Recés 2011

 

Tiana, 1-3 Abril 2011

El sacerdocio de Jesús

 

Predicador: Mn. Joan B. Martínez Porcell

 

 

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Contenido

1ª Meditación. Introducción. 2

2ª Meditación. Tres encuentros. 8

3ª Meditación. Entrar en el corazón de Dios. 17

4ª Meditación. La Oración sacerdotal de Jesús. 23

5ª Meditación. Creo en la Iglesia. 30

6ª Meditación. El trabajo del Espíritu Santo. 37

 

 

Abreviaturas:

LG: Lumen Gentium. Concilio Vaticano II.
Catecismo: Catecismo de la Iglesia Católica.

 

Formatos de letra utilizados.

Fragmentos de la Sagrada Escritura en Georgia y color verde. Citas de otras obras en tipo en Georgia y color azul.

El resto está en tipo Arial.

1ª Meditación. Introducción.

Hablaremos del sacerdocio de Cristo. De la mediación de Cristo, Sumo sacerdote. Irá saliendo a lo largo de todas las meditaciones.

Nos retiramos al desierto con Jesucristo, respondemos a esa llamada, al Éxodo, a salir. Y es que Dios pide a su pueblo, desde el primer momento a salir de su situación de esclavitud. A salir de Egipto, recorriendo un largo camino por el desierto. En el cual Él se irá manifestando, e irá estableciendo el pacto, la alianza; se irá revelando. Así que esa salida, ese Éxodo, es algo que luego lo vivirá también Cristo, la Iglesia, y nosotros. Él le promete la Tierra Prometida y la libertad. Pero la libertad exige la salida. Y por lo tanto el abandono total del sitio que se ocupa, de las relaciones que se tienen, de todo lo que se posee. Por eso se resistían tanto a salir. De hecho, Moisés tuvo dificultades con el pueblo porque en más de un momento recordarán aquello que dejaron atrás.

Una larga marcha por el desierto y un progresivo conocimiento de Dios y de la propia limitación. Son como dos grandes realidades que también encontrará Jesús, y que también encontramos nosotros. Un conocimiento progresivo de quién es Dios, del rostro misericordioso del Señor. De las maravillas de Dios. Ahí empezó esa expresión maravilla Dei, que luego cantarán los salmos al cabo de unos siglos.

«El Señor ha estado grande con ellos».
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres. (Sal 125).

Ese Dios prodigioso, que avanzaba con nosotros de noche en la columna de fuego y habitaba en un Tabernáculo. Pero recuerdan también su propia limitación: la necesidad de agua, de alimento, el volver la vista atrás, el ataque de las serpientes, la persecución del Faraón,

Así, con un corazón purificado, el pueblo penetra en la tierra de la Promesa y busca la libertad. Dios se hace presente siempre en la derrota y en el exilio. El sentido del desierto es también manifestación de la proximidad salvífica del Señor.

Es verdad que el desierto es más que un lugar geográfico, Cuando pensamos en el desierto es una tierra que Dios no ha bendecido. En el desierto la vida es imposible. La vegetación raquítica, Los peligros muchos. Carlos de Foucauld dice que en el desierto no hay más remedio que encontrarse con Dios y con el Diablo, porque no hay nadie más.

Es un lugar difícil. Es una tierra maldita. Pero hay otra mirada al desierto, que es la que propone Dios haciendo pasar a su pueblo a través de esa tierra de espanto, y es que en ese sitio aislado, terrible, es también el lugar del nacimiento del Pueblo de Dios. Es el sitio donde Dios te habla al corazón. Es el lugar donde el encuentro con él es más genuino. Donde están esas dos grandes realidades: la voluntad de Dios y la infidelidad del pueblo. Dios deja morir en el desierto a muchos que luego no vieron la Tierra prometida. Pero no los abandona del todo. En ese camino, Dios hace dos cosas: una, invita a la conversión —es un tiempo maravilloso de solicitud paternal de Dios—, el pueblo no va a morir, sino que simplemente es puesto a prueba, y Dios le mantiene, —el maná será un regalo constante—, el recuerdo de la desobediencia es también una llamada a la conversión y a la confianza en Dios. Así, —recordamos la profecía de Oseas— el desierto aunque es un lugar maldito, no es un lugar de castigo. Es donde luce más la misericordia divina: para que la esposa, Israel, vuelva a ser fiel, Dios la conduce al desierto y le habla al corazón.

16 Por eso voy a seducirla; voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón. (Os 2, 16).

Recuerda el tiempo del amor joven:

17 Allí le daré sus viñas, convertiré el valle de Acor en puerta de esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que subía del país de Egipto. (Cont.).

Quiere volver a enamorar a Israel, al Pueblo elegido. Y así vuelve al tiempo de la Alianza, porque Dios es un Dios fiel. (cfr. Os 11, Is 40).

Son constantes las referencias que encontramos en este éxodo como modelo de libertad espiritual.

En este clima de reflexión vemos la predicación de Jesús. También el desierto es el éxodo de Cristo.

Leíamos hace unas semanas en el evangelio dominical de este tiempo cuaresmal (cfr. Mt 4) y ahí vemos cómo Jesús sale al desierto a encontrar la voluntad del Padre y el Maligno. Se enfrenta con el Mal, consciente. Deliberadamente En tres tentaciones que son como muy típicas que son paradigmáticas de nuestra lucha contra las cosas, contra el mundo, contra la vanidad y sobre todo contra la soberbia. Vence la tentación y nos abre el camino de ese nuevo Éxodo que es la Pascua. Y empieza a partir de entonces el ministerio público. También Jesús busca el desierto, ese salir fuera, este éxodo. Y también la Iglesia en la vida de la comunidad cristiana, en la historia, imita a Jesús en la Cuaresma. A este retiro venimos a compartir con Jesús estos días de desierto, de oración. De mayor intensidad. De buscar el rostro de Dios. Y también encontrarnos con nuestras tentaciones. Y a descubrir cuáles son. De mirar a los ojos el mal y el pecado. De no escondernos tampoco de esa realidad  tenebrosa que a veces puede ser nosotros mismos, nuestro propio interior. Imitando a Cristo, el cristiano  vive esta existencia como éxodo. El éxodo entonces es una realidad permanente porque es memoria y es promesa. Realidad del pueblo de Israel, de Jesús, y también nuestra. Dios nos lleva a Egipto y nos saca de nosotros mismos, de nuestras cosas, de nuestras comodidades, de nuestra rutina, de nuestros desamores, y nos habla al corazón. Y nos hace mirar el mal, nuestro mal y el mal del mundo y el mal de los otros. Y eso es bueno, nos hace mucho bien. También cada uno de nosotros estamos aquí por este motivo. Para que esa mirada al desierto sea el descubrimiento de las maravillas de Dios. Hay también en los Padres griegos, una expresión muy bonita y es que Cristo es nuestro desierto. No solamente que salimos al desierto a encontrar al Señor, sino que Él es nuestro desierto. Preferimos encontrarnos con Él, porque en Él la confianza de recuperar el amor de Dios se hace evidente. Cristo es nuestro desierto. Jesús se nos presenta como aquél en quien se cumple todo eso que hemos ido acumulando a lo largo de estos siglos. Él es en el desierto el agua viva. Él será también el pan del cielo. En muchas expresiones Jesús irá recurriendo a momentos del Éxodo. Él es el Camino. Cuando perdían el camino, recordemos que Moisés no entró en la Tierra prometida. La Luz en la oscuridad. Él incluso se llega a comparar con el estandarte aquél (cfr. Nm 21) que al mirarlo, uno quedaba curado de las picaduras de las serpientes. Así será elevado el Hijo de Dios (Cfr. Jn 3).

Así que es una constante que la Iglesia nos anime a vivir ese tiempo de oración y de conversión más intensas para que veamos ya desde ahora nuestro encuentro como un encuentro personal con Cristo.  Cristo, tú que eres la Luz, que eres el Agua, que eres el Camino. En Él superamos la prueba y en Él tenemos la fuerza para vivir la perfecta comunión con el Padre.

Jesús multiplicó los panes también en el desierto, para mostrar que había inaugurado una nueva forma de caminar hacia Dios. Y Pablo nos recuerda en alguna de sus cartas que el Bautismo es también participar del camino del Éxodo. Así que el valor de nuestro salir al encuentro de Cristo significa también no solamente encontrarnos con Él en el espacio, sino que en nuestro tiempo de oración es encuentro personal con Jesús.

Un seguimiento, el de Jesús, que hemos de revisar a la luz de la Fe y de la Palabra de Dios. En cosas concretas que puedan hacerlo más ágil, más dinámico.

¿Cuáles son las señales del seguimiento de Cristo?

Algunas que podemos revisar.

Una señal, es la seducción. Los discípulos tendrán como muy presente el momento en que fueron llamados. Todos. Pedro, Juan, y todos dejaron todo y lo siguieron al instante. Y recuerdan incluso la hora. San Juan recuerda que es mediodía. El momento en que se encontraron con Jesús, fue un momento único, que cambió sus vidas. Todos ellos tienen esa experiencia de saberse seducidos por el Señor. Pues podemos preguntarnos si vivimos aún con aquél amor primero, aquella generosidad que brotaba espontánea del momento de nuestra propia conversión. O en el inicio de la vivencia de nuestra Fe cristiana. Esa seducción, esa llamada al seguimiento, también tiene un segundo momento, y es que llega a una profunda intimidad. Juan nos recuerda (Cfr. Jn 21) no sólo que fueron llamados, sino que fueron llamados para estar con Jesús. Jesús los llamó no solo para enviarlos, sino para que estuvieran con Él. De modo que Jesús se constituye en el centro de esa misma llamada. Sin intimidad con el Señor, no hay seguimiento. Sin ese conocimiento personal, interno, del Señor, es muy difícil la misión. No solamente que les atraía o nos atrae el mensaje del Evangelio, sino que quien nos atrae es el Señor. Volvernos a centrar en Él, es sumamente importante. Todos nosotros tenemos caracteres distintos, como los apóstoles tenían caracteres distintos. Pero cada uno supo siempre referenciar en su experiencia el encuentro con Jesús y la seducción de su persona. Decía Romano Guardini que el centro del cristianismo es Cristo. (La esencia del Cristianismo. Romano Guardini.) El cristianismo no es una doctrina. No es solo una doctrina. No son unos mandamientos, no solo unos mandamientos, Es Cristo. Que tiene una doctrina y unos mandamientos. Pero sin el encuentro con Cristo, toda la fe cristiana se vuelve imposible de vivir. Y además contraria a la voluntad de Dios. Para que haya esa profunda intimidad con Jesús, es importante la confianza.

24 La barca se hallaba ya distante de la tierra muchos estadios, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario. 25 Y a la cuarta vigilia de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar. 26 Los discípulos, viéndole caminar sobre el mar, se turbaron y decían: «Es un fantasma», y de miedo se pusieron a gritar. 27 Pero al instante les habló Jesús diciendo: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis.» 28 Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas.» 29 «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. 30 Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!» 31 Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?» 32 Subieron a la barca y amainó el viento.33 Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: «Verdaderamente eres Hijo de Dios.» (Mt 14)

Aquí Mateo nos habla de ese domesticar nuestra desconfianza innata a entregarnos a aquél que no conocemos. De modo que no solamente la seducción, la intimidad con Jesús, sino también la confianza.

Y poco a poco los discípulos van asimilando los valores del Reino. Esa es otra cosa que podríamos revisar: cómo andamos en relación a los valores de Jesús. Por ejemplo releer las Bienaventuranzas que es el núcleo del Evangelio. No es solamente un movimiento afectivo lo que sienten, un intentar ser seducidos por Jesús. Sino que a lo largo de su vida van asimilando los valores de Jesús. Con un amor no solamente afectivo sino efectivo. De obras.

Jesús ya después del primer año les va revelando el camino de la Pasión, pero no desde el principio. Lo empieza a hacer desde el Tabor, del segundo año de peregrinación en la Pascua. Y mucho más en el tercero. Entre las cosas que les revela, la que tarda un poco en manifestarse es que el camino que elige es el camino de la Cruz. El camino del Siervo de Yahvé. Porque sabía que eso sería difícil de asimilar. Y la verdad es que nos es difícil de asimilar. Entonces y ahora. El les va llevando poco a poco a asimilar que el camino de la obediencia al Padre, será el camino de la Cruz. Será el camino menos esperado. El más despreciado. El Varón de Dolores.  El Siervo de Yahvé. De hecho, la aceptación del destino de Jesús fue también pieza clave.

Así que nosotros como seguidores de Jesús, el maestro, al salir al desierto, al dejarnos llevar por esa llamada ante Dios, a volver al amor primero, y a ese seguimiento cercano del Señor, nos encontramos con muchas claves, la intimidad con Él, la oración, la confianza. A veces puede haber oraciones desconfiadas. Nos escondemos de Dios. Adán y Eva ya nos dieron ejemplo de esto. Dios les tiene que buscar. No siempre la transparencia reina en nuestra oración. Y la intensidad y la calidad de la oración se miden por esa actitud, por la actitud filial. Jesús dijo: «cuando oréis, cerrad la puerta, que vuestro padre que ve lo escondido,…» Esa actitud de transparencia de no escondernos de Dios es importante renovarla. Así como la aceptación del destino de Jesús que estos días durante el Triduo viviremos intensamente. Jesús lleva a sus discípulos y a Él mismo, en cumplimiento de la voluntad del Padre a momentos difíciles. En donde habrá contradicción, injusticia, traición, soledad, Podemos pensar también si nuestro seguimiento de Jesús a veces tiene que ser más esforzado porque tenemos miedo, miedo al fracaso. A quedarnos solos. A aceptar la cruz. Las cruces que cada uno tiene, que la vida conlleva. Que no podremos nunca dejar de llevar.

Y una última actitud que Jesús busca en sus seguidores, es la entrega. Les llamó para estar con Él y para enviarlos a predicar. Y también en esto les irá formando: «id de dos en dos», «no llevéis ni alforja ni bastón ni sandalias de repuesto», educando en un estilo ágil, sobrio, casi me atrevería a decir elegante, pero a la vez efectivo, de lo sencillo que es. Les pedirá una renuncia voluntaria a su familia, Dejar padre, madre, hermanos, casa.

Los frutos de este seguimiento se verán enseguida y nosotros podremos revisarlos.

Uno será la unidad interior. Ojalá que crezcamos en ello. La relación con Jesús, en este salir al desierto y encontrarnos con Él, la revitalización de nuestra relación con Jesús en la oración, en la intimidad con Él, hace que vayamos encontrando la unidad interior. Es decir, aquello que unifica, regula y une cosas aparentemente dispares o distintas. El amor a la familia, proyectos personales, trabajo, salud, dinero… Nuestra vida está compuesta poliédricamente de muchas cosas.

Todas ellas se van a ir uniendo en la medida que el centro lo ocupe el Señor. La unidad interior es fruto del encuentro con Jesús. Algo parecido a lo que le ocurre a un enamorado o enamorada. Que todo lo que tenía, todo lo que es, sin dejarlo, toma una única dirección: la de aquella persona que le ha robado el corazón. Todo se mueve a través y alrededor de él.

La unidad interior que nos da y nos lleva paz, serenidad y alegría.

Otro signo del encuentro, y del seguimiento de Jesús, será también la alegría.

La alegría, que no es un estado de ánimo, sino sobre todo es una virtud. Es el gozo en el espíritu. Encontrar a Jesús, volver a salir al desierto, dejar que te hable al corazón, recordar el amor primero, volver a reconocerle. Eso nos da una alegría intensa que solo Dios nos puede dar, como nos recordará el Jueves Santo, y en el diálogo con la Samaritana. Le dirá que esta alegría es una fuente de agua que brota hasta la vida eterna.

Lo contrario de la alegría no es el sufrimiento, es la tristeza. Podemos vivir la alegría y el gozo en el espíritu, y eso es compatible con el dolor y con la entrega. Con lo que no es compatible es con la tristeza. Porque la alegría no depende ni del temperamento ni del éxito. Sino que es la alegría de sentirnos llamados por Jesús. Y de encontrarnos con Él.

Jesús pide a los apóstoles una condición: la libertad. No cualquier libertad. Les pedirá ser libres del todo. Libertad de los propios bienes: eso que san Pablo resumirá luego con el «tened como si no tuviereis» (Cfr. 1Co 7).

Ese «como si no» es sin poner el corazón. Sin poner del todo el corazón en ello. La libertad de los propios bienes que hoy está tan amenazada. Amenazada en el pueblo cristiano, porque las comodidades y una cierta vida de confort y de comodidad nos puede hacer insensibles, y a veces nos lleva a obsesiones y a manías. Averiguar lo que nos tiene atados, decírselo al Señor. San Juan de la Cruz dice que me da igual que te ate una cadena de hierro que un hilito de oro. Porque eso te impide volar. ¿Qué me ata la generosidad para encontrarme otra vez con la alegría de la conversión?

Revisar nuestro tren de vida, en una palabra. También nos pide libertad ante las situaciones de nuestra vida. Los discípulos de Jesús tenían situaciones diversas. San Pedro su suegra enferma, el joven rico era muy rico, estaba instalado, no estaba disponible. Meditar sobre situaciones de nuestra vida que podemos resolver sin Jesús, o que hemos resuelto sin Él. A lo mejor hemos decidido lo que nos ha parecido más prudente, pero sin preguntarnos a lo mejor si esto era lo que Dios quería.

Y sobre todo, libertad ante uno mismo.

41 Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan.42 Jesús, llamándoles, les dice: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. 43 Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, 44 y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, 45 que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.» (Mc 10).

Ante las propias aspiraciones. Ese será el precio de optar por Jesús definitivamente. Es importante ahora revisarlo a la luz de ese encuentro con Jesús.

Este seguimiento de Jesús nos lleva a ser seguidores de Él hasta la cruz. En Semana Santa veremos sobre todo cómo el seguimiento de sus discípulos que van formándose con Él, empiezan a encontrar obstáculos en la Cruz. ¿Qué es lo que hace sufrir a Jesús? Si le contemplamos en el Jueves y Viernes Santo, vemos que le hacen sufrir cosas que ojalá nos hagan sufrir a nosotros también.

Los motivos del sufrimiento de Jesús son:

La gente. La ve como ovejas sin pastor, sufre por ellos, llora ante Jerusalén: «tantas veces que he querido arroparte como la gallina  a sus polluelos, y no te has dejado…» Le sabe mal. Está triste porque la gente, el pueblo, se le escapa.

La dureza de corazón de los que esperaba más:

Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano.» Él la extendió y quedó restablecida su mano. En cuanto salieron los fariseos, se confabularon con los herodianos contra él para ver cómo eliminarle. (Mc 3,5).

La dureza de corazón sobre todo del grupo de los fariseos que les ve empecinados, cada vez más en su muerte. Jesús se sorprende de que sean tan ciegos. Y se lo dice. Su sorpresa de que confundan su Reino con intenciones políticas. De que le acusen de soliviantar al pueblo,

El rechazo a su persona.

El rechazo a su persona y a su conducta por aquellos que podríamos considerar «justos».

45 Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él. 46 Pero algunos de ellos fueron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.47 Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron consejo y decían: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. 48 Si le dejamos que siga así, todos creerán en él y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación.» 49 Pero uno de ellos, Caifás, que era el sumo sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, 50 ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación.» 51 Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación 52 —y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. (Jn 11).

También puede ser una fuente de sufrimiento para nosotros. Cuando vemos que somos menos, o que nuestras comunidades tienen menos vitalidad, o que la TV habla mal de la Iglesia, o somos mal interpretados, eso va calando, va haciendo costra en el núcleo duro de los laicos de nuestra Iglesia querida. El rechazo a la persona, a la conducta y al mensaje de Jesús por parte de aquellos que deberían seguirlo, también fue y es una fuente de sufrimiento actual de Jesús.

El abandono de los suyos.

66 Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él. (Jn 6).

Y en Getsemaní, cuando les dice «¿y no habéis podido estar una hora conmigo?» . Les echa a faltar, y les busca. Jesús muere prácticamente solo.

Y finalmente, y eso es misterioso, el abandono de su Padre.

34 A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?», —que quiere decir— «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15).

Siente que el Padre le abandona. Algunos dirán que está repitiendo un salmo, pero está repitiendo justamente éste y no otro. Y elige esas palabras, porque se siente abandonado, porque Dios le ha hecho pecado. No es que hace ver que… no. Es que realmente siendo hijo de Dios e inocente, lleva le pecado. Calla como cordero llevado al matadero y dice: tengo una tristeza que me puede matar. Eso dirá en Getsemaní cuando ve lo que le viene encima. Ese es también una fuente de sufrimiento.

En ese seguimiento de Jesús en el que la intimidad, la oración, la confianza es importante, que buscamos y agradecemos porque como en un nuevo éxodo nos lleva al desierto para encontrarse con nosotros. Y eso es un don de Dios al cual queremos responder. También la cruz ocupa un lugar en el corazón de Jesús y debe ocupar uno en el nuestro. No podemos seguir a Jesús sin seguir al Crucificado.

El rostro de Dios se hace impotente en la Cruz. Dios acepta ser derrotado. Será escándalo para judíos y romanos. Así que ese instrumento de tortura se volverá para nosotros signo de salvación.

La actitud interna con la que Jesús va a la Cruz, es una actitud que no decae. La mantiene y la sigue manteniendo hoy. La actitud de su entrega es la que mantiene hoy como Eterno Sacerdote. Y esa actitud es la que inspira la liturgia y desde la liturgia la que conectamos con esa actitud de Jesús, sentado intercediendo por nosotros. Y eso fecunda mucho también nuestro día a día, porque hace actual, no solamente histórico, el seguimiento de Jesús. No solamente miramos hacia atrás, lo que dijo, lo que hizo, sino que ahora está con esa actitud.

Ahora está sufriendo e intercediendo por aquellos que ama. Ahora está dando su vida, como en la Eucaristía, siempre está en esa actitud de darse.

Ojalá que nuestra experiencia de oración de estos días podamos recibir y aumentar la confianza en ese Jesús que va camino de la Cruz, que quiere formarnos en ese camino, y que quiere demostrarnos que en esa entrega con nosotros al Padre, inaugura una Nueva Alianza de la que aún vivimos. Inaugura un nuevo Reino en el que ya formamos parte. Y también inaugura un nuevo modo de amar que los discípulos al principio no entendieron y que después de Pascua y con al ayuda del Espíritu Santo supieron reconocer. Inaugura el tiempo de la Iglesia. Que el Señor nos acompañe en ese retiro que hoy empezamos y lo encomendamos a nuestra madre María que también al pie de la Cruz nos ayude para vivir intensamente al final de la Cuaresma el Triduo Santo y saque de nosotros la mayor generosidad en este seguimiento de Jesús.

2ª Meditación. Tres encuentros.

Recordaremos esos tres episodios que la Iglesia nos propone en estos tres domingos de Cuaresma, en el tercero, cuarto y quinto: el encuentro de Jesús con la Samaritana. El encuentro de Jesús con el ciego de nacimiento y luego la resurrección de Lázaro.

Los Padres han visto en estos tres encuentros los tres pasos del Bautismo:

Conversión del corazón (metanoia).

Iluminación. El Bautismo no es solo cambio en nuestra vida, sino simplemente ver claro. Como el ciego vio. Ver un horizonte nuevo, descubrir en nuestra vida una providencia de Dios, un camino que nos surge, o un don que el Señor nos quiere dar.

Y sobre todo tiene la dimensión —Lázaro— de nueva vida. La vida plena que comenta BXVI en su libro sobre Jesús de Nazaret: (2ª parte).

Esos tres momentos que también corresponden a tres situaciones nos pueden ir ayudando a meditar el discurso de despedida de Jesús, la Oración Sacerdotal, que creo que es el corazón donde se encuentra toda esa dimensión de Jesús Sumo y Eterno Sacerdote, Pontífice. Que revitaliza no solamente nuestro bautismo sino también nuestra eclesialidad. Bautismo y Eucaristía están muy unidos.

Vamos a repasar primero el encuentro con la Samaritana.

Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan -aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos-, abandonó Judea y volvió a Galilea. Tenía que pasar por Samaría.

No busca enfrentarse a los fariseos. Tampoco huye. Tiene una actitud muy libre. No busca enfrentarse, pero si puede defender la verdad, tampoco marcha con facilidad. Al menos en el tercer año de vida pública.

Llega, pues, a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo.

Parece como que no le va lo que ocurre a su alrededor. De hecho los discípulos luego se quejarán de esa actitud.

Era alrededor de la hora sexta.Llega una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dice: «Dame de beber.» Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida.

La situación es entre extraña y comprometida. No era habitual hablar con una mujer en ese entorno, y menos siendo un maestro o un líder religioso como supongo que los samaritanos tratarían entonces a Jesús. Y menos samaritana, porque entonces judíos y samaritanos no se hablaban.

Le dice la mujer samaritana: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.)

Primero pregunta ella. Ahí se cogerá Jesús. Se cogerá en el anhelo de la Samaritana. No es él el que establece conversación. Jesús se ponía a tiro, pero lo que quería es que uno mismo llegara por su propio pie hasta la verdad, y no robaba la alegría que hay en descubrirla, sino que deja que nazca y Él simplemente la conduce.

10 Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.»

Es típico de Jesús ese establecer el diálogo indirectamente y sobre todo el intuir uno delante de Él que lo que Jesús quiere es un conocimiento interno nuestro. Es algo que debemos pedir: ese don porque no es desde fuera que Jesús quiere actuar, sino desde dentro mismo de nuestro corazón. De hecho Él es quien conoce realmente el peso y el volumen y el relieve de nuestras decisiones, de nuestros sentimientos, de nuestros progresos y a veces de nuestros retrocesos, pecados. El testigo mudo de nuestro interior. Aquél que al cabo de una vida conoce realmente quién eres, es Él.

«Si conocieras el don de Dios.» Se acerca un poco más.

11 Le dice la mujer: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo;  ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva?

Es una expresión preciosa pero sorprendente: agua viva. Y ahora llega un momento en que la Samaritana intuye que está ante una persona que le puede conocer, y eso le agrada y le incomoda a la vez. Así que andará luchando entre si se deja conocer o pone una puerta blindada, con candado para que aquél profeta no conozca su corazón. Y empieza el diálogo a dar curvas. Como curvas sin sentido:

 12 ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?» 13 Jesús le respondió: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; 14 pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que salta  hasta la vida eterna.»

Le está hablando de otro tipo de agua, de otro tipo de sed. Estamos ante el encuentro de Jesús en la persona de la Samaritana que se mueve en la rutina de su vida. En lo cotidiano: iría a buscar agua cada día. Su horizonte vital es estrecho, pequeño, limitado. Y ese profeta le empieza a hablar de un agua viva que empieza en su interior, o sea, de dentro a fuera. No de fuera a dentro como habitualmente nos ocurre en las cosas, y que salta hasta la vida eterna. Y la mujer es sincera.

15 Le dice la mujer: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla.»

Empieza a creer, empieza a intuir —eso es lo que le agrada de Jesús— un tipo de sed que no tenga que volver a venir, que no tenga que volver a repetir. Eso son nuestras «sedes». ¿Cuántos hombres y mujeres salen de Barcelona ahora en el fin de semana, huyendo del trabajo, de la rutina, para volver a repetir la semana que viene el mismo viaje de ida y vuelta? ¿Qué vamos buscando cuando salimos de nosotros, cuando huimos de nosotros? ¡Si nos llevamos con nosotros siempre! Todo el secreto es interior, y Jesús sabe decirle a la Samaritana: «mira eso que andas necesitando» está en tu sed, y yo te hablo de un agua que sale de ti hasta la vida eterna.

16 Él le dice: «Vete, llama a tu marido y vuelve acá.»

Ahora la Samaritana piensa que ese sí conoce, sí.

17 Respondió la mujer: «No tengo marido.» Jesús le dice: «Bien has dicho que no tienes marido, 18 porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad.»

Eso ya no le gusta tanto, porque ahora se ve taladrada por la mirada de Jesús. Sabe perfectamente que si Él va despacio en el diálogo es para respetar su libertad y que ella vaya andando hacia el agua viva. Pero que eso tendrá un precio, necesitará una colaboración. Y esa es la sinceridad. La felicita por esa sinceridad. Y hace otra curva:

19 Le dice la mujer: «Señor, veo que eres un profeta.

Y vuelve a hacer otra curva:

20 Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.» 21 Jesús le dice: «Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre.

Como diciendo ‘No m’atabalis’. No me des vueltas alrededor de una cuestión poco importante porque lo que quiere Jesús es la Samaritana, no el lugar de adorar al Padre. En cualquier caso añade esa reflexión:

22 Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. 23 Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren.

24 Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.»

Ahora la mujer da un paso más y le llama Mesías:

25 Le dice la mujer: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo desvelará todo.» 26 Jesús le dice: «Yo soy, el que está hablando contigo.»

La mujer deja su cántaro, va a la ciudad y dice: venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho:

27 En esto llegaron sus discípulos y se sorprendían de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: «¿Qué quieres?» o «¿Qué hablas con ella?» 28 La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: 29 «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?»

Eso es lo que le roba el corazón a la Samaritana. De hecho a los dos días los habitantes del pueblo creerán —dice el Evangelio— por ellos mismos, no por el testimonio de la Samaritana. Pero la primera que anuncia que cerca del pozo hay uno que es profeta, que ¿no será el Cristo? es ella.

30 Salieron de la ciudad e iban hacia él.

31 Entretanto, los discípulos le insistían diciendo: «Rabbí, come.» 32 Pero él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis.» 33 Los discípulos se decían unos a otros: «¿Le habrá traído alguien de comer?» 34 Les dice Jesús: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra. 35 ¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, yo os digo: Alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega. Ya 36 el segador recibe el salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra igual que el segador. 37 Porque en esto resulta verdadero el refrán de que uno es el sembrador y otro el segador: 38 yo os he enviado a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os aprovecháis de su fatiga.»

39 Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por las palabras de la mujer que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que he hecho.» 40 Cuando llegaron a él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. 41 Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, 42 y decían a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo.»

Ese encuentro es el encuentro de Jesús con nosotros cuando pide la conversión de nuestro corazón. Bueno no nos pide, sino que nos da. Dios no nos pide cosas. Nos ofrece el don de un agua que sana nuestro corazón y que salta hasta la vida eterna y que impide que vayamos detrás de tantas y tantas cosas que no sacian nuestra sed. Hace renacer en nosotros esa secreta esperanza de vida. Nos pide la sinceridad pero nos da el consuelo de un conocimiento interno. De situarnos como decíamos ayer no solamente en la confianza ante el Señor sino también en la transparencia ante el Señor. Para que no haya recovecos en nuestro corazón, sombras, vueltas, que si judíos y samaritanos que si en la montaña o en Jerusalén. Vamos retrasando ese encuentro frontal de aquél que nos conoce por dentro. Nos asusta un poco. Pero cuando llega, nos sentimos muy bien. Nos da una paz y una alegría que cuando lo hemos probado una vez, nunca más lo olvidamos. ¡Qué bien sabemos la verdad de Jesús cuando dice: «la paz os dejo, la paz os doy»! No es la paz del mundo, es otra paz, la que viene de Él. Un diálogo que hace renacer en nosotros no solamente la esperanza, sino también la exigencia de no retrasar la conversión.

Con la Samaritana, también nosotros estamos en esta situación habitual, a veces de monotonía, de rutina, por el paso del tiempo, no por malicia. Revisar nuestras rutinas puede irnos bien también. Para que no nos acostumbremos a la mirada de Jesús. Para que no la demos por supuesta. Para que nos admiremos cada vez que nos mira con esa mirada y cerca del pozo intercambia ese diálogo de vida que nos insinúa un modo distinto de entender todas las cosas. La nueva perspectiva. La capacidad de poner amor en nuestro trabajo, en nuestras relaciones familiares, de poner paz en nuestra cruz, en nuestras dificultades.

La humanidad es también la Samaritana cuando manifiesta de muchos modos esta sensación de ser, de felicidad. Fueron también los síntomas del Hijo Pródigo. El primer síntoma de vuelta, de conversión, fue la insatisfacción: «yo aquí, lejos de casa, sin tener que comer…». Lo primero que siente es hambre. Y luego nostalgia. Nostalgia no de comida, sino de la dignidad perdida. «yo en casa era hijo,…». Los síntomas que hacen que aquél muchacho rehaga el camino e invente un discursito que nunca podrá decir: «Padre he pecado contra el cielo y contra ti,…». Volviéndose a casa, repitiéndose: «¿Cómo lo diré?, ¿Qué cara me pondrá? ¿Dónde estará?». Nos imaginamos la escena y de hecho es que el Padre ni le escucha. Sólo le deja empezar: «Padre he pecado contra el cielo…», «Vamos a hacer fiesta» le dice el padre. Pero el discurso lo memoriza el muchacho en base a estos síntomas: la insatisfacción, la nostalgia de la dignidad perdida, el deseo de recuperar el saberse hijo de aquél buen padre. Eso le ocurre también a la Samaritana. La satisfacción, la paz interior que le da el reconocer que su vida no ha sido lo que seguramente debería ser. No es en otro sitio donde Jesús pone esa fuente. Es en su corazón. «De tu corazón nacerá un manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna». La felicidad de Jesús viene del interior hacia el exterior. Se contagia en esa dirección, no al revés. Cuando buscamos muchas cosas fuera, —cosas, personas, relaciones, apegos— disimulamos la sed que hay en nuestro interior.

No hay que cambiar de lugar, ni cambiar de matrimonio, ni de trabajo. Lo digo por la mística ojalatera: «ojalá me hubieran cogido en otra empresa», «ojalá que no hubiera ido a tal ciudad», «ojalá que hubiera estudiado otra carrera». En parte es lógico. Cuando echamos la vista hacia atrás, siempre hay esa trampa: «todo podría haber sido distinto si no hubiera ocurrido no sé qué». Pero eso va añadiendo costra a nuestro corazón y sobre todos, esa mística ojalatera que es muy irreal, nos hace soñar, pero no nos hace amar. La Samaritana empieza a amar cuando se siente conocida en su situación real. De pecado, es este caso, pero también de sinceridad. Y de búsqueda de Jesús. No rechaza el diálogo. Lo mantiene. Aun con curvas. Pero se deja atrapar por Jesús. Y eso la convierte. Más allá del pecado, hay salvación. Más fuerte que el pecado es la gracia. Dudar de eso es pecar contra la esperanza. Dios es más fuerte que nuestro pecado. Por grande que sea. Dios es más fuerte que una situación de dolor, o de desidia, o de despiste que podamos atravesar en nuestra vida. Este es el mensaje de la Samaritana, que en el fondo de la felicidad hay siempre este anhelo de vida eterna. Que nos permite superar la rutina, la inercia y el cansancio espiritual y la acumulación de contradicciones y la vuelta al fervor del espíritu. Eso que Oseas, el profeta, nos está recordando en las eucaristías de estos días. «Vuelve al amor primero».

Vamos al segundo encuentro. En Jn 9:

Vio, al pasar, a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: «Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?»

Los discípulos ya buscan un culpable. ¡Vaya preguntitas también!

Respondió Jesús: «Ni él pecó ni sus padres; es para que se manifiesten en él las obras de Dios.

Jesús ha de reorientar la curiosidad extraña de los discípulos. Como la nuestra a veces. Lo que va a ocurrir va a manifestar la Gloria de Dios. Y es largo.

«Tenemos que trabajar en las obras del que me ha enviado mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.»

Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, y untó con el barro los ojos del ciego y le dijo: «Vete, lávate en la piscina de Siloé» (que quiere decir Enviado). Él fue, se lavó y volvió ya viendo.

Es como si le curara en dos tiempos. El lavarse en la piscina de Siloé, buscando curarse era algo usual entonces. El ciego no ha reconocido a Jesús, no sabe exactamente quien ha sido. Y ahora empieza el ruido. Este segundo encuentro se manifiesta por el terrible ruido que hace el amor de Jesús, que no deja indiferente a nadie.

Los vecinos y los que solían verle antes, pues era mendigo, decían: «¿No es éste el que se sentaba para mendigar?» Unos decían: «Es él». «No, decían otros, sino que es uno que se le parece.» Pero él decía: «Soy yo.» 10 Le dijeron entonces: «¿Cómo, pues, se te han abierto los ojos?» 11 Él respondió: «Ese hombre que se llama Jesús, hizo barro, me untó los ojos y me dijo: `Vete a Siloé y lávate.' Yo fui, me lavé y vi.» 12 Ellos le dijeron: «¿Dónde está ése?» Él respondió: «No lo sé.»

El gran problema no es la curación, sino como que no estaba previsto que Jesús se portara bien con él. ¿No es el que mendigaba? La respuesta del ciego es bien lacónica. No hay ni sombra de contradicción ni de seguimiento de Jesús. Se hace el desentendido, porque sabe la presión que hay, están subiendo a Jerusalén, en el tercer año de peregrinación. Así que el grupo de fariseos que persiguen su muerte, están al acecho. Para tenderle una trampa.

13 Lo llevan a los fariseos al que antes era ciego.

Más ruido. Primero eran los vecinos. Ahora es ante los fariseos. ¿Cómo puede ser esto? Hay gente que se admira de la actuación de Dios en nuestro mundo. No está prevista. Nuestro mundo está blindado a la actuación de Dios. Y cuando Dios actúa, hay que buscar cualquier razón para justificarlo, menos que Dios haya actuado. Eso no es previsible. Y esa es la actitud de los fariseos: se resisten al amor. Se cogerán al hecho de hacer algo en sábado.

14 Era sábado el día en que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. 15 Los fariseos a su vez le preguntaron cómo había recobrado la vista. Él les dijo: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo.» 16 Algunos fariseos decían: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.» Otros decían: «Pero, ¿cómo puede un pecador realizar semejantes signos?» Y había disensión entre ellos. 17 Entonces le dicen otra vez al ciego: «¿Y tú qué dices de él, ya que te ha abierto los ojos?» Él respondió: «Que es un profeta.»

18 No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego,

Los judíos, lo primero, negar que era ciego. Y todos los vecinos en guardia, claro.

hasta que llamaron a los padres del que había recobrado la vista

Ahora los padres. Más ruido.

19 y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, el que decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?»

«el que decís»: sospecha.

20 Sus padres respondieron: «Nosotros sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego.

Hasta ahí llegan. Hasta saber que era su hijo llegan. Y que era ciego. También son lacónicos.

21 Pero, cómo ve ahora, no lo sabemos; ni quién le ha abierto los ojos, eso nosotros no lo sabemos. Preguntadle; edad tiene; puede hablar de sí mismo.»

Y vuelta a empezar.

22 Sus padres decían esto por miedo a los judíos, pues los judíos se habían puesto ya de acuerdo en que, si alguno le reconocía como Cristo, quedara excluido de la sinagoga. 23 Por eso dijeron sus padres: «Edad tiene; preguntádselo a él.»

También nosotros podemos tener miedo en nuestro mundo a confesar la fe. Porque la presión va en aumento y seguirá en aumento. Pero no es un problema del mundo de hoy. Es del mundo de siempre. No del mundo creado por Dios, que es escenario de bondad, el mundo de san Juan. El mundo de las relaciones humanas prefiere la oscuridad, desde el inicio. «Vino a los suyos y no lo recibieron» (Jn 1).

El mundo prefirió la oscuridad. El pecado prefiere vivir al margen de Dios, así que no nos debe extrañar. Pero claro, cuando el mal se organiza, ya no es solamente el mal individual, es un mal organizado, lo que Juan Pablo II llamaba una estructura de pecado. Hay situaciones de pecado que son opacas, densas, realmente maliciosas. Y eso es lo que ocurre. Entre los vecinos y los fariseos, montan un ruido enorme porque no permite que Dios, que Jesús, sea misericordioso. Los judíos ya habían decretado que si alguien confesaba que él era el Cristo, fuese expulsado de la sinagoga. Por eso los padres dicen: «edad tiene, preguntadle a él». Puede que no nos juguemos la expulsión de algún sitio, pero puede que nos juguemos un sitio en el trabajo, o un quedar bien con los vecinos o puede que por seguir a Jesús nos caiga más de un disgusto. Y también eso es bueno que lo llevemos a la oración. El seguimiento de Jesús, como decíamos ayer, es seguimiento hasta la cruz. Y si no, no es seguimiento entero.

24 Llamaron por segunda vez al hombre que había sido ciego y le dijeron: «Da gloria a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador.»

En vez de empezar con que tú eres el ciego que ves, empezamos diciendo que Jesús es pecador. Así que vamos a cambiar el argumento.

25 Les respondió: «Si es un pecador, no lo sé. Sólo sé una cosa: que era ciego y ahora veo.»

Ahí tampoco cede. Los padres no ceden con el ciego era su hijo, y él no cede con que antes no veía y ahora ve. ¡Qué mal corazón, no alegrarse por la curación de aquél ciego! ¡Qué dificultad en aceptar el amor de Dios!

26 Le dijeron entonces: «¿Qué hizo contigo? ¿Cómo te abrió los ojos?» 27 Él replicó: «Os lo he dicho ya, y no me habéis escuchado. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Es qué queréis también vosotros haceros discípulos suyos?» 28 Ellos le llenaron de injurias y le dijeron: «Tú eres discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés. 29 Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios; pero ése no sabemos de dónde es.» 30 El hombre les respondió: «Eso es lo extraño: que vosotros no sepáis de dónde es y que me haya abierto a mí los ojos. 31 Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si uno es religioso  y cumple su voluntad, a ése le escucha.32 Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. 33 Si éste no viniera de Dios, no podría hacer nada.» 34 Ellos le respondieron: «Has nacido todo entero en pecado ¿y nos das lecciones a nosotros?» Y le echaron fuera.

35 Jesús se enteró de que le habían echado fuera y, encontrándose con él, le dijo: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?» 36 Él respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» 37 Jesús le dijo: «Le has visto; el que está hablando contigo, ése es». 38 Él entonces dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

39 Y dijo Jesús: «Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos.» 40  Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Es que también nosotros somos ciegos?» 41 Jesús les respondió: «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: `Vemos', vuestro pecado permanece.»

El ruido que se organiza con la curación del ciego, aparte del don que él recibe, es el ruido de nuestro mundo ante Jesús que pasa. Jesús pasaba por los pueblos y ciudades. ¿Y por qué en unos se quedaba más y en otros menos? Pues porque en unos encontraba fe y en otros no. Jesús no tiene prisa, pero tampoco se detiene si la libertad no se abre a Él. Se detiene con la Samaritana porque le escucha. No se detiene con los fariseos porque han decretado que Él es pecador. Se detiene en Cafarnaúm hasta que ve que no tienen fe. Y marcha y nadie se convierte. Sorprende constantemente a los discípulos. Cuando hay gente, se va a rezar. Acaba la multiplicación de los panes, y están todos ahí felices, repartiendo los panes, ha sido un día de éxito, y les dice: vámonos a la otra orilla. Y los discípulos corriendo detrás de Él hacia la otra orilla, y no entendían nada. O muy poco. Porque al día siguiente, la gente se va a la otra orilla, para buscarle, y entonces, están orando, deja de orar y los atiende. Jesús sabe combinar muy bien la acción y la contemplación. El rostro del Padre y el rostro del hermano. De hecho no son dos rostros, los ve unidos. También es un gran don que podemos pedir. No tenemos un gran corazón para Dios y otro para nuestros hermanos. Tenemos uno sólo. Y esa combinación en ese caso, se ve como muy clara. Hay una división en la gente, hay división cuando pasa el Señor por nuestras vidas. Hay división cuando pasa el Señor por nuestras familias. Hay división cuando pasa el Señor por nuestro mundo. Porque la luz ilumina. Y quien prefiere la oscuridad hará todo lo posible para apagar esa luz. Por eso nuestro valor supremo no es la vida, como nos dicen de muchos modos. No, el valor más importante es el amor, no la vida. Y por eso Jesús es mártir. Y Jesús da la vida por aquél que ama. Enseñándonos así, que la vida, que es un gran don, está a disposición del amor. Y cuando uno no ama, está ya un poco muerto por dentro. El Evangelio ha dado un vuelco enorme a nuestra jerarquía de valores. Pero vivimos en el mundo, así que nos contagiamos del mundo y por eso nos va bien de vez en cuando salir al desierto. Y recordar que el amor va por delante de la vida. Que el bien no se abrirá paso sino haciendo ruido. Y que en ese ruido vamos a sufrir. Como sufrió el ciego y sus padres. La que se organiza. Vamos a dejar el pasado del mundo, que es esa ceguera farisaica esa especie de ignorancia consciente. Esa televisión que constantemente hace catequesis. Conscientemente, en contra de Dios y de su Iglesia. Y no de un modo anecdótico. No vamos a ser tampoco ingenuos. Hay un mal organizado. También hay que saberse admirar de la bondad y de la reacción a veces moral y enorme de muchas personas que nos rodean. Tener ojos para dar gracias a Dios por el ejemplo que nos han dado los japoneses con la resignación frente al tsunami. Vaya ejemplo nos han dado. Tener admiración moral pero no ingenuidad. La causa de Jesús no va a triunfar sin cruz y sin martirio. Y él nos lo dijo muchas veces. Encontraréis el ciento por uno, con persecuciones. Seguir a Jesús nos puede hacer felices o no. A lo mejor te hace mártir. Seguir a Jesús te va a dar la vida eterna, la vida plena pero con martirio.

Vivimos en este ruido por el que pasa Jesús. Nos encontramos con muchas voces. Contradictorias. Este segundo encuentro de Jesús es un encuentro que ilumina. No solamente convierte el corazón sino que ilumina nuestro horizonte vital. Nos da luz. Nos permite ver. El ciego ve claramente quién es profeta, quienes son sus padres, quienes son los fariseos. Ese ver es un don de Dios fruto del Bautismo, y es la fe.

Y vamos al último. La resurrección de Lázaro.

Se retrasa un poco. Se retrasa conscientemente. De hecho le anuncian lejos de Betania, —solía ir a Betania, que era como la casa de campo, donde descansaba con Marta, María y Lázaro y era frecuente, porque los discípulos conocen el camino y saben que era una costumbre de Jesús— la muerte de Lázaro y Él dice que no, que está dormido. Se retrasa dos días. Ese es un dato importante. (Cfr. Jn 11).

Había un enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.» Al oírlo Jesús, dijo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»

No son encuentros fortuitos. Antes de ir, anuncia a sus discípulos que eso que ocurre es para vuestra fe. Para que veáis hacia dónde voy. No es un encuentro casual, sino que tiene una gran lección para nosotros.

Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea.» Le dicen los discípulos: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?» Jesús respondió: «¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; 10 pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él.»

11 Dijo esto y añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.» 12 Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará.» 13 Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño.14 Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, 15 y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos allá.»

16 Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él.»[1] 17 Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. 18 Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, 19 y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. 20 Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa.21 Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano.

Había un grado enorme de confianza con Jesús.

22 Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.»

Jesús vuelve a hacer lo que hizo con la Samaritana. Retrasa la cuestión, porque quiere el corazón de Marta — ya sabe lo que va a hacer con Lázaro, le hace sufrir un poco—,

23 Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará.»

Ala, al último día. Y como el último día es último, suena a lejos, dice ella:

24 Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.»

Pero no es eso lo que Jesús quiere.

25 Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; 26 y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?»

La pregunta de Jesús no es si crees que tu hermano resucitará en el último día, sino que «yo soy la resurrección y la vida». Por eso el Papa ha cambiado vida eterna por vida plena. Es una mejor traducción. «La vida auténtica, la vida plena, ese soy yo. ¿Crees esto?»

27 Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo.»

Se impacienta un poco, Marta.

28 Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro está ahí y te llama.» 29 Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue hacia él. 30 Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. 31 Los judíos, que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí.

32 Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.»

¡Cuántas veces nos quejamos! Cuántas veces, ante nuestras dificultades y miedos acusamos un poco a Jesús. Quizá no lo decimos, pero nos rebelamos a su voluntad. Porque no la entendemos. Y nos salen estas quejas: «Si hubieras estado aquí…», si un hubiera ocurrido esto, o lo otro…

33 Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó

Jesús tiene un corazón sensible. Este es uno de los momentos más bonitos del Evangelio, Jesús llorando por su amigo Lázaro. Era un buen amigo, claro. Y aunque Él hacía todo esto para que los discípulos creyeran en Él y se prepararan para la Pasión, se conmueve.

34 y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden: «Señor, ven y lo verás.» 35 Jesús derramó lágrimas. 36 Los judíos entonces decían: «Mirad cómo le quería.» 37 Pero algunos de ellos dijeron: «Éste, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?»

Suponemos que esto lo dirían por lo bajini, estos mismos que luego dirán «bájate de la cruz y creeremos».

38 Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. 39 Dice Jesús: «Quitad la piedra.» Le responde Marta, la hermana del muerto: «Señor, ya huele; es el cuarto día.» 40 Le dice Jesús: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?»

Jesús riñe un poco a Marta. Recordando lo que le había dicho. Que verás la gloria de Dios ahora, no en el último día. Esta es la pregunta. Que si crees que yo soy la Resurrección, tu hermano vivirá. La pregunta era esta. No si mi hermano resucitará en el último día. Sino que me he retrasado para que todos demos gloria y tú también, viendo que yo soy la Vida.

41 Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. 42 Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado.» 43 Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal afuera!» 44 Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: «Desatadlo y dejadle andar.»

También ex profeso se retrasa, también busca el corazón de Marta como buscaba el de la Samaritana. También deja un diálogo largo en el que vaya expresándose ese punto medio entre la duda y la fe. «Señor, sí creo, pero si hubieses estado aquí…” Entre la percepción de que algo no sale bien y la sorpresa de que algo puede salir mejor. Y ahí es en la confianza donde finalmente Marta reconoce que es el Mesías.

El encuentro con Lázaro no es un encuentro más en nuestro camino hacia la Pascua, nuestro corazón se convierte con la Samaritana, se ilumina con el ciego de nacimiento, pero desea la nueva vida, una vida nueva, una vida llena, una vida plena. Nuestro final no es la muerte, sino la vida. Por eso este episodio es muy serio. Y haríamos bien en dedicar una parte de nuestro tiempo en preguntarnos por nuestra muerte. Todos hemos tenido seres queridos que han muerto. Tenemos respeto a la muerte, pero no miedo. Y pensar en nuestra propia muerte, nos hace mucho bien. Y cuando hemos estado cerca de nuestra muerte, también nos ha hecho mucho bien. ¡Cuántas cosas pequeñas se han hecho grandes! ¡Cuántas cosas grandes se han hecho pequeñas!

Cuántas personas han pasado por nuestra cabeza, y hemos pensado: hay temas pendientes. Ahí podría haber…

El pensamiento de la muerte vuelve la vida más auténtica. No es por ser macabro, sino por buscar la autenticidad de la vida. El encuentro con Lázaro nos anima a pensar en la muerte. Como el dintel hasta la vida que Dios nos promete. Y con el pensamiento de la muerte, también nos ayuda a vencer la vanidad, la superficialidad. A reorientar con sentido los valores interiores. A darnos cuenta de que todo es muy relativo y que todo pasa, y nosotros también. Creer esto no significa no sentir el zarpazo de la muerte, pero sí significa abrirnos a la vida nueva de la Pascua.

Estas tres situaciones la Iglesia las ha escogido para animarnos en nuestro camino cuaresmal, y para preguntarnos en la noche de Pascua, en el momento de renovar nuestro Bautismo de un modo u otro, de qué tenemos sed —con la Samaritana—, o con el ciego de nacimiento, cuál es la luz que nos hace falta para ver, para descubrir la voluntad de Dios, O con Lázaro, qué hay que debe morir en nuestra vida, qué hay que debe traspasar ese momento de fe. Eso es convertirse, eso es iluminar nuestra vida con la luz de la fe, eso es desear la vida nueva que Jesús no solamente nos promete sino que Él es en plenitud.

Vamos a dedicar un tiempo a esos tres encuentros que preparan ya la llegada a Jerusalén en este tercer año y sabe que va a entregar su vida y que va a vivir intensamente los capítulos de san Juan 14 a 17, de la Oración Sacerdotal, del Triduo santo en definitiva, que luego podemos también seguir para pedirle al Señor no solamente que Él nos conozca, sino que nosotros le conozcamos, que conozcamos también su interior, los motivos por los cuales va a la Pasión, y sus sentimientos interiores respecto de nosotros. Ese mutuo conocimiento hace de nuestra oración una oración más intensa porque al ser más transparente, nos une más. Porque así es como se mide la oración, no por su extensión, sino por su intensidad. Y esos tres diálogos tienen una intensidad preciosa:

·        La Samaritana: «dame de esta agua».

·        El ciego de nacimiento: «Señor que vea».

·        O Marta, cuando Jesús le pregunta «¿Crees esto?». Sentir que Jesús te pregunta: «¿Crees esto?». «¿Crees de verdad y siempre que yo soy la Vida?».

 

3ª Meditación. Entrar en el corazón de Dios.

Seguiremos la carta a los Hebreos que nos puede ayudar a descubrir la dimensión sacrificial de Jesús en su Pasión. Ahondar en el sentido interno con el cual Jesús nos hablará del discurso sacerdotal, su testamento que da sentido pleno a la dimensión del sacerdocio de Cristo, como pontífice. Como Sumo y Eterno Sacerdote que es el sentido interior de la Liturgia y especialmente de la Eucaristía. Vamos a aproximarnos a ese deseo de Jesús de dar su vida por nosotros.

A ese conocimiento interno de las disposiciones con las que Jesucristo entrega su propia vida en la Semana Santa. Porque todo el misterio Pascual de Cristo se presenta como sacrificio. Así lo entendió la primera generación cristiana. Y a partir de ahí, nuestra vida de cristianos y sobre todo nuestra celebración eucarística diaria se deben presentar como sacrificio. Una categoría que nos ayuda a entender el núcleo de la fe cristiana.

El sacrificio es encuentro con Dios. Siempre ha sido esto. Los hombres de todos los tiempos, de todas las culturas, han sentido la necesidad de entrar en contacto con Dios. Y eso lo han hecho de muchas maneras en las religiones llamadas «naturales». Han sabido descubrir la presencia de Dios en la naturaleza, en sus vidas. La dimensión religiosa de la persona humana es connatural, aunque últimamente se niegue y quede como una especie de decisión arbitraria. Pero pertenece a una constante de la naturaleza humana desde siempre. Tan de siempre que excepto en estos últimos 60 años, nadie se atrevería a negar que es una dimensión tan natural como la libertad o el pensamiento.

Vemos que los fenómenos naturales más desconcertantes han sido vistos como manifestaciones del poder de Dios. En todas las religiones antiguas. Dios ha aparecido ante el hombre como un mysterium tremendum et fascinants, misterio tremendo y fascinante. El hombre se acercaba con miedo a ese Dios infinito y desconocido cuyo rostro no se le había revelado, pero también con una curiosidad y con una fascinación grande. Es un misterio temible y atrayente. El pueblo de Israel participó también de ese proceso religioso de toda la humanidad: ha experimentado la presencia de Dios en la naturaleza, pero también en la propia historia. Eso es nuevo en Israel. No solamente el Dios que se revela en la naturaleza, en el fuego, en el aire, en el viento, en los temblores, sino que se revela en su propia historia. En acontecimientos que van generando las decisiones concretas y los pasajes concretos de la historia, del Antiguo Testamento. Israel ha experimentado que sin Dios no es nada. Esa experiencia de «Yo soy tu pueblo y tú eres mi Dios» (Cfr. Jer 30,22). Ha sentido la necesidad de «estar constantemente en contacto con Dios. De hecho cuando había separación de Dios y vivía de espaldas a la divinidad o a sus exigencias morales, cosa que también ocurría, eso era entendido como pecado. Cuando el pueblo de Israel rompía la Alianza o empezaba a actuar como si fuera un pueblo no llamado a la Alianza con Dios, eso es su pecado, por el que tantas veces se pide perdón en los Salmos.

A pesar del ansia de entrar en contacto con Dios, sí que permanecía esa impotencia. El hombre nunca podía penetrar la esfera divina. Como si las religiones naturales fueran la búsqueda de Dios por parte del hombre cuando de hecho la religión cristiana es la búsqueda del hombre por parte de Dios. Hay una gran diferencia entre una cosa y la otra. El hombre no puede penetrar la intimidad divina. Dios en su transcendencia supera todo contacto. Nunca deja de ser Dios, alejado. El Dios del Antiguo Testamento es el Dios infinito, lejano, poderoso, gobernador de la creación, Ser supremo. No es el Dios y Padre que nos revelará Jesucristo. Ese será un paso impresionante.

Ahora bien, si el contacto directo con Dios no es posible, lo es por medios indirectos. Y ese es el lugar que ocupa el sacrificio. El sacrificio sería como el medio con que el hombre quiere abarcar la esfera divina. En todos los tiempos y en todas las religiones, el sacrificio ha significado intentar meterse en el corazón de Dios. (Si eso fuera posible, claro).

En la Biblia aparecen diversos tipos de sacrificios en los momentos clave de la Alianza de Dios con el pueblo de Israel, aparece el sacrificio: la ofrenda de Abel, el sacrificio de Isaac, el cordero inmolado por Pascua, (por eso es importante el sacrificio, para entender el contexto en el que Jesús nos dirá lo que nos dirá, que es el contexto de la Pascua judía), el sacrificio que pretende y quiere llegar al corazón de Dios.

En el templo de Jerusalén se desarrolla todo un complejo de sacrificios en la época de Jesús que Él a veces sufrirá y denunciará cuando se vuelva una especie de mercado de holocaustos, sacrificios, libaciones venta de corderos, de palomas, todo tabulado, más o menos prescrito, pero siempre alrededor de esa idea del sacrificio. Del querer agradar a Dios, y llegar a Dios. Sentíamos esa nostalgia. El hombre ha sentido esa nostalgia.

En estos sacrificios, el hombre siempre presenta algo de sí mismo, algo nuestro. O animales de su rebaño, o frutos de la cosecha, o de modo simbólico, una parte del animal o la sangre se derrama sobre el altar, y la otra sobre el pueblo. Y eso es hacer alianza, porque la sangre, que es la sede de la vida, une Dios con el hombre cuando hace ese sacrificio de un modo simbólico. O el humo de la carne o de los frutos que se consumen, que sube hasta el cielo. Cuando es consumido el sacrificio, es con esa dimensión de cercanía, de buscar el rostro de Dios. Como expresión del paso del sacrificio del mundo de los hombres al mundo de Dios. El hecho de que la víctima sea consumida en el fuego, expresa pues que esa donación la queremos irrevocable. Por se destruye la víctima.

El sacrificio consigue —o al menos lo intenta— lo que el hombre por sí mismo no puede hacer: penetrar en el mundo de Dios. Durante muchos siglos, para nosotros ciertamente lejanos, mediante la ofrenda de animales o de frutos en los que vemos por ejemplo a la Virgen y a san José en el Templo, o a Jesús se restaura la unión con Dios, la Alianza rota. El sacrificio es un rito que expresa la actitud interna: el deseo de reconciliarnos con Dios. El israelita, por esta ofrenda, adora, da gracias, suplica, y se reconcilia con Dios.

El sacrificio de Cristo. El sacrificio existencial de Jesucristo. ¿Tiene el mismo significado? ¿Se aparta de este significado? Eso es lo que nos invita meditar la Carta a los Hebreos. Que es casi el documento programático del sacerdocio eterno de Cristo.

El autor —anónimo— de la carta, parte de la primera comunidad cristiana que ha meditado en lo que ha pasado en el triduo pascual, en la muerte y resurrección de Jesús. Cristo, en su existencia gloriosa, ya vive de la misma existencia de Dios. Ha entrado de un modo pleno —decimos en el Credo: «está sentado a la derecha del Padre»— ha penetrado ya en la Gloria —después de Pascua, claro—. Cristo ha unido en su persona estos dos polos de relación hombre-Dios.  Hombre como nosotros, ha entrado en contacto transformador con Dios.

En la unión hipostática, el hecho de que Él sea Dios y hombre, se realiza en la Encarnación en vistas a la Pascua, se realiza ese sueño que durante siglos habíamos acumulado. Por fin a través de Él podemos acceder a la intimidad de Dios.

Eso gracias a que el Padre lo resucita y lo admite en su presencia. Y lo sienta a su derecha. Significa que con la actitud interna con la que Jesús fue a la Pasión, con esa actitud se quedó. Y sigue y seguirá eternamente.

En la Pasión hay dos elementos, uno exterior y otro interior. El exterior es el cúmulo de situaciones, acontecimientos, decisiones, muchas de ellas injustas, Pilato, Herodes, los judíos, los fariseos, los discípulos, de Jesús, que si el huerto, que si va, que si viene, la oración… Todo lo que puedas releer desde lo exterior, son acontecimientos providenciales, dirigidos por la Providencia divina, pero no está la Redención ni el sacrificio en aumentar el dolor sensible, no está la Redención en que Cristo sufriera mucho, podríamos encontrar otros que hubieran sufrido más. No es la intensidad del dolor la que salva. Salva la intensidad de amor, es decir, el acto interno con el cual Jesús va a la cruz moviendo Él los acontecimientos. Adelantándose Él, dando la vida. Ahí está el valor de redención de la entrega de la vida de Jesús. Ese factor interno, esa actitud interna con la que Él está el Jueves Santo anticipando ya en la Eucaristía lo que será realidad el Viernes Santo, Esa actitud interna, Jesús no lo va a variar. Nunca. La Pascua le llega en esa disposición de ser puente, sacerdote, ofrenda, entrega. Por eso la Eucaristía es —dirá esas palabras misteriosas pero reales— esto es mi cuerpo entregado por vosotros. Esa dimensión, permanece. Y en esa dimensión conectamos cada vez que celebramos la Eucaristía.

Siendo el sacrificio un elemento esencial de la vida de Israel, el autor de la carta a los Hebreos tiene la necesidad de comprender el mecanismo que lo mueve. Descubre que el sacrificio permite al hombre acceder a la presencia de Dios. Se da cuenta entonces de que es eso precisamente lo que Cristo ha logrado en el misterio pascual. Lo que ocurre es que si el antigua sacrificio daba al hombre un acceso simbólico a Dios —la ofrenda sobre el altar era una unión simbólica—, Cristo lo ha conseguido de un modo real.

Por eso cuando Jesús celebra la pascua judía que es la que se mueve en el ritual simbólico, y dice este es mi cuerpo, y separa el pan del vino y dice esta es mi sangre derramada por vosotros, no está haciendo un ritual simbólico. Está realizando lo que el simbolismo significaba. Ha llegado ya el momento en que por fin lo deseado, que es llegar a Dios, se realiza en Cristo. Durante toda su vida, Cristo unió en sí por el misterio de la encarnación, la humanidad con la divinidad. Por un lado se mostró completamente solidario con nuestra condición humana. Camina, suda, se cansa, duerme, le hemos visto hablar con la Samaritana, llorar con Lázaro: es perfectamente hombre. Y a la vez, es perfectamente Dios. Él ha unido

Pero a aquel que fue hecho inferior a los ángeles por un poco, a Jesús, le vemos coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos. 10 Era preciso que Aquel por quien y para quien son todas las cosas, quien condujo a la gloria a muchos hijos, el autor de su salvación, la consumara por medio de su sufrimiento.  (Hb 2).

En la Pascua, a través de su sufrimiento consuma lo que se inicia en la Encarnación: la unión del hombre con Dios. Sin sacrificio no se hubiera rubricado ese llegar al corazón de Dios.

11 Pues santificador y santificados tienen todos el mismo origen.[… …] 14 Por tanto, como los hijos comparten la sangre y la carne, así también compartió él las mismas, para reducir a la impotencia mediante su muerte al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, 15 y liberar a los que, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. 16 Porque, ciertamente, no es a los ángeles a quienes tiende una mano, sino a la descendencia de Abrahán. 17 Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que toca a Dios, y expiar los pecados del pueblo. 18 Pues, habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede ayudar a los que la están pasando. (Hb 2).

Para ser pontífice.

Por eso, al entrar en este mundo, dice:

Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad!(Hb 10).

El sacrificio de Cristo es el cumplimiento de lo que el ritual del sacrificio pretendía: llegar al corazón de Dios. Cristo se muestra a los ojos de los cristianos de esa primera generación, perfectamente solidario con los hombres, puede compadecerse de nuestras miserias porque Él las entiende, las comparte, las ha visto, las sufre, pero también nos da esa consagración a la voluntad de Dios y eso le sitúa como Sumo sacerdote, misericordioso y fiel. ¿Cuándo? ¿Entonces? No, entonces y ahora y siempre. En esa disposición interna con la que Él va a la Pasión, entregando su vida, en esa se encuentra hoy. Y cada vez que voy a la Eucaristía conecto con esa actitud de estar intercediendo por mí a la derecha del Padre, dando su vida por mí. Constantemente. Así que hay una primera capacidad de Jesús de compadecerse de mí, cosa que está bien que nos gocemos en ello, porque el Señor me entiende, comparte mi limitación, y una segunda que es que me anima a su dedicación a Dios. Me arrastra en el movimiento de vuelta hacia Dios. Me arrastra hasta el corazón de Dios. Y eso da confianza, claro. Porque es Pontífice, es puente. Hace las veces de. Intercede por mí.

El autor de los Hebreos, puede aplicar a Cristo resucitado lo que entendemos de cualquier sacrificio. Por medio de la obediencia de Cristo al designio divino, y en solidaridad con todas nuestras miserias, demostrada durante su vida y mantenida hasta su muerte sangrienta, ha podido ser transformado radicalmente, adquiriendo así una existencia gloriosa y acceder por fin al ámbito totalmente divino.

Es en este sentido en el que podemos releer sus palabras en la noche del Jueves Santo: «esta es mi sangre, la sangre de la alianza». Y además un cordero. Es mi sangre. Derramada por todos. En esta sangre, yo soy la alianza. Cristo ha ofrecido su sangre como las víctimas sobre el altar. Y con su ofrenda ha unido y ha reconciliado la humanidad con Dios. Es bonito pensar, cuando vemos la densidad de la noche del Jueves, el Señor encuentra a faltar todo el tema de Judas, que si te vas, que si te vienes, que esta es tu hora. Habla distinto. Es la primera vez que utiliza diminutivos. Dirá varias veces «hijitos míos». Está tocado. Lo está pasando mal. Ve lo que le viene encima. Pero la solidaridad con nosotros le lleva, porque sabe que el final de ese camino es a dónde la voluntad del Padre le lleva. Lo que el Padre quiere de Él, es que Él sea pecado por nosotros. Y eso lo sabrá muy bien en la cruz, cuando diga «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Porque de un modo que no entendemos, el Padre lo ha hecho pecado. Se ha distanciado de Él. Y esa soledad abrumadora, le constituye pontífice. La mitad de Él es nuestra. Ha hecho alianza en su sangre por nosotros.

Al final de la carta a los hebreos, en el cap. 13:

11 Los cuerpos de los animales, cuya sangre lleva el sumo sacerdote al santuario para la expiación del  pecado, son quemados fuera del campamento. 12 Por eso, también Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta. 13 Así pues, salgamos hacia él, fuera del campamento, cargando con su ignominia, 14 pues no tenemos aquí ciudad permanente sino que buscamos la futura. (Hb 13).

Cristo nos saca del campamento, significa como en el Éxodo, que nos lleva a la Pascua. Pero ya no es a la Tierra Prometida. Es Dios. Y eso lo hace no con un sacrificio ritual, sino en su sacrificio. En su entrega hemos sido plenamente liberados. Para siempre. Dos veces aparece la palabra sacrificio, la primera referida a la alabanza de Dios, la segunda como ayuda entre cristianos. Volvemos a encontrarnos esas dos actitudes existenciales de Jesús que ya se insinuaron en las tentaciones del desierto, con la donación a Dios, Jesús que busca la voluntad del Padre, y la solidaridad con los hombres. El cristiano transforma también su vida en sacrificio. Nuestra vida se convierte así en punto de encuentro entre el hombre y Dios, y esto se realiza y se prolonga en el sacrificio existencial nuestro.

y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, 10 proclamado por Dios sumo sacerdote a la manera de Melquisedec. (Hb 5).

Esta dimensión del sacrificio de Jesús, está en el corazón de la Eucaristía y de la Liturgia de las Horas —en menor grado, pero también—. Siendo la celebración eucarística el memorial del misterio pascual de Cristo, no puede ser ni un recuerdo —esto sería muy poco, nuestra celebración sería una reunión de nostálgico mirando fotografías, por muy buenas que fueran—, sería avanzar al futuro mirando al pasado. Y un recuerdo no da vida. Si por el contrario dijéramos que en la Eucaristía vamos a repetir el sacrificio de Cristo, haríamos inútil el sacrificio que Él hizo una vez para siempre. Así que estamos delante de una doble posibilidad y las dos son erróneas. Decir que la Eucaristía recuerda, es poco; decir que la Eucaristía repite, es demasiado. Por eso utilizamos la palabra memorial. La Eucaristía actualiza lo que está ocurriendo. No lo que ocurrió, sino lo que siempre está ocurriendo. Lo que siempre está ocurriendo es que Cristo se está dando al Padre por nosotros. Que en la actitud en la que le pilló la muerte, que es dándose por nosotros, en esa actitud está intercediendo por nosotros. Y cuando cada Eucaristía conecta con esa donación de Jesús, la Eucaristía se vuelve el encuentro excelente con el Dios vivo, en mi tiempo, pero no en su tiempo, porque yo vivo en el tiempo, no Él. Soy yo el que voy pasando de lunes a martes, a miércoles, a jueves… pero en cada uno de estos días por los que yo paso, me encuentro con el mismo Dios que eternamente se me está dando. La Eucaristía consigue el sueño de la humanidad de suspender el tiempo. No hay tiempo cuando voy a la Eucaristía. Estoy fuera del tiempo. No hay tiempo ni espacio. Estoy en un trozo de cielo. En el que habita Jesús como Pontífice. Si pensáramos lo que vale la Eucaristía, iríamos con un fervor, con unas ganas, con una ilusión… Siendo la celebración eucarística el memorial del misterio pascual de Jesús, la tradición cristiana ha visto el sacramento del único sacrificio de Cristo. Y las referencias al memorial, se han ido añadiendo a la Liturgia de forma muy abundante. Ya en el ofertorio, el sacerdote, en secreto, dice: ‘que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia’. E invita a la asamblea también: «para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable…” El tema del sacrificio no es menor en la Eucaristía. Es constante: «que este sacrificio mío y vuestro…” Ya no es solamente de Jesús, Ya es también nuestro. Porque Jesús es también nuestro. Es uno de los nuestros. También en el momento de ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia, más adelante: «que el Señor reciba de tus manos este sacrificio…”

Las diez plegarias Eucarísticas incluidas en el Misal, todas tienen referencias al sacrificio. Y es donde esa realidad se muestra con más claridad es en la consagración del Canon 1º:

«te ofrecemos, Dios de gloria y majestad de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo …” (Canon I).

Dios nos ha dado a Jesús en la encarnación, y de éste que nos has dado, hacemos el sacrificio puro inmaculado y santo por el que llegamos a Ti. Incluso se evocan los anteriores sacrificios. No es porque sí. Se evocan estos sacrificios porque es en esta línea en la que Jesús como buen judío vivió el Jueves Santo y el Viernes Santo. Él se sabía que era el cordero degollado. Él sabía que en su sangre Dios hacía la unión con nuestros hermanos, con nosotros.

Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec. (Canon I).

En el tiempo de Pascua es cuando más relieve toma la dimensión sacrificial de Jesús. Porque Cristo es el cordero pascual inmolado la vigilia del Éxodo. Que es lo que celebraba Jesús con sus discípulos el Jueves Santo.

inmolado ya no vuelve a morir;
sacrificado vive para siempre. (Prefacio III).

Vive para siempre como sacrificado. En actitud de sacrificio. En actitud de donación, de intercesión por nosotros, de sacerdote.

Y en el Prefacio V de Pascua:

Porque Él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza, y ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar.

Quiso ser al mismo tiempo sacerdote que ofrece un sacrificio, víctima: Él es el sacrificio, y altar: en Él Dios se encuentra con nosotros.

En la vida de los cristianos, también es constante esa unión de la Iglesia con la Eucaristía:

En la segunda epíclesis se nos dice:

Que él (el Espíritu) nos transforme en ofrenda eterna que por el Espíritu Santo seamos en Cristo víctima viva para tu alabanza.

A esto estamos llamados. Que el Espíritu Santo nos conduce a ser con Jesús víctima para la alabanza de Dios.

Estos textos recogen la idea en la carta a los Hebreos de Jesús entregándose como ofrenda. Este mismo Espíritu que le llevó a Él a ser víctima nos lleva también a nosotros a ser ofrenda y víctima por nuestro mundo. Por eso participamos también de esa actitud de Jesús. Ojalá que se lo pidamos al Señor, que seamos valientes para vivirlo así.

11 En cambio Cristo se presentó como sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. 12 Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni  de novillos, sino con su propia sangre,  consiguiendo una liberación definitiva.13 Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de una becerra santifican con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, 14 ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo! (Hb 9).

Podemos preguntarnos cómo vivimos la Eucaristía, cómo accedemos a ella, con qué fervor, con qué fe. No solamente por lo exterior, sino por lo interior. Si somos capaces realmente de participar de ese movimiento sacrificial de Jesús dando la vida como ofrenda al Padre, movidos por el Espíritu, la Eucaristía irá cambiando nuestra sustancia. No es Él que se convierte en nosotros al comulgar. Al comulgar tú habitas en Él. El superior es el que abstrae y se lleva al inferior. Es Él que me va volviendo de su sustancia, me va divinizando. Comunión que es fruto de este sacrificio de Jesús. ¿Cómo la vivimos? ¿Cómo la preparamos? ¿Cómo damos gracias por ese gran don de tener en la Tierra la posibilidad de vivir en el Cielo un poco?

Y obediente al mandato de Cristo «es preciso orar sin desfallecer», la Iglesia no deja nunca su oración, creo que ahí está el secreto de porqué la Liturgia de las Horas, sin estar al nivel de la Eucaristía, tiene una dinámica parecida, también es sacrificial. La Iglesia cobra conciencia en seguida de que ese misterio de Cristo  Pontífice, es constante. Y al ser constante, pide la oración constante. No quiero rezar en un momento o en otro. Tampoco significa que cada persona tenga que rezar todas las horas. Significa que toda la Iglesia quiere sacrificar todo el tiempo. Y la Liturgia de las Horas es una plasmación, la que buenamente los monjes del desierto empezaron a vivir, de esa oración continua. Por la mañana, al mediodía, por la noche, en cualquier sitio del mundo siempre hay una parte de la Iglesia que está alabando a Dios. Y cuando yo conecto con esa oración, participo de ese movimiento de alabanza, porque el hecho de su continuidad, no reside en nuestra generosidad sino que esa oración es continua, porque quiere parecerse a la oración continua de Jesús como Sacerdote. Y el modo que se nos ocurre de que sea continuo o parecido al de Jesús es la Liturgia de las Horas. Por medio de Cristo ofrecemos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza.

Así que la Eucaristía y la Liturgia de las Horas nos invitan, nos mueven a actualizar en nuestra vida esa dimensión de sacrificio a la cual —evidentemente—, luego le añadimos toda nuestra vida. Todas nuestras pasiones, pocas o muchas, todas nuestras contradicciones, los momentos difíciles, los momentos de oscuridad, de dificultad, también nuestro sacrificio se une al de Jesús. Porque obedeciendo a Dios y siendo solidario con nuestros hermanos realizamos también en nuestra vida ese encuentro de la humanidad con Dios.

Que sepamos redescubrir la Eucaristía con pasión, con deseo, con admiración, con sorpresa diaria, sin acostumbrarnos nunca, y los que tengáis la buena costumbre de participar en parte en la Liturgia de las Horas, también con esa dimensión de Iglesia, que unidos a toda la Iglesia participamos de este sacrificio de Jesús que inauguró el Triduo Pascual haciendo realidad el sueño de toda la humanidad: entrar en el corazón de Dios.

4ª Meditación. La Oración sacerdotal de Jesús.

Vamos a intentar ahora en esta meditación y en la siguiente ese conocimiento interior de Jesús a través de la Oración Sacerdotal de Jesús de los capítulos 14 y 15 de san Juan y especialmente el 17, al cual también se ha referido últimamente el Papa. Por toda su densidad nos puede también ayudar a vivir intensamente el Triduo Pascual, y acompañarle no solamente desde el exterior, sino sobre todo en aquellos sentimientos interiores con los cuales Jesús se entrega a la muerte por nosotros, y en los cuales vive para siempre como Sacerdote eterno.

De hecho una de las cosa que importan mucho, nos dice el Papa, es ponernos en el contexto en el que Jesús celebra la cena del Jueves Santo. Una cena anticipada por razón de la multitud de peregrinos que acudían a Jerusalén, pero en definitiva lo que celebra es la Cena Pascual, la cena de la Pascua Judía.

Así que el contexto es recordar que era la fiesta de la Expiación, que era y es la fiesta central de la fe judía, y todo su ritual, un ritual que está descrito en el Levítico. Esta fiesta judía es el trasfondo bíblico de la Oración Sacerdotal. Un trasfondo que es litúrgico porque tiene mucho simbolismo ritual, (Capítulos 16 y 23 del Levítico). Manda al sumo sacerdote que ofrezca expiación por sí mismo, por sus pecados, por su casa, por su familia, por su clase sacerdotal, y por toda la comunidad. Así «purificará el santuario de las impurezas de los hijos de Israel y de todas sus transgresiones con que hayan pecado». (Cfr. Lv 16,16). Únicamente en la celebración de estos ritos, el sumo sacerdote pronuncia el nombre de Dios. Para los judíos está prohibido pronunciar el nombre de Dios, excepto en la fiesta de la expiación, por parte del sumo sacerdote. Ya que Dios había revelado desde la zarza ardiente aquél nombre por el cual Él se había hecho tangible a Israel.

Así que todo el ritual de esta fiesta tienen como trasfondo la Alianza. De crear un pueblo santo, de recrear un pueblo que sea fiel a Dios, de modo incluso que toda la creación —en la mentalidad judía y bíblica— está en función de la Alianza. Si Dios crea un mundo, y crea astros, y los mares y los vientos y todo lo que ha creado y es bueno, todo esto era para llegar a hacer alianza y pacto con Israel.

Así en la Oración Sacerdotal, Jesús rogará por sí mismo, rogará por los apóstoles, rogará por todos. Porque es el Sumo Sacerdote de una nueva Alianza.

La oración de Jesús, lo presenta como el gran sacerdote del gran día de la expiación. Su cruz, su exaltación son el día de la exaltación para todos. Lo que estaba anunciando es lo que Jesús está realizando. Los discípulos se darán cuenta hasta cierto punto de la densidad de aquella cena. Porque el ambiente estaba cargado: «lo que hay que hacer hazlo rápido» le dice a Judas, Judas sale y pensaron que era para dar algo a los pobres. Cuando Judas sale del Cenáculo, Jesús se explaya con sus discípulos y está un buen rato. Ojalá que podamos el Jueves Santo ayudarnos de esa Oración Sacerdotal para hacer oración. Porque en ese momento, Jesús es el Sumo Sacerdote que expía por nuestros pecados. Esa es su auténtica razón de ser. En el cumplimiento de la voluntad del Padre se encuentra lo que más desea. Para eso ha venido al mundo. Para este momento. La teología de Juan 17 se corresponde perfectamente con lo que antes hablábamos de la Carta a los Hebreos, que es donde se encuentra toda la doctrina sobre el sacerdocio de Jesús.

La Oración Sacerdotal de Jesús es la puesta en práctica de la expiación. No porque los sufrimientos salven, sino porque la actitud interior con la que Él expía nuestro pecado nos salva. El amor es el que salva. El amor de Jesús con el que va a la cruz, con el que va a la Pasión, en cumplimiento de la voluntad del Padre y consciente de ser nosotros. Somos nosotros los que vamos a quedar purificados por su expiación. Así que hay mucha relación también entre la Oración Sacerdotal de Jesús en aquel momento y la Eucaristía. Toda Eucaristía es el cumplimiento, el memorial de aquella acción que esta noche del Jueves, Él avanza. Lo que avanzó el Jueves Santo, es lo que memorializamos en toda Eucaristía y es lo que ocurrió el Viernes Santo.

En el coloquio de Jesús con el Padre, con el que se explaya, el rito de la expiación se transforma en oración. Es curioso como en esa expiación que tiene que tiene que ser real, esa sangre de la nueva Alianza que ya no es la sangre de un cordero, sino la suya, esa expiación es a modo de palabra. Como un culto moderado por la palabra. Cuando Jesús lo dice lo está haciendo. Por eso empieza la Eucaristía en ese momento, cuando diga «esta es la sangre derramada por vosotros» es en forma de palabra, no ya en forma de ritual. Ahí ya termina la antigua alianza de los rituales vacíos o simbólicos y empieza la realidad densa, porque es el hijo de Dios el que está diciendo «esta es mi sangre, la sangre de la nueva alianza». Ciertamente esta palabra no es mera palabra. No es un hablar humano. Es un hablar que arrastra todas las palabras humanas. Y es una palabra que se hizo carne». Que Dios quiso hacerla carne. Así que será en su carne, al día siguiente, donde esa alianza se realizará. No se quedará solo en promesa. Hoy mismo lo hemos leído: «Sacrificio y oblación no quisiste, pero me has formado un cuerpo» (Hb 10,5). El ritual de expiación, celebrado en la palabra de Jesús, y en una palabra que siendo carne, llegará hasta la sangre derramada.

Con la institución de la Eucaristía Jesús transforma su padecer, la muerte, en palabra, en la radicalidad de su amor que se entrega. Por eso lo del Jueves lo leemos a la luz de lo que ocurre el Viernes Santo, que es justo cuando debiera haberse celebrado la fiesta de la pascua judía. Será entonces cuando realizará en la carne su entrega total. En la medida en que la Oración Sacerdotal es una forma de poner en práctica la entrega de Jesús, constituye el nuevo culto y está intensamente e internamente unida con la Eucaristía. Nace a la vez la Iglesia, con la Eucaristía y el Sacerdocio. Nacen del corazón traspasado del Señor, esos misterios que aún ahora están en el centro de nuestra fe. Es verdad que también podemos profundizar no solamente con Juan 17 sino con los cantos que leemos el viernes, de Isaías 53. También ahí encontramos al Siervo de Yahvé. El siervo de Dios que carga con la iniquidad de todos, Que se ofrece a sí mismo como expiación, Más o menos, el contenido de lo que encontramos en la Carta a los Hebreos, es coincidente con aquellos cantos que son la primera lectura del Oficio de Pasión del Viernes:

Mi siervo tendrá éxito, crecerá y llegará muy alto. Lo mismo que muchos se horrorizaban al verlo, porque estaba tan desfigurado que no parecía hombre ni tenía aspecto humano, así asombrará a muchas naciones. Los reyes se quedarán sin palabras, al ver algo que nunca les habían contado y comprender algo que nunca habían oído. ¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se manifestó el poder del Señor?

Creció ante el Señor como un retoño, como raíz en tierra árida. No tenía gracia ni belleza para que nos fijáramos en él, tampoco aspecto atractivo para que lo admiráramos. Fue despreciado y rechazado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento; como alguien a quien no se quiere mirar, lo despreciamos y lo estimamos en nada. Sin embargo, él llevaba nuestros sufrimientos, soportaba nuestros dolores. Nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado, pero eran nuestras rebeldías las que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo trituraban. Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus heridas nos sanó. Andábamos todos errantes como ovejas, cada uno por su camino, y el Señor cargó sobre él todas nuestras culpas. Cuando era maltratado, él se sometía, y no abría la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa ni juicio se lo llevaron, y ¿quién se preocupó de su suerte?

Lo arrancaron de la tierra de los vivos, lo hirieron por los pecados de mi pueblo; lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con los malvados, aunque él no cometió ningún crimen ni hubo engaño en su boca. Pero el Señor quiso quebrantarlo con sufrimientos. Y si él entrega su vida como expiación, verá su descendencia, tendrá larga vida y por medio de él, prosperarán los planes del Señor. Después de una vida de amarguras verá la luz, comprenderá su destino. Mi siervo, el justo, traerá a muchos la salvación cargando con las culpas de ellos.

Por eso, le daré un puesto de honor entre los grandes y con los poderosos participará del triunfo, por haberse entregado a la muerte y haber compartido la suerte de los pecadores. Pues él cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores. (Isaías 52, 13-15; 53, 1-12).

El ministerio del Sumo Sacerdote que es víctima y sacerdote a la vez. Él es el sacerdote que oficia un sacrificio del cual Él es la víctima. Veamos lo que nos dice Jesús en el cap. 17 de san Juan:

Así habló Jesús, y alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti.

Esto no salía desde las tentaciones a Jesús en el desierto: «el diablo se retiró hasta nueva hora». El papel del diablo no es menor en la Pasión. No digo el mal, digo el maligno. El mal encarnado, el ángel caído. El mal del mundo tiene inteligencia y voluntad, es libre, es un ángel caído y se llama Lucifer o Belcebú. Puedes darle el nombre que quieras de las 32 veces que sólo el evangelio de san Marcos cita al demonio. Y el combate que el demonio tiene es muy oportuno: lo tiene en las tentaciones, y lo tiene en la Pasión. Porque cree que va a vencer. Por fin parece que va a vencer el demonio. Hay un himno precioso de la liturgia que dice que en el madero, donde se ofendió a Dios, donde Adán desobedeció, ahí será redimida también la humanidad.[2]

Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.

«Esta es la vida eterna»

Este sería el primer tema de la Oración Sacerdotal: esta es la vida eterna. El tema de la vida, que aparece ya desde el prólogo de san Juan, impregna todo su evangelio, pero esa expresión «esta es la vida eterna», el Papa en su libro le cambia un poco el significado, Y me da gozo porque cuando se hablaba de Lázaro, en el diálogo con Marta le dice: «el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá». «El que está vivo y cree en mí no morirá para siempre». Esta vida eterna, no significa la vida eterna después de morir. Casi podríamos decir que sería la vida verdadera. Vida eterna significa la vida misma. Vida también en este tiempo. Abrazar del todo la vida. Eso que es el sueño eterno de la juventud. A eso nos referimos. Vivir auténticamente, del todo, plenamente, intensamente: esa es la vida eterna. Es decir, «que te conozcan a Ti y que conozcan a Jesucristo» eso es vida. Y si no, no hay vida. Vida verdadera aquí, y en la eternidad, claro. Esto es lo que realmente interesa, abrazar ya desde ahora la vida verdadera que nada ni nadie pueda destruir.

También les ha dicho en Jn 14,19 «Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque yo vivo y también vosotros viviréis.» Ese vivir ya no está en el vivir físico, Lo característico del discípulo de Jesús es que vive. De hecho a los primeros cristianos se les llamó en algún momento «los vivientes» (hoizóntes). Así que lo característico de Jesús en su testamento es animarnos a vivir, es decir, a conocer. Claro que ese conocimiento no es conocer con la cabeza, ese conocimiento de Dios que da la vida eterna, no es un conocimiento abstracto, intuitivo. Es un conocimiento que crea comunión. Que crea relación. Es hacerse uno con aquello que conoces. Con aquél que conoces. Y no es tampoco cualquier conocimiento. Sino «que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo». Esa es una de las fórmulas más sencillas de la expresión de la fe. Ese conocimiento que se nos da por la fe. Y en el cual vamos creciendo, porque Dios así lo quiere, y porque nosotros no lo impedimos (o al menos en todos los casos…). En el fondo es simplemente creer en Dios. Fiarnos de Él. Depositar nuestra vida en sus manos: eso es vida. Jesús lo decía con aquellos modos de hablar que aún sorprenden hoy. «El que retiene su vida, la pierde, y el que la da, ese la tiene.» Es como si vivir tuviera mucho que ver con darse. Y morir mucho que ver con preservarse.

Dios se nos hace accesible por Jesucristo, sin duda. En el encuentro con la Samaritana, le habla del agua que da vida eterna. En el encuentro con el ciego, el ver más allá del ruido que armó. En el encuentro con Lázaro, claramente. Resucitarle fue solo prueba de que Él era la vida. Aunque no lo hubiera resucitado. Y eso es lo que debería creer Marta, y nosotros: que en Él está la vida. Y sí que lo creemos, aunque no siempre; o no del todo; o no con la intensidad que el Señor quiere. Porque ese conocimiento es no solamente un convencimiento intelectual, sino casi como una presencia habitual en nuestra vida. Vivir en comunión con aquél que es la vida, nos hace vivir. ¡Qué bien lo sabemos! Cuando nos falta esta vida, nos morimos por dentro un poquitín. Empieza la tristeza, y luego las dificultades son muy grandes. Nos cuesta amar. Y las contradicciones pequeñas, se hacen grandes Y al final ya no sabes qué es lo grande y qué es lo pequeño. Y te vas haciendo un lío y te bloqueas, y no confías, ni en Dios ni en los otros. Y al final vuelves a desandar el camino para volver a donde te perdiste. Que es justo cuando dejamos de poner al Señor en el centro de nuestra vida, de nuestro corazón. Así que ese encuentro con Jesucristo se hace comunión, y con ello llega a ser vida.

La vida eterna es un acontecimiento relacional. No es conocerse, sino que es empaparse de Dios. Es un modo de existencia bien concreta. La fe y el conocimiento no son sólo un saber teórico. Sino una forma de existir. Y sigue Jesús: «que te conozcan a ti y al que tú has enviado, Jesucristo».

Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiera.

Da la sensación de que está consumando la obra del Padre.

He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado. Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; 10 y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. 11 Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros.

Jesús tiene la gloria en nosotros. Nosotros somos su gloria. Si nosotros llegamos al Padre, Jesús se alegra. Si no, se entristece. La gloria, en lo que se juega el tipo (que Dios me perdone), es en esto. ¿Os imagináis a Jesús frente al Padre? Donde le va al honra, es en que volvamos a Él. Así que no va a quedar por Él. Si no volvemos, es porque no queremos. Pero por él no va ser, ¡porque somos su gloria! Él es glorificado en nosotros. Yo ya no estoy en el mundo, Pero ellos están en el mundo. Y yo voy a ti, Padre santo. Guarda en tu nombre a los que me has dado. Para que sean uno como nosotros.

«Santifícalos en la verdad»

12 Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. 13 Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. 14 Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. 15 No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. 16 Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. 17 Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. 18 Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. 19 Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad.

«Cuando estaba con ellos, yo cuidaba en tu nombre…” O sea, que ellos estaban seguros.

En Jesús se identifica el Padre que consagra y envía a Jesús, pero ahora Él mismo se consagra al Padre y también pide que los discípulos sean consagrados en la verdad.

El Padre consagra al Hijo, el Hijo se consagra a sí mismo en la verdad, el Hijo nos consagra a nosotros en la verdad. De modo que debe ser importante. Consagrar, santificar, significa traspasar algo a la propiedad de Dios. Estar en el terreno de Dios, en el dominio de Dios. Apartar algo para destinarlo al culto, eso es consagrar. Así que consagración, en el sentido de santificación es una segregación, un apartarse, un éxodo del entorno propio, de nuestra vida personal, y dedicarse para Dios, a Dios. Y precisamente porque se entrega totalmente a Dios, esta realidad que ahora existe para el mundo, para los hombres, ahora debe existir sólo para Dios. Podemos decir que en toda la dimensión de Jesús, siempre había una elección y una misión. Llamó a los discípulos para estar con Él, y los envió a… Nos llama y nos envía. Nos segrega del mundo, nos aparta de las cosas, nos consagra en la verdad y nos envía. Es la misma acción y es una acción que dice el Evangelio que ocurre tanto en la relación entre el Padre y el Hijo como con nosotros.

Consagración significa que Dios reivindica para sí al hombre en su totalidad. Que no se va a quedar conformándose con poco. Vaya, que cuando te ofreces al Señor, ‘pringas’, con perdón de la expresión. Seguro. Porque no se va a conformar con un poquito de tu corazón, un poquito de tu tiempo… No. Es más fácil darse del todo que darse a medias. Por el mismo precio, la verdad es que mejor no poner resistencia. Consagración significa que Dios reivindica para sí al hombre en su totalidad. Segregarlo para Él. Y esa consagración es la que siente Jesús como propia. Esa es su gloria. El Padre lo ha consagrado así. ¿Qué significa pues cuando Jesús dice «yo también me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad»?  Significa que me consagro, me entrego a mí mismo como sacrificio. Eso significa. Yo por ellos me santifico, yo por ellos me consagro. Yo, a partir de ahora, estoy en esa posición de seguir manteniéndoles en tus manos. En tu dominio. Dedicado a ti. Esta es mi misión y esa va a ser mi misión eternamente. Así se encuentra Él cuando preside invisible la Eucaristía.

La primera consagración se refiere a la Encarnación, pero ahora hay otra encarnación, hay otra consagración. Jesús que quiere vivir hacia el Padre devolviéndonos a Él. En el sacrificio Jesús está de un modo que solo es propio de Dios. Está tanto contra el mundo como a la vez a favor suyo. Contra el mundo porque es del Maligno, pero a favor suyo, porque entrega a su Hijo para su salvación, para nuestra salvación.

Estamos ante una nueva liturgia, la liturgia de la expiación de Jesucristo, la liturgia de la Nueva Alianza en toda su grandeza. Jesús es el Sacerdote enviado al mundo por el Padre. Él mismo se hace sacrificio presente en la Eucaristía de todos los tiempos, y, en la Fiesta de la Expiación, cumple plenamente aquella Palabra que se hizo carne para la vida del mundo. Y al hacerlo, Él se consagra y nos consagra a nosotros.

«Santifícalos en la verdad». Me consagro yo para que también se consagren ellos a la verdad. También en ellos se debe cumplir ese traspaso de propiedad. Ese traslado a la esfera de Dios. Ese pertenecer a Dios. Nuestra gran realidad de ser hijos de Dios, que somos inhabitados del Espíritu Santo. Es muy grande esto: es una dignidad impresionante. Pero eso significa que no estamos solos jamás. Que somos terreno sagrado. Y el Espíritu Santo no está mudo. Es inteligente, habla, se comunica, quiere algo de nosotros, se insinúa, nos quiere.

Descubrir ese Gran Desconocido, que es el alma de nuestra alma, decía san Agustín. Él, que había sido que si maniqueo, que si neoplatónico… ¡Vaya empacho que tuvo!. Y en todos sitios andaba buscando la verdad, y no la encontraba. O no la encontraba del todo. Y su madre detrás llorando. Y así estuvo treinta y tantos años. Su sorpresa fue cuando dijo: «Bueno, me voy a portar bien.» Porque le dijeron los estoicos —que fue el último grupo al que perteneció— que había que renunciar a lo exterior, a la sensibilidad, a las pasiones, y a los movimientos instintivos, volverse hacia la persona interior, hacia la persona de dentro, hacia el santuario del alma. Y él se aplicó a ello. Su sorpresa fue que haciendo ese movimiento de lo exterior a lo interior, de fuera a dentro, se encontró con otro movimiento que él no esperaba que venía de arriba abajo, no de fuera a dentro. Era el de Dios hacia el alma. Y cuando se encuentra al volver sobre él que hay otro que está antes que él, entonces sí, ahí se convierte. Cuanto más hacia dentro me vuelvo, encuentro a otro que es más interior a mí que yo a mí mismo. ¡Impresionante! Europa debe a san Agustín el descubrimiento de la subjetividad humana, de la conciencia[3]. Así que no hay que buscar a Dios muy lejos.

Ese «santifícalos en la verdad» tiene tres dimensiones: el Padre ha santificado al Hijo porque ha venido a reclamar lo que es suyo, que somos nosotros. El Hijo siente como su gloria que volvamos hacia Él, por eso va a entregar la vida. Y a nosotros nos santifica en la verdad: «como me enviaste al mundo, yo los envío al mundo.» Y yo por ellos me santifico. Para que también ellos sean santificados en la verdad. Para ese «santificados en la verdad» hay que imaginarse ese baño completo con que el sumo sacerdote se ponía las vestiduras sagradas y recibía el baño de aceite que lo ungía como sacerdote. Pues algo así es. «Santificados en la verdad» es como bañarte en la verdad. No solo conocerla, sino vivir en ella. Porque es un baño que nos purifica. Hemos de ser sumergidos en la verdad. O revestidos de Cristo como dirá san Pablo.

«Les he dado a conocer tu nombre»

20 No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, 21 para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

22 Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: 23 yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.

24 Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo.

25 Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. 26 Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.»

Lo del nombre viene de lejos. Desde la creación Dios quiso que Adán y Eva pusieran nombre a los animales y a las cosas, y era un modo de posesión de la creación que nos daba como regalo. El nombre no era nombrado por el judío, porque el nombre era similar a la persona. Decir el nombre era revelar la identidad. El nombre es más que una palabra: significa que Dios se deja invocar, que Jesús se deja encontrar. Conocer el nombre de alguien, es conocerle un poco. El nombre de Dios significa Dios como el que está presente entre los hombres. El que es grande, infinito. Pues ese mismo que es grande e infinito, en el nombre de Dios se nos entrega. Conocer el nombre es conocer quién es Dios. La revelación del nombre es de un modo nuevo, también presencia de Dios. En Jesús, Dios entra totalmente en nuestro mundo de hombres. Se ha hecho «Dios con nosotros», Emmanuel.

Por eso dice: «Yo les he dado a conocer tu nombre». Nos ha dado a conocer quién es Dios. Y en futuro: «y se lo seguiré dando a conocer». Es decir, que es algo que también está haciendo ahora Jesús. ¿A qué se dedica? Pues a eso, a manifestarnos su nombre, a seguir manifestándonos su presencia. Pero no ayer, o el Viernes Santo de hace dos mil años. No, hoy.

El trabajo de Jesús consiste en manifestarnos a nosotros su nombre. Y en eso le va la gloria. Es así como está Jesús como Sumo Sacerdote.

La autoentrega de Dios en Cristo, no es algo del pasado, No dice «les di a conocer» o «les he dado a conocer». En Cristo, Dios sale continuamente a nuestro encuentro.

En la nueva liturgia de la Nueva Alianza, no somos nostálgicos. Lo que hacemos es asistir a una clase constante de Jesús que nos da a conocer —diría también san Agustín— el nombre de Dios. Es algo tan sencillo y sublime como que esa palabra que leemos, no es palabra humana. La palabra humana, la lees, resuena, te acuerdas o no te acuerdas, la retienes… pero da de sí lo que da. Pero la Palabra de Dios no vuelve a Él infecunda. Es Palabra infinita. Es Palabra capaz de crear aquello que anuncia. Así que si yo, despacito, cojo las Bienaventuranzas y leo: «bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos», y me paro, y lo vuelvo a leer. Y eso va calando. Y cuando dejo de leerlo, por la fuerza de la Palabra soy más pobre en el espíritu que cuando empecé a leer. No porque yo esté más convencido, sino porque esa Palabra es Palabra poderosa, capaz de realizar aquello que te está anunciando. Dice san Agustín que eso es porque la Palabra escrita resuena con otra en nuestro interior que es la del Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos da a conocer el nombre de Jesús. Hace resonar en nosotros y por tanto hace vivir con vida real ese encuentro con Jesús.

La unidad

Y luego un cuarto tema, que es el de la unidad: «para que todos sean uno».

20 No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, 21 para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.

Por cuatro veces Jesús pide al Padre por la unidad. El mundo creerá, nos haremos creíbles en la medida en que vivamos en esa unidad.

¿Por qué unidad ruega Jesús?

Me gustaría que esta cuarta parte de la Oración Sacerdotal, la uniéramos a la fe en la Iglesia. Porque esa unidad se funda en la unidad entre el Padre y el Hijo. Una unidad auténtica. es la unidad de esa comunidad invisible. Y es invisible porque no es en absoluto un fenómeno mundano: la Iglesia. En la Lumen Gentium se dice en el primer capítulo que hemos de tener fe en la Iglesia.

Y no nos habla de institución, ni de curas o monjas o papas. Nos habla de la Trinidad: porque ese es su origen, y ahí estará su final. El corazón de la Trinidad. Así que la imagen que nos hace y nos ayuda a entender la Iglesia es nada menos que la unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Ciertamente es verdad que la unidad de los discípulos, de la futura Iglesia, nuestra Iglesia, que Jesús pide, no es un fenómeno mundano. Al menos en el corazón de Jesús no está siendo así. Porque si lo pide como un don, no será consenso. No nos dijo: «poneos de acuerdo». No dijo eso. Esto lo dice el Señor muy claramente: la unidad no viene del mundo. «Os doy una paz que no viene del mundo». No es posible lograrla con las fuerzas del mundo. El ecumenismo sano no es el que razona mucho sino el que reza mucho. Porque la unidad no será fruto de nuestra voluntad, sino don de Dios. La unidad sólo puede venir del Padre a través del Hijo. Está relacionado con eso de la gloria. La gloria que el Padre le da al Hijo y que el Hijo le da al Padre y que luego nos regala a nosotros: ahí está la unidad. La oración de Jesús por la unidad apunta precisamente a eso. Que a través de la unidad de los discípulos se haga visible a los hombres la verdad de su misión. Que Jesús sea reconocible en nuestra vida. Que a través de la unidad que vivimos, la gente pueda reconocer esa unidad. El Señor ha pedido por esto, por una unidad que solo es posible a partir de Dios y a través de Cristo.

¿De qué unidad nos habla?

La unidad de la Iglesia futura se basa en la fe que Pedro profesó: «nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo consagrado por Dios». Pedro eso lo supo, y eso es la fe de la Iglesia. Esta confesión de fe es muy cercana también a la Oración Sacerdotal. Pedro en esa ocasión ya empieza a ejercer su ministerio de primado.

La fe es más que una palabra: es entrar en comunión con Jesús. También por lo tanto dentro de la oración de Jesús está esa Iglesia naciente, entonces con miedo: está justo antes del prendimiento de Jesús. Pero será la Iglesia de Pascua, del Espíritu Santo, que camina hacia la Trinidad y que ha nacido de la Trinidad. Y que manifiesta la Trinidad en la medida en que vive en la unidad con Jesús:

25 Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. 26 Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos.»

Reconocer a Jesús es fruto de ser tocado por el amor, es un don de Dios. Y podemos casi afirmar que la Iglesia nace de esa Oración Sacerdotal. Esa petición por la unidad podemos decir que se cumple en la institución de la Iglesia. ¿Qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que mediante la fe en Jesucristo como enviado por el Padre reciben su unidad y se ven implicados en su misión?

Por eso, cuando a veces se ha banalizado sobre la Iglesia, incluso personas de fe, que han hablado de ella como una institución humana, es no entender nada de nada. Esta fe está muy lejos del romanticismo infantil de pensar que no hay curas pederastas. No es negar esto. Es que a través de esto, y a pesar de esto, el don de la unidad se abre paso. Y eso es un acto de fe, como decía el Vaticano II.

Que el Señor nos haga sentir sus sentimientos de Jueves Santo. Cómo estaba Jesús al presidir la Eucaristía, al ver a sus discípulos. Cómo estaba consciente de volver al Padre cumpliendo esos cuatro encargos tan preciosos que nos deja casi como propósito del Triduo Santo: vivir en la unidad, santificarnos en la verdad, conocer el nombre de Jesús, vivir ya la vida eterna.

Y que ese empaparnos de sus sentimientos nos haga entrever que todo lo que ocurre y ocurrirá durante la Pasión, es el escenario de algo interior que es la disposición con la que Jesús se nos da:  «esta es mi sangre, este es mi cuerpo», con la que está ahora y con la que estará permanentemente con nosotros, para que se nos haga siempre actual la memoria de Jesús.

5ª Meditación. Creo en la Iglesia.

Retomando el hilo del punto de la Unidad, en ese contexto de Jueves Santo.

Vamos trabajando nuestros propósitos o lo que el Señor nos va inspirando. Con esa verdad auténtica, de cada uno, que es imposible de definir: sólo Dios la conoce.

Pero es verdad que hay algunas formas del Espíritu Santo que la Iglesia ha ido descubriendo en los santos, que no son baladís. Por ejemplo aquella que afirma que la iniciativa siempre viene de Dios. A veces tardamos una vida en reconocer que Dios se nos anticipa, que el primer interesado en la santidad es Él, que la santidad sobre todo es cuestión ontológica, no sicológica. La santidad es que en mi corazón está el Espíritu Santo que es el espíritu de Jesús, que me descentra. Otra cosa es si me dejo descentrar o no. Y la santidad sicológica será dejar que Él ocupe el centro de mi vida. Claro, eso requerirá esfuerzo y ascética, pero no nos engañemos, la ascética vendrá después de la mística, no antes. Dios no será premio a nuestro esfuerzo, nunca. Sino que Dios se nos anticipa, se nos regala como don, y a nosotros nos va bien. Y ese que nos vaya bien, esa es la colaboración que el Señor espera. Eso se insinúa en nuestro interior porque la acción de Dios simplifica las cosas, las vertebra en una unidad interior, cada uno tiene la suya, porque no todas las almas son iguales, y el trabajo del Espíritu Santo es un trabajo de filigrana. De santificación, es decir de recordarnos, como decía Jesús, en cada persona de un modo distinto, aprovechando sus circunstancias, su ADN, su familia, su cultura, su sicología. Esa santidad sicológica, que es muy importante, es posterior al don de Dios. Es consecuencia del Triduo, consecuencia del sacerdocio de Jesús.

Esta es una de las verdades más fecundas y más olvidadas en la Iglesia.

Hay otra que no es menor, y es el papel de la Iglesia y de las mediaciones en esa labor de santificación que veremos mañana, que es el encargo que Jesús le hace al Espíritu cuando promete el Espíritu Santo a la Iglesia y envía a los discípulos. Reciben la misma misión, el mismo encargo y la misma fuerza. El mismo espíritu que hace a Jesús Hijo de Dios, nos hace a nosotros hijos de Dios. No es un espíritu menor, no es otro espíritu, no somos menos hijos que el Hijo de Dios. Somos hijos por gracia. Pero no menos hijos. Somos hijos en el Hijo. Hay una única corriente por la cual el Hijo devuelve el mundo al Padre y en esa corriente estamos nosotros igual que Él. La diferencia es que Él está por derecho y nosotros por adopción, por gracia. Pero el mismo Espíritu que hace decir a Jesús Abba, Padre, nos hace a nosotros también decir Padre.

Es por eso maravilloso extasiarse como creo que lo hacéis y que lo intentamos, ante ese gran don de Dios que es el Espíritu Santo, que nos hace libres del mundo y que colabora y realiza en nosotros la obra que Jesús culminó con su entrega en el Jueves y el Viernes Santos.

Así que si la unidad de la que hablábamos antes, del Padre con el Hijo, del Hijo con nosotros, que nos hace creíbles ante el mundo, es un don, significa que la Iglesia es el gran don de Jesús. Y que será imposible la vuelta al Padre al margen de esa voluntad de Jesús. Por eso me parecía muy interesante también agradecer al Señor este don y revisarlo un poco.

¿Qué es lo que piensa Jesús de la Iglesia? ¿Qué es la Iglesia en el corazón de Dios?

Se ha hablado mucho de la Iglesia, y desde muchas posiciones, pero quizá lo que me parece más acertado de la Iglesia es que viene de lejos, que viene de muy lejos, que viene desde la creación del mundo, del deseo de Dios. Nuestra fe en la Iglesia depende de nuestra fe en Jesucristo, y dice san Hipólito «es el lugar en el que florece el Espíritu Santo». Iglesia significa convocatoria. Vamos a imaginar a Dios Padre que desde el inicio ha querido convocar a sus hijos. Convocar, llamarlos. Y eso ha sido constante. Desde el pecado original. Desde el padre que busca a Adán y Eva que se han escondido, el deseo de Dios ha sido convocar a la salvación a todos los hombres. No es por tanto un proyecto humano, sino que es la obra de Dios en el mundo.

Los símbolos con los que la Escritura ha manifestado ese deseo de Dios de convocarnos, han sido muchos, y algunos preciosos. La Iglesia es un aprisco, en el que Cristo es la única puerta. La Iglesia es un rebaño del que Cristo es el pastor. La casa de Dios, una casa que se va construyendo. Es la familia de Dios. O el templo santo de Dios del cual somos piedras vivas.

Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. 10 El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. (Jn 10).

Él es la puerta por la que entra la salvación.

A lo largo de la historia, también han sido muchos símbolos e imágenes parecidos a estos. Como la Iglesia como campo de Dios. O la viña escogida de la cual Cristo es la vid verdadera, y nosotros sus sarmientos. En Cristo encontramos la vida. Sin él no valéis para nada, solo para ser cortados y echados al fuego. Estancia de Dios en el Espíritu, tienda de Dios entre los hombres, Tabernáculo del Señor entre nosotros, Ciudad santa, Nueva Jerusalén… No acabaríamos nunca. Pero todas van alrededor de la misma idea: es una «manía» de Dios, Dios nos quiere convocar. No es un Dios que nos suelte fácilmente de la mano. Quiere volvernos a casa. Volvernos a su seno. Por eso la Iglesia se nos manifiesta como madre, pero también como esposa.

Frecuentemente al hablar de la Iglesia empezamos planteando su fundación, su estructura,… Si cogéis manuales al uso, pues veréis que comienza con la constitución jerárquica de la Iglesia, los obispos, los sacerdotes, o a lo mejor empezará por el pueblo fiel, por el bautismo, por los laicos. Me da igual, empiece por donde empiece, si empieza por la institución, no empieza bien. Que no es que no haya institución. Es como decir que en Jesucristo sólo vemos el rostro humano. «He encontrado un profeta, o he encontrado un mesías, un rabí». Ya, pero hasta que con Pedro no dices «tú eres el Cristo, el hijo de Dios», no conoces quién es Él.

Claro que hay una realidad humana en la Iglesia. Pero empezar por ella es como pensar que en nuestras familias, lo más importante son las paredes. O en una casa, los ladrillos. O en nuestra vida, lo que hemos hecho. Porque tenemos la percepción de que nosotros somos más de lo que decimos, y más de lo que hacemos. Y más de lo que pensamos. Somos el que está detrás de lo que decimos, pensamos y hacemos. Ese yo que hay detrás, que es el que es responsable de todo lo que se muestra, pero mucho más de lo que no se muestra, al cual Dios conoce; que tiene nombre y destino, eso es lo que Dios persigue al convocar a sus hijos. Eso es la Iglesia. Así que en el origen de la Iglesia está esa convocatoria de Dios. Claro, su realización es en la historia, de modo que hay que decir muy claro que al hablar de la Iglesia hay que hablar de un misterio, de un don y de un objeto de fe. Creemos en la Iglesia, sí. Siempre hemos creído los cristianos en  la Iglesia, no solamente la afirmamos como medio o como instrumento, no es eso. Tenemos la misma fe teologal para hablar de que Cristo es el Hijo de Dios, que para decir que la Iglesia de Dios es su continuidad. Sin la fe, no podemos reconocer el rostro de la Iglesia como sin fe no podemos reconocer el rostro de Jesús. La Iglesia es objeto de fe. Nos dice la Lumen Gentium:

El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de la vida divina […] Determinó convocar a los creyentes en Cristo en la Santa Iglesia, que fue ya prefigurada desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, constituida en los últimos tiempos, manifestada por la efusión del Espíritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos. (LG 2).

La decisión es del Padre Eterno. Decidió desde la eternidad convocarnos, reunirnos en una llamada, en una convocatoria, en una Iglesia santa.

Por eso, si alguien realmente quiere conocer el misterio de la Iglesia, o mira a la Trinidad que es su inicio, o mira a la Trinidad que es su final. La mirada que esté en medio, no digo que sea mala, pero es limitada.

La convocatoria empieza en el corazón del Padre en un decreto divino de amor, que se irá realizando gradualmente, claro. Unas veces mejor, otras peor. Unas más parecido a lo que Jesús quiere, otras menos. La santidad sicológica, la santidad nuestra, responderá o no a ese decreto divino. Será creíble o no. Y en ese sentido podremos hacer juicios históricos sobre etapas, momentos, decisiones de la Iglesia. Pero estaremos siempre en la encarnación, en la parte visible. En aquello que puede responder en mayor o menor grado a esa llamada.

Así, que la Iglesia ha sido prefigurada desde el origen del mundo. Es más, aquella convocatoria, ha sido el motivo de la Creación. Dios crea el mundo en previsión de esa llamada. Todo el universo está en función de que todos volvamos al Padre. Así que la Iglesia no es un elemento menor o accesible o accidental. A mí me da pánico cuando oigo a católicos —bien formados, supongo— que con toda ligereza hablan de la santidad en Cristo sin la Iglesia. Esa santidad no la quiso ni la quiere Jesús. ¿Es que vamos a encontrar un camino mejor que el que Él nos ha planteado? No podemos hacer que la Iglesia sea una pieza accidental, histórica, fruto de las decisiones del consenso humano. Que no se la inventado el Papa, ni los laicos. Es Jesús mismo en la Oración Sacerdotal que dice que somos enviados y os comunico la fuerza del Espíritu Santo que me hace a mí hijo de Dios, y es en esa filiación divina en la que la Iglesia nace. Nace en el corazón de Cristo obedeciendo a la voluntad del Padre, con un decreto que viene de la Creación del mundo. Nada más lejos que empezar a construir la Iglesia con consenso: «vamos a ponernos de acuerdo…» No es fruto del acuerdo ni del consenso. Ni va a nacer el Espíritu Santo de que seamos simpáticos o de que nos pongamos de acuerdo. Ni la unidad va a ser fruto de estrategias humanas más o menos razonables. Serán solo fruto de la fe en reconocer el don de Dios.

Hasta este punto es misteriosa la fundación de la Iglesia, que está preparada en la antigua Alianza a través de la elección del pueblo de Israel como pueblo de Dios. De esa reiterada voluntad de Dios de buscar la alianza con el pueblo de Israel, con Abrahán, con Noé, con Moisés de un modo más definitivo. Rota muchas veces la alianza por el pecado de infidelidad del pueblo de Israel. Rehecha la alianza una y otra vez. Mandando profetas para ablandar el pueblo de Israel. Esa ha sido la fundación lejana de la Iglesia.

La más cercana según dice la Lumen Gentium, preparada y constituida en los últimos tiempos. Esos son nuestros tiempos. Y en el día de Pentecostés, el Espíritu Santo fue enviado para santificar la Iglesia incesantemente. Y fue enviado de un modo clamoroso, que se notara. Y hablaban don de lenguas, y se convirtieron muchísimos, y vencieron el miedo, y salieron del cenáculo: se notó. Se notó que la Iglesia se ponía en pie. Porque Dios quiso, porque Jesús quiso que se notara que la fuerza no venía de aquellos doce pescadores, sino que venía del Espíritu Santo que les inundaba de sus dones. Dones que les pasaban y les superaban. Hasta san Pedro curaba con su sombra y él no se enteraba. Ya me diréis si él tenía sensación o voluntad de curar a nadie, si se asustaba cuