me entrego a la muerte para rescatar de la muerte a todos mis hermanos y para devolverlos a la vida de Dios.’

Por esto Jesucristo pensó en un sacramento para los que enferman, para los que están ya pidiendo pista de aterrizaje.

No lo tenemos así literalmente en los evangelios, pero sí en la carta de Santiago, donde el apóstol dice:

14 ¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. 15 Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados. (St 5)

Y así, la Iglesia se sabe dotada con este sacramento para que los cristianos podamos hacer frente a la muerte con el Señor, de su mano. O cuando uno está en peligro real grave de su vida por enfermedad, por una operación que implique un riesgo importante, pues que pueda hacer frente a esos peligros de la mano del Señor. Del Señor que ha vencido a la muerte. Del Señor que ha dado el paso y nos ha abierto la eternidad. Para poder vivir la muerte de una manera humana, no de una manera neurótica, es necesario el sacramento de la Unción de los enfermos.

Por eso hermanos, yo os invito a que no rehuyamos este sacramento. Y que si estamos con una enfermedad grave, o con una operación quirúrgica que implique un riego importante, o simplemente por la avanzada edad. Pues que lo pidamos y que lo recibamos. Es una demostración de caridad cristiana el que nos lo favorezcamos unos a otros.

6ª Meditación Matrimonio y Orden.

El Matrimonio.

Encontramos la enseñanza de Jesús sobre el sacramento del matrimonio sobre todo en aquella respuesta que dio a aquella pregunta de los fariseos:

Se acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, preguntaban: «¿Puede el marido repudiar a la mujer?» Él les respondió: «¿Qué os prescribió Moisés?» Ellos le dijeron: «Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.» Jesús les dijo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.» (Mc 10)

Eso es lo que enseñó Jesús acerca del matrimonio.

¿Dónde se ve en el Nuevo Testamento que el matrimonio es un sacramento?

No encontramos una cosa parecida a lo que encontramos por ejemplo en la Eucaristía. Donde después de decir que el pan es su cuerpo y el vino su sangre, terminó diciendo ‘haced esto en conmemoración mía’. Es muy claro que es un momento fundacional, en el que Jesús expresa su querer de que sigan haciendo aquello. En cuanto al matrimonio, no encontramos una cosa parecida. No vale decir: ‘Jesús fue a las bodas de Caná y hasta les hizo un milagro…’ No se pude decir que porque estuvo en las bodas de Caná, el matrimonio es un sacramento. Ese argumento no va a ninguna parte. Serían entonces sacramentos un montón de cosas más.

Pero está claro que la Iglesia, los mismos apóstoles tuvieron conciencia de que Jesús con su Gracia y con su poder, había elevado esa realidad natural del matrimonio  —lo que fue al principio, lo que salió de las manos del Creador y se corresponde por tanto con la naturaleza humana— lo elevó al nivel y a la dignidad de sacramento.

En 1Co hay un largo discurso muy bonito de San Pablo acerca del matrimonio.

En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de la incontinencia, tenga cada hombre su mujer, y cada mujer su marido. Que el marido cumpla su deber con la mujer; de igual modo la mujer con su marido. No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia. Lo que os digo es una concesión, no un mandato. Mi deseo sería que todos fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra.

No obstante, digo a los solteros y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse.

39 La mujer está obligada a su marido mientras él viva; mas, una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero sólo en el Señor. (1Co 7)

Donde él recomienda la virginidad. Pero dice que si un hombre y una mujer se tienen que casar, que se casen en el Señor. Por tanto, San Pablo tenía una conciencia clara —y todos los apóstoles—  de que existen como dos clases de matrimonios. El matrimonio como mera realidad humana, natural, y el matrimonio en el Señor. Y es un nivel superior.

Jesús quiso convertir esa realidad humana en un sacramento precisamente para que sea viable. Para que pueda superar las dificultades y las pruebas que encuentra a nivel humano.

Ninguna época como la nuestra tan elocuente a este respecto.

Porque cogéis las estadísticas de lo que está pasando con los matrimonios, y veis que los índices de fracaso son tremendos. Quién no tiene en su propia familia o en su propia historia personal cosas de estas.

Y es que esa realidad natural, humana. Eso que nacía en los corazones de los que se casaron cuando lo hicieron, luego en la práctica es muy difícil de llevar a cabo. Cuando un hombre y una mujer se casan, en sus corazones esté el deseo de que eso sea para siempre. Y si no, no se casan. Hacen un contrato de compartir unas cuantas cosas, pero nada más. Pero eso no es un matrimonio, ni siquiera a nivel humano. Es matrimonio cuando se comprometen recíprocamente con el propósito de que sea para siempre. Pero luego viene el desgaste de la vida, el aburrimiento, las tentaciones mil cosas de las que nuestra percepción está suficientemente informada. Ya sabemos lo que pasa y lo que hay. Y las artes, especialmente el cine, lo reflejan continuamente. Las infidelidades… y todo eso.

Y todas esas dificultades del amor, lo hace fracasar. En muchísimos casos, el amor humano no consigue su objetivo. Estaba por su propia naturaleza destinado a ser de uno con una para siempre, abierto a la vida y ayudándose a mejorar recíprocamente. Pero en la práctica, ese deseo del matrimonio se frustra. Precisamente para que no se frustre, para eso Jesús instituyó el sacramento del matrimonio. Y dotó a esta realidad humana del amor de una fuerza divina para que pueda prosperar y superar los obstáculos. De modo que se puede decir que el matrimonio en el Señor, es cosa de tres: él, ella y Jesús en medio no para separar, sino para consolidar la unión y para hacerla viable en el tiempo y en la eternidad.

Quizás ahora que digo en la eternidad, a alguno se le venga a la cabeza aquél pasaje cuando a Jesús le preguntan: ‘una mujer estuvo casada con uno, y según la ley del levirato se casó luego con su hermano y luego también enviudó, y así hasta siete veces. Cuando llegue la resurrección de los muertos esa de la que tú hablas, ¿de quién será mujer? ¡Porque ha estado casada con los siete!’

Y Jesús les dice: ‘desde luego, no entendéis nada. En la restauración final, no se casarán, serán como ángeles de Dios’. Que no se casarán en el cielo, no quiere decir que no se hayan casado en la tierra. La verdad es que la astucia humana, y el deseo de entender que a veces se tuerce y se convierte en deseo de manipular la verdad, como en el caso de los que le hacían esa pregunta, se queda muy corta. Pero viendo lo que sienten los esposos cristianos cuando llevan un buen matrimonio, cuando de verdad durante todos los años de su vida en la tierra han sido fieles al Señor, y han fundado una familia, y se han querido, y se han ayudado entre sí. Y también han conseguido dar hijos no solo al mundo sino a la eternidad. Viendo lo que sienten los esposos cristianos hay que decir que no se van a casar en el cielo, porque seguirán casados. Porque se casaron en la tierra y los dones de Dios son sin arrepentimiento. Dios no se echa atrás. Cuando Dios ha bendecido una cosa no la des-bendice nunca. La cosa es que nosotros podamos averiarla, pero Dios no se echa atrás.

El matrimonio es esto: uno con una, por amor, para siempre, abiertos a la vida, ayudándose el uno al otro. Eso es solo posible con la Gracia de Cristo. De manera que cuando vemos que en culturas o en momentos de la historia en los que no consta, porque no ha habido una celebración del matrimonio cristiano que haya un influjo de la Gracia de Cristo, y sin embargo algunos han sido buenos matrimonios y han conseguido la plenitud de ese amor humano, podemos inferir con toda razonabilidad que allí estaba presente el Señor. De una manera misterios e invisible, pero estaba presente.

De uno con una. Eso excluye, por supuesto, de la noción de matrimonio las uniones homosexuales. No pretendo decir que las parejas homosexuales no tengan ciertos derechos civiles. Puede ser justo que los tengan. Pero no son matrimonio. No se puede forzar el pensamiento, el lenguaje y la realidad llamando matrimonio a la unión de uno con uno o de una con una. Unión de uno con una por amor. Para siempre. Recuerdo aquella definición de Gabriel Marcel: ‘amar a alguien es decirle: tú vivirás siempre’.

Eso es amar. Desear que el otro viva para siempre. De manera que solo en ese supuesto, en el supuesto de que uno desee que el otro viva siempre la relación entre ambos, será verdadero matrimonio. Sólo desde el amor. Que ha habido larguísimas etapas de la historia en las que el matrimonio se ha gestionado por conveniencia y casando a uno con una que lo arreglaban los padres, etcétera. Sí. Y eso es dudosamente matrimonio. En el progreso del descubrimiento de la verdad de las cosas, al cual es inherente el influjo de la revelación cristiana para el progreso de la cultura humana, cada vez se ha ido viendo más claro que el amor es esencial para el matrimonio. No digo el enamoramiento romántico. Que eso es algo pasajero, básicamente hormonal. Tienen sus ciclos, sus etapas. Y sus agotamientos, obviamente.

Estoy hablando del amor, que es desear el bien del prójimo. Es más: encontrar mi propio bien en procurar el bien del otro.

De manera que el que se casa, concibe será ser feliz, si logra hacer feliz a la persona a la que ama.

Eso es amor. Y valorar la importancia del otro en sí mismo, no solo como un complemento de mi felicidad, menos todavía como un instrumento para ser yo feliz, sino querer el bien del otro como persona. Eso es el amor.

Y abierto a la vida, abierto a la transmisión de la vida. Si el amor encontrara su máxima expresión en darse besos de esquimales, frotándose las narices, el amor no sería por su propia naturaleza vehículo de transmisión de vida. Pero resulta que no. La expresión máxima del amor entre hombre y mujer es por su propia naturaleza generadora de vida. Lo patético es que nuestra cultura ha conseguido deslindar la sexualidad de la fecundidad. Se ha conseguido esta sospechosa y nada clara ‘victoria’. Esto tiene consecuencias hasta en las previsiones de las pensiones y de la seguridad social, con la pirámide poblacional de los países europeos… y a la cabeza de los tontos: España.

Es que eso no es natural. Separar el amor de la fecundidad es contrario a la naturaleza humana. En ese sentido, la moral de la Iglesia Católica que sigue insistiendo —aunque no está de moda y nos critican por decirlo, aunque sabemos que nos rechazan por defender esto— pero seguimos diciendo que no se debe separar el amor de la procreación. La moral de la Iglesia Católica, que defiende esta postura, es humana, y es la que puede salvar hasta las cuentas de la Seguridad Social.

Y desde luego la felicidad y la satisfacción personal de los esposos. Porque por muchos viajes que puedan hacer —viajes, pasarlo bien, chalet,…— ese amor que se ha cerrado a la paternidad y al bien de los hijos, es un amor que se marchita, que cada vez va entristeciéndose más. Se va apergaminando, acorchando y termina no siendo amor. Y en cambio cuando los esposos han asumido el bien de los hijos y se han hecho colaboradores de Dios, libremente, en la tarea de poblar este mundo: ‘creced, multiplicaos, llenad la Tierra y sometedla’ —dijo Dios a nuestros primeros padres— precisamente ese bien compartido que son los hijos, les abre la mirada al futuro, y va regenerando y purificando, aquilatando la calidad del amor.

He dicho antes que el sacramento del matrimonio no lo es porque Jesús fuese a las bodas de Caná, pero también allí hay una enseñanza preciosísima. EL primer signo de Jesús, cuando cambió el agua en vino. Y lo precioso es que el vino que les dio Jesús fue mejor que el que habían puesto al principio. Esto de que el vino según avanza el tiempo sea todavía mejor, es un símbolo de lo que es el amor matrimonial. Una pareja que se quieren en el Señor, obviamente al cabo de unos años no tienen los arrebatos del enamoramiento, pero se aman mejor. Se quieren más. Y como dice el refrán: ‘dos que duermen en un colchón se hacen de la misma condición.’ Se van acoplando, se van amalgamando los gustos, las expectativas, las ilusiones, los deseos,… Y si empezaron siendo una sola carne en virtud de ese amor inicial, terminan siendo mucho más que una sola carne, y un solo espíritu, por el verdadero amor santificado por Jesucristo. Eso desde luego, implica una vida entera de pulirse recíprocamente. Como las piedras de los ríos: el cauce alto, allí donde las aguas son bravas, las piedras pinchan por todos lados, pero el luego el agua las va arrastrando, las va haciendo avanzar, y al final, ya cuando el río se amansa, las piedras son todas cantos rodados, que puedes tocar por todas partes, las puedes acariciar, que ya son suaves, lisas, ya no hieren. Pero han llegado a ser así gracias a la cantidad de choques que las han ido puliendo a lo largo de todo el curso del río.

Pues con el amor humano y con el amor de pareja, pasa esto. Las personas pueden ganar en calidad de amor y hacerse más dulces, más tiernas, más comprensivas, más atentas. Eso es gracias a haber vivido una vida juntos y compartiendo y conseguir que sea una vida entera, eso es gracias a la Gracia del matrimonio. Gracias a que Jesucristo salva el amor humano.

Dicho esto quisiera decir una palabra sobre solteros, viudos, separados, etcétera.

Habréis escuchado en vuestra formación como cristianos que para la madurez humana está el sacramento del matrimonió o el sacramento del orden. Son sacramentos para personas maduras, que precisamente porque son maduras, se pueden entregar. Y que fuera de estos sacramentos, la otra manera de encontrar un puesto oficialmente reconocido en la Iglesia para el que no vaya a ser casado o cura, pues está la vida religiosa o en términos más exactos según el Vaticano II, la vida consagrada.

No sólo monjes y monjas, sino las nuevas formas de consagración laical, los institutos seculares,… toda esta riqueza con la que el Espíritu Santo ha dotado a la Iglesia en las últimas décadas.

Y entonces ya el panorama de las cosas oficialmente reconocidas queda como casado, sacerdote o consagrado. ¿Y los demás? No os olvidéis de lo que os dije sobre el sacramento del Bautismo. Por tu Bautismo estás llamado a la santidad. Tienes vocación de santo. Y puede ser que sin culpa tuya, las circunstancias actuales no te dejen ningún lugar institucional donde colocarte. Pero eso no quiere decir que estés descartado de la santidad. Vive tu Bautismo. Vívelo con intensidad. Con apertura para que cuando el Señor te quiera concretar algo más, ‘aquí estoy Señor, para hacer tu voluntad’, pero entre tanto no te pienses que no tienes nada que hacer.

Entre tanto aprovecha tu Bautismo, toda tu iniciación cristiana, vive de ello, santifícate con ello, da gloria a Dios con ello y haznos el bien a los demás con ello. Esa es tu vocación. Tu vocación segura. Cualquier otra ulterior determinación del asunto, es cosa del Señor. La palabra vocación viene de vocare que significa llamar. Y el que llama tiene que hacerlo con suficiente fuerza y claridad como para que el destinatario de la llamada pueda escuchar.

Si el Señor no te ha llamado de una manera clara a una cosa así más concreta, pues tienes la llamada inicial a ser hijo de Dios. Y a vivir tu vocación de bautizado.

Y abierto a que si el Señor quiere llamarte a algo, ya lo hará. Pero que lo diga Él y suficientemente claro.

Y entretanto sé fiel a lo que tienes, y te aseguro en el nombre de Jesucristo y de su Iglesia, que puedes llegar a la santidad. Porque estás bautizado.

El papa Juan Pablo II en Familiaris Consortio tiene una reflexión muy bella. Dijo el papa Juan Pablo que el amor matrimonial y el amor de los consagrados son dos formas distintas de un mismo amor, que es el amor de Jesucristo a la Iglesia o a la humanidad entera, que la va convirtiendo en Iglesia, en esposa suya.

‘Por eso la fidelidad los esposos, y la vida de iglesia doméstica, fecunda, vivida en las familias cristianas, nos ayuda a los célibes.’ (Cfr. Familiaris Consortio n. 16) Y eso lo he visto con claridad. He sentido esa ayuda por ejemplo con el testimonio de mis padres, que este año van a cumplir sesenta años de casados. Yo viendo la fidelidad de los esposos, me siento llamado a ser fiel. Y me siento como un poco exigido, porque ellos superan pruebas y dificultades, y se esfuerzan y con la Gracia de Dios lo consiguen. ¡Cómo no voy a hacer yo lo mismo!

Muchas veces viendo a los matrimonios cristianos, uno descubre el horror que son las infidelidades de los sacerdotes. El daño que hacen a los matrimonios cristianos.

Pero sobre todo, la fidelidad de los esposos cristianos a mí me da una muestra evidente de que la Gracia de Dios es poderosa. Y por lo tanto me da motivo para confiar que también lo será en mi persona, para ser yo fiel a mi vocación.

Sacramento del Orden

La otra alternativa institucional sacramental para la vida cristiana adulta, es el sacramento del Orden.

Ahí sí hay unas expresiones muy claras que encontráis en los relatos de la Última Cena que vienen en los tres evangelios sinópticos, y también en el relato que viene en el de Juan.

En lo que cuentan los cuatro evangelios sobre la Última Cena, está muy clara la intención de Jesucristo de confiar a unas personas concretas señaladas, un ministerio eclesial singular, que no se confunde con ningún otro. Ya desde casi el inicio de su vida pública, cuando Jesús anunciaba el Evangelio a todos y hacía milagros que mostraban que el Reino de Dios se estaba haciendo presente y real y palpable, Jesús eligió a doce. Los eligió porque Él quiso: ‘no me habéis elegido vosotros a mí, —les dice en la Última Cena— yo os he elegido a vosotros’. Es más, Jesús no aceptaba voluntarios en el grupo de los doce: ‘Señor, te seguiré a donde quiera que vayas’, le dijo uno al que había curado y Jesús le responde ‘no, no, tú vete a tu casa y allí anúnciales lo que el Señor ha hecho contigo’. Sólo en algún caso ofreció a uno la posibilidad de incorporarse y por cierto le salió rana. Estoy pensando en el Joven Rico:

17 Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y, arrodillándose ante él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» 18 Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. 19 Ya sabes los mandamientos: No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre.» 20 Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud.» 21 Jesús, fijando en él su mirada, le amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme.» 22 Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes. (Mc 10)

Una invitación excepcional. Qué pena que aquel joven rico fuera prisionero de sus barrotes o de sus cadenas de oro y no pudiese seguir a Jesús. Los doce elegidos, los eligió Él porque le dio la gana. ‘No me habéis elegido vosotros a mí…’ En expresión de un amor singular. Desde el principio de su ministerio los va preparando. Les da clases particulares: proclama las parábolas a toda la multitud de los discípulos, pero luego a ellos se las explica en privado.

Les fue formando, les fue haciendo cada vez más amigos suyos, hasta que llegó un momento que les dijo, después de instituir la Eucaristía, ‘haced esto en memoria mía’.

Y los doce apóstoles son en expresión del Nuevo Testamento, los doce pilares, los doce cimientos de la nueva Jerusalén, de la Iglesia. Por eso creemos en la Iglesia que es una, santa y apostólica, y tenemos nuestra seguridad de recibir la Gracia de Dios en la historia merced a esos doce apóstoles y a la sucesión apostólica, que nos garantizan que estamos en la línea correcta, en la verdadera Iglesia, la que ha recibido el don de la sucesión apostólica. Si y pienso en el obispo que me ordenó, Don Marcelo, y el que ordenó a Don Marcelo y así sucesivamente, al final engancho con los Apóstoles, el Colegio de los Apóstoles.

Hombres no excepcionales. San Pedro siempre a un paso de lo sublime pero a un paso de lo ridículo. Esa es la figura de San Pedro que aparece tan clara en los evangelios. Dice al Señor que dará su vida por él y esa misma noche le niega tres veces. Hombres que somos así. A veces se ha dicho —no sé si con buena intención— que el primer Papa fue el primer apóstata. El primero que no fue capaz de reconocerse de Jesús cuando se lo preguntó la portera de la casa del Sumo Sacerdote, fue Pedro. También habrá que reconocer que Pedro fue el que lloró amargamente su traición, y el que luego revalidó su examen de fe a orillas del mar de Galilea, con su examen de amor después de la pesca milagrosa cuando Jesús resucitado le pregunta si le ama más que éstos.

En la figura de Pedro, los sacerdotes encontramos una referencia continua. Precisamente en ese examen final cuando Jesús le encomienda el pastoreo de ovejas y corderos, Jesús le dice: ‘cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas a donde querías, cuando seas viejo, otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres.’ Y añade el evangelista Juan: ‘dijo esto refiriéndose a la muerte con la que iba a glorificar a Dios’.

En esta figura de Pedro, tenéis el paradigma para entender lo que somos los sacerdotes. Aquellos hombres queridos por el Señor, elegidos por Él, formados por Él, llenos de buenas intenciones, con realizaciones a veces lastimosas, pero que por la fidelidad de Dios, que sostiene la nuestra, podemos llegar a dar gloria a Dios con la entrega de nuestra vida hasta el final. Eso es el sacramento del Orden. Y el sacramento del Orden, encarnado en los obispos, en los presbíteros y también en cierto modo en los diáconos, ejerce un papel estructural en la Iglesia. Un papel vertebral. Como las vértebras de nuestra columna vertebral. Piezas robustas, cada una de ellas tosca, si me apuras, pero que debidamente encajadas, tienen la fuerza suficiente para mantener el cuerpo erguido y la elasticidad necesaria para que no nos rompamos. Cada uno no es que sea una gran cosa, pero el conjunto funciona. Y funciona mejor que cualquier otra alternativa. Con una columna vertebral de gelatina… con una columna vertebral de un solo hueso, tipo fémur, se nos rompería cada dos por tres. Columna vertebral de la Iglesia. Suficientemente sólida para mantenerla en pie, suficientemente elástica para doblarse y acomodarse y adaptarse a los tiempos y a las necesidades. Eso es el ministerio ordenado en la Iglesia. ¿Qué sería un cuerpo si solo tuviese columna vertebral? Pues un cacho de esqueleto. No, no basta. Una Iglesia en la que sólo hubiese jerarquía, sería un monstruo y no se parecería en nada a lo que Jesús soñó. La tarea del esqueleto es sostener los órganos, los tejidos, los sistemas, todo el organismo. Y la mayor parte del organismo no es esqueleto. Si pasamos a lo que es la realidad de ministros ordenados y fieles cristianos, con las estadísticas en la mano lo veis. Una Iglesia en la que los laicos no tuvieseis un papel activo, incluso protagonista en vuestra vivencia cristiana, no sería Iglesia. Pero por otro lado, es cierto que para que vosotros podáis ser lo que sois, algunos tenemos que estar sosteniendo.

Y termino diciéndoos lo que Juan Pablo II nos regaló en Cuatro Vientos: ‘Yo a mis ochenta y cuatro años, jóvenes, os digo una cosa: merece la pena servir a Cristo y seguirle toda la vida.’ Eso nos dijo y yo que ya tengo unos añitos, también lo puedo suscribir: es un honor servir al Señor Jesús. Y serviros a vosotros.

7ª Meditación. La Eucaristía.

Al igual que el sacramento de la Penitencia, el de la Eucaristía es un sacramento reiterable. Los hay que se reciben una vez en la vida y se acabó. Otros que se pueden repetir con carácter excepcional, como el del matrimonio. En cambio el de la Eucaristía como el de la Reconciliación podemos celebrarlo reiteradamente. ‘Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.’ De manera que tenemos ofrecida la alegría de poder vivir la Eucaristía cada día. Excuso decir los domingos, el día del Señor. El corazón de la celebración cristiana del domingo, es la Eucaristía. Mucho más allá de que sea un precepto. La Eucaristía dominical, es un precepto de la Santa Madre Iglesia. En él se ve muy claro lo que os decía a propósito de los mandamientos. No es que este mandado por un acto puramente de la voluntad, un acto autoritario y caprichoso, no. Lo que la Iglesia nos está diciendo cuando nos pide a los cristianos que celebremos la Eucaristía todos los domingos, es que eso es lo necesario para vivir simplemente. Como cuando el médico le dice a un paciente: usted tiene que comer. Tiene que comer todos los días. No es que si el paciente desobedece, como el médico se ha enfadado por su desobediencia va y le aplica la eutanasia. No, lo que ocurre es que si el paciente no come lo necesario, se va a morir. Por eso el médico se lo dice.

Pues aquí pasa algo parecido. Nuestra madre la Iglesia, nos dice a los cristianos: Si no participáis en la Eucaristía por lo menos los domingos, tu vida cristiana no podrá subsistir. Son tantos los ataques, las agresiones y es tan clara nuestra debilidad y vulnerabilidad que si no estamos nutriéndonos, fortaleciéndonos revitalizándonos por lo menos una vez a la semana con la sagrada Eucaristía, seguro que nos morimos. Por supuesto no hablo de los casos en que hay disculpa.

La Eucaristía es vital para nosotros los cristianos. Nos pasa aquello que expresó tan certeramente San Pedro, precisamente cuando Jesús habló de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaúm:

Les explicó lo que es el Pan de vida, y muchos judíos de los que le escuchaban dijeron: ‘estas palabras son intolerables’ y abandonaron a Jesús, en vez de ser dóciles y decir ‘Dios mío, no lo entiendo, explícamelo, házmelo entender’ dijeron ‘esto no se entiende, y por tanto, abandono a Jesús’. Y fueron muchos ese día los que se apartaron del Señor. De manera que quedaron poquitos. Y Jesús les pregunta a los apóstoles ‘¿también vosotros queréis marcharos?’ y ellos —Pedro como de costumbre— le contesta ‘Señor, ¿a quién iríamos?, tú tienes palabras de vida eterna’.

Los otros tienen palabras que pueden ser útiles para la vida, orientarla, estimularla, pero para la vida eterna, solo valen las palabras de Jesucristo. (Cfr. Jn 6,41 ss.)

Con la Eucaristía también pasa lo mismo. Tenemos otras cosas que también orientan, estimulan, nutren nuestra vida cristiana, ejercicios, retiros, reuniones, movidas varias, devociones,… No son cosas despreciables. Cada uno tendrá que ver cómo le funciona eso. Y si te sirve, pues aprovéchalo. Y si es una cosa que no te aprovecha, que no te ayuda, pues no lo hagas. Tenemos muchas cosas. Pero que sean así palabras de vida eterna, que sea nutrirnos con el que es la Palabra, eso es la Eucaristía, eso sí que es indispensable, es vital para nosotros.

Cada vez que celebramos la Eucaristía, se repite la Última Cena de Jesús con los discípulos. Y se repite el sacrificio del Calvario. Y se repite toda su Pascua. O mejor dicho, no es que se repita sino que nosotros somos trasladados desde nuestro punto en el espacio y en el tiempo a esa única Pascua de Jesucristo cada vez que celebramos la Eucaristía. Es como si nos desgajásemos de nuestra determinación espacio-temporal, y fuésemos llevados a la eternidad donde Jesucristo se ofrece en su sacrificio de amor y se entrega plenamente para la salvación de todos los hombres y para la perfecta glorificación de Dios.

Pero fijaos que Jesús quiso celebrar la Eucaristía, instaurarla, inaugurarla en la Cena Pascual. Ya sabéis que hay un detalle que lleva de cabeza a los historiadores y a los exegetas, y es que Jesús claramente celebró la Pascua un día antes que la Pascua de los judíos. Y se han dado diversas hipótesis para explicar este hecho, Pero el caso es que cuando el viernes le crucificaron, dicen los evangelios que le pidieron a Pilato poder retirarlos porque era el Parasceve, la preparación de la Pascua. Ese sábado era la Pascua. Y Jesús la celebró un día antes, la noche del jueves al viernes.

Sea por lo que fuere, allí en el Cenáculo, Jesús quiso celebrar la Pascua con los Doce, y no es inverosímil pensar que en algún lugar adyacente estuviesen las santas mujeres que acompañaban al grupo de los apóstoles. Lo que pasa es que por designio de Dios y por imperativo de la historia y de la cultura de aquél tiempo, jugaban un papel secundario.

Y lo primero que hizo Jesús para sorpresa de los apóstoles, antes de empezar la cena, es quitarse el manto, quedarse con la túnica interior, ceñirse una toalla a la cintura, agarrar una palangana y una jarra, y ponerse a lavar los pies a los apóstoles, uno a uno, hasta que llega a Pedro, y Pedro le dice ‘Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?’ Y Jesús le dice: ‘Sí, sí, hay que cumplir toda justicia.’ Es lo que Dios quiere. Y Pedro tan listillo, le dice ‘¡no me lavarás a mí los pies jamás!’. Cuando nos ponemos burros le obligamos a nuestro Señor a apretar un poco el acelerador, porque si no, nos perjudicamos a nosotros mismos. ‘Pedro, ¡que si no te lavo los pies, no vas a tener que ver nada conmigo!’ ‘Entonces, si es para tener que ver contigo, ¡lávame los pies, las manos y la cabeza!’ Y Jesús le responde: ‘Uno que se ha bañado ya está limpio. Y vosotros estáis limpios por la palabra que yo os he predicado. Pero… tienes que lavarte los pies.’

Y eso, ¿por qué? Porque es inevitable que los que caminamos por los caminos de la vida, que son todos como aquellos caminos de aquella tierra santa, polvorientos, con piedras, con bastantes problemas, que al llegar a la casa y a la fiesta del Señor, es necesario que nos lavemos los pies. Por eso en cada celebración de la Eucaristía empezamos con la parte penitencial. El reconocimiento de nuestros pecados, el acto de contrición… Fijaos que aunque uno haya sido lavado por el Señor, por su Gracia, por el bautismo, por el sacramento de la Reconciliación, desde que te has confesado la última vez, hasta que entras en la Eucaristía, algo de polvo has cogido en los pies. Algo de pecado, algo de egoísmo. Por eso tenemos que empezar todas las celebraciones de la Eucaristía pidiendo perdón.

Pero es que es de sentido común. Yo me imagino a aquellos pastores de Belén, cuando advertidos por los ángeles, que se lo estaban pasando bomba, se van al Portal, y se encuentran con la Madre jovencita y a San José, y cuentan que los ángeles les han dicho… Y María les muestra el bebé. Y yo m imagino que si fuera cualquiera de esos pastores, y la mamá me acerca el niño para que lo coja, instintivamente lo primero que haría es restregarme las manos en la túnica. ¿Cómo voy a coger a ese niño con mis manotas supe sucias? Quizá no pudieron hacer otra cosa, pero eso podéis estar seguros de que lo hicieron. Para acercarnos a recibir a Jesús, al Jesús que fue niño, al Jesús que fue adulto que se ofreció en el Calvario, al Jesús que es nuestra salvación. ¡Qué menos que dejarnos lavar, limpiar por su Gracia! De ahí la primera parte de la Eucaristía, el acto de contrición. De ahí el disparate de decir. ‘No si ya llego a las lecturas’ ¡Mal empiezas! ¡Qué contaminada va a entrar esa Eucaristía en tu corazón!  El no tener esa delicadeza —no digo de no llegar a tiempo— sino llegar antes, para prepararme, para entonarme, para sintonizar. La Eucaristía en sí misma es siempre de valor infinito. Pero según la predisposición que uno lleve y la actitud de su corazón, puede contaminarla, puede envenenarla y puede hacerla totalmente estéril. Y no es por culpa del Señor, sino por culpa de quien la recibe.

Después de lavar los pies a los discípulos, Jesús se volvió a poner el manto y les dijo:

«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? 13 Vosotros me llamáis `el Maestro' y `el Señor', y decís bien, porque lo soy. 14 Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros.15 Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. (Jn 13)

Aquí hermanos, podemos introducir por un momento la temática de la mal llamada buena memoria, que en realidad tiene otro nombre: ‘el rencor’. Ese famoso ‘perdono pero no olvido’. Hay que pedirle al Espíritu Santo que nos ponga un drenaje en el corazón, para que vaya saliendo la porquería, que no se nos quede dentro.

La vida comunitaria, en la familia en cualquier comunidad cristiana, y no digamos ya en la vida social, está sembrada toda ella de choques, enfrentamientos, disgustos, de cosas en las que unas veces queriendo y otras veces sin querer, nos hacemos daño unos a otros. Si el Espíritu Santo no nos pone ese drenaje para que vaya saliendo el pus del corazón, no hay quien viva. No hay quien conviva. Hay tantos motivos de disgusto de unos con otros, y ese drenaje es el lavarse los pies unos a otros. Ponerte en el lugar del otro. Entender que Dios te conceda la gracia de ser compasivo, comprensivo con el otro. Terminado esto se reclinaron y Jesús empezó la cena pascual. Y la cena pascual empezaba con un cántico de acción de gracias a Dios, bendiciéndole, alabándole y bendiciendo la mesa, en el momento de partir el que presidía la mesa, el primer pan. Tortas de pan. Panes ácimos que Jesús parte, bendiciendo a Dios, y en ese momento es donde Él introduce la novedad: esto es mi cuerpo.

Y luego lo mismo con la última copa, la copa de bendición, de acción de gracias al final. Y entre medias de esos dos momentos del lavatorio de los pies, y de la parte que es propiamente la cena, una larga explicación por parte de Jesús de todo lo que había sido su vida, de lo que iba a hacer los próximos días, y de lo que iba a hacer en ese momento de la cena pascual. Una explicación tan larga, que si hiciésemos caso al evangelista Juan que lo cuenta, va del capítulo 12 hasta el capítulo 18. Obviamente cuando Juan escribió su evangelio, había meditado y recordado y saboreado y profundizado durante años y años de vida contemplativa de vida de oración, etc. Y había sido abundantemente iluminado por el Espíritu Santo para ir desgranando y explicitando lo que escuchó en esa cena. Pero esa parte de la larga explicación de Jesús, es la Liturgia de la Palabra de cada Eucaristía, donde leemos la Palabra de Dios y la desmenuzamos, la explicamos y eso es indispensable porque sin esa explicación, sin ese despliegue sin que Jesús nos revele el sentido de sus acciones posteriores, no entenderíamos nada. Por eso a la pregunta esa que a veces la gente hace: ‘no he llegado a Misa a las lecturas, pero sí he llegado al Credo. ¿Me vale la Misa?’ Para irte a la porra te vale. Absolutamente cero. No sé si valdrá para el cumplimiento legal de un mandato, pero para tu vida espiritual no te vale. Porque sin que Jesucristo nos revele, nos explique lo que está pasando, lo que Él está haciendo, el misterio de su vida y el de la tuya, la Eucaristía no sirve de nada entonces. Sin esa revelación de Jesucristo que se da en la Palabra, y la Liturgia de la Palabra de la Misa. Y ahí me diréis: ojalá todos fueran como el señor Jesús, a la hora de explicar las cosas, porque lo que es el cura de mi parroquia, suelta unas homilías que no hay quien las entienda, que son aburridas para morir… Pero mira, para los que aman a Dios —dice San Pablo— todo aprovecha para el bien. Si a pesar de todo no tienes alternativa mejor, pídele al Espíritu Santo que te ayude a discernir, y quédate con lo bueno y pídele misericordia a Dios, que este cura mete la pata, y yo también.

Pero es un tesoro que hay que aprovechar. Los creyentes vivimos del sacramento de la sagrada Eucaristía, pero para poder sacarle fruto, provecho a la Eucaristía, necesitamos de manera indispensable la Palabra, necesitamos que el Señor nos instruya, que nos de ideas, que nos revele el sentido de sus gestos y de sus acciones. La Palabra de Dios es la semilla que el sembrador echa en el campo, y que da fruto, según la disposición del campo, claro está. En algunos lugares rebota, o se la llevan los pájaros, porque no estaba uno para escuchar. Otras veces la Palabra a una tierra que en sí era buena, pero está tan sucia, con tantos cardos, espinas, abrojos, tantas pasiones, codicias, placeres, que la ahogan. Esa tierra podría haber dado fruto, pero toda esa porquería sofoca la Palabra.

Y finalmente puede caer en tierra buena, y entonces, da fruto. Y ya no importa si da 30, 69 o ciento por uno. No te compares con que parece que hemos escuchado las mismas cosas, hemos vivido las mismas experiencias pero que está persona parece que le produce más fruto que a mí. Parece que a él le da el ciento por uno y yo sólo doy el treinta por uno. ¡Qué más da! Alégrate del fruto que puedes dar. Si Jesús lo dice, que en unos casos  da 30 y en otros 60 y en otros el 100 por uno, de dónde has sacado que tú tienes que ser el del ciento por uno. Tú ocúpate de dar fruto, de acoger la Palabra. De dejar que el grano de trigo caiga a tierra y que muera pero acogerlo para que desde tu propia tierra  dé mucho fruto. Y esa es la parte segunda de la Misa, la de la Liturgia de la Palabra.

Y luego viene la tercera parte. Que es la más importante, pero que sin la segunda no funciona. Cuando repetimos los gestos y las palabras de Jesús con aquella misma intención, con aquél mismo sentido que Él les dio. Para bendecir a Dios, para darle gracias, para recordar la historia de la salvación. Para construir un futuro mejor, para alimentarnos. Para que podamos caminar como el profeta Elías cuarenta días a lo largo del desierto hasta llegar al monte de Dios, Para eso Jesús tomó pan, lo partió, y se lo dio diciendo: ‘tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, entregado por vosotros’. Fijaos: eligió pan. Bien mirado, para representarle a Él quizás otros elementos nos podrían parecer a nosotros más oportunos.

La belleza de un animal, o de unas flores. Un cachorro, un corderito. O qué se yo. No. Cogió pan, modesto pan, humilde pan. Hay que meditar acerca del pan. El pan es el alimento básico, por lo menos en la cultura mediterránea. Lo básico. Como aquel muchacho de un país del este, que recién llegado a España, fuimos a un supermercado, y viendo los lineales repletos de comida, el chaval se echó a llorar. Tenía 25 años. Y le preguntamos, ‘¿por qué lloras?’. Y contestó: ‘porque yo no pensaba que había tanta comida’. Otro día decía: ‘es que en mi país, comemos pan con cosas, y en España, coméis cosas con pan. Y cuando coméis muchas cosas, dejáis el pan.’ Me pareció tan lúcido, porque eso hacemos: ‘Uy, uy ¡cómo me estoy poniendo! Voy a ser bueno. ¡Voy a dejar de comer pan! Dice el refrán: ‘a buen hambre no hay pan duro’. Y es verdad. ¡Qué rico está el pan cuando tienes hambre! Y que tontos somos cuando lo apartamos, lo descartamos, porque ‘ya estoy atracado, empachado de tantas cosas’. El pan en su humildad, en su sencillez, nunca hace daño. Puedes comer todo lo necesario, que nunca tendrás una indigestión de pan. En cambio no es así con las otras cosas. Por eso eligió el pan. Pan para el caminante. Pan para el pobre. Pan que está rico cuando tienes hambre. Y que no gusta cuando estás empachado. Pensadlo, porque esta norma de la Iglesia del ayuno eucarístico, es muy sabia. Los que tenemos unos años, nos acordamos cuando había que hacer ayuno desde las 12 de la noche del día anterior. Aquello tenía cierto mérito. Lo que es ahora, la ley del ayuno eucarístico, una horita antes de comulgar… el que no pueda guardarla… Aunque no sea más que para caer en la cuenta: voy a comulgar. Y que merece la pena sacrificar algo para poder comulgar. Aunque no fuese nada más que para eso, ya es una norma sabia, bienhechora. Y vino. Tuvo la copa de vino, también al final, porque era del ritual de la Pascua. Pero uno se pregunta, ¿por qué eligió el vino? Eso está en la Biblia: ‘el vino alegra el corazón del hombre’. Porque Jesús no quiere que vayamos a palo seco. Quiere que caminemos con la alegría que el vino simboliza y representa y produce. El vino que es fiesta, que es brindis, celebración, gozo de compartir. Esos son los elementos elegidos por el Señor para que sean su cuerpo y su sangre.

Pero es que es más. Es el cuerpo entregado por vosotros. Y la sangre derramada por vosotros, para el perdón de los pecados. De manera que la Eucaristía, siendo comida de peregrinos que saben celebrar la vida, es también sacrificio. Y el Jesús que está allí es el que se entregó en el calvario hasta la muerte y muerte de cruz, Hasta la última gota de su sangre, hasta quedar irreconocible. La película de Mel Gibson será lo que se quiera, pero es muchísimo más verídica que otras cosas que se han dicho o muchas cosas que nos imaginamos y muchas imágenes que tenemos.

Cuerpo inmolado y sangre derramada hasta el final. Ese amor que le llevó a Jesús al sacrificio, es el que sigue teniendo en cada Misa. Y ese es al amor del que nos nutrimos. Y ese es el amor que nos redime, y ese es el amor que nos salva y nos libera. Ese es el sacrificio que Jesús ofreció: ‘Padre perdónales que no saben lo que hacen.’ Para obtener justamente nuestro perdón. Y eso es cada Misa, y eso es la Eucaristía.

Y la Eucaristía, es también esa presencia permanente: ‘yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo’, y encima, como propina, me quedo en el Sagrario. Para que puedas tener tu también tu momento de descanso, de desahogo, de coger fuerzas, de tratar en la intimidad.

La visita al Santísimo, el culto a la Eucaristía en la reserva en el Sagrario y el culto a la Eucaristía en la exposición mayor o menor, fue un descubrimiento relativamente tardío en la Iglesia latina, y sólo en la latina. Los ortodoxos, como tienen el Iconostasio, tienen la reserva pero no hay culto, porque está oculto. Y los protestantes, los pocos que tienen algo que pueda asemejarse a la sagrada Eucaristía, pues tampoco le dedican culto, salvo una rama súper-selecta de los anglicanos de la Alta Iglesia y los de Taizé. Que han descubierto que el Señor está ahí. Y hasta los anglicanos de Taizé dan culto al Señor en la Eucaristía, en la reserva. Pero ha sido un descubrimiento tardío en la Iglesia. El en siglo XIII empezaban y por eso empezaban las procesiones del Corpus, justamente en esa época. EL darse cuenta de que Dios está ahí. Y entonces es un descubrimiento que sin embargo es absolutamente genial. El Señor está aquí, esperándote. Y me trae para que yo pueda estar. Y cuanto avanza en la vida espiritual un cristiano que coge la bendita costumbre de hacer visita al Santísimo. Y cuanto se retrasa cuando no tira de ese cabo.

Pues ya está dicho lo que os quería decir. Y ahora lo mejor. No solo hemos hablado de la Eucaristía, la hemos contemplado, sino que vamos a celebrarla y a disfrutarla. Como decía Tomás de Aquino: ‘si todos los demás sacramentos comunican la Gracia de Cristo, el de la Eucaristía comunica a Cristo, el Señor de la Gracia’.



[1] 26. A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes estén íntimamente unidas, tanto entre sí, como con su excelsa Cabeza, estando como está todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros: en los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras y según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor grado de perfección espiritual de que gozan. El, con su celestial hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico. El, aunque se halle presente por sí mismo en todos los miembros y en ellos obre con su divino influjo, se sirve del ministerio de los superiores para actuar en los inferiores. El, finalmente, mientras engendra cada día nuevos miembros a la Iglesia con la acción de su gracia, rehusa habitar con la gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Presencia y operación del Espíritu de Cristo, que significó breve y concisamente Nuestro sapientísimo Predecesor León XIII, de i. m., en su encíclica Divinum illud, con estas palabras: Baste saber que mientras Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma106.

Pero si consideramos esta virtud y fuerza vital, con la que toda la comunidad cristiana es sustentada por su Fundador, no ya en sí misma, sino en los efectos creados que de ella nacen, veremos que consiste en los dones celestiales que nuestro Redentor concede a la Iglesia juntamente con su Espíritu y produce a una con este mismo dador de la luz sobrenatural y autor de la santidad. Así que la Iglesia, lo mismo que todos sus santos miembros, pueden hacer suya esta sublime frase del Apóstol: Y yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí107. (Mystici Corporis 26)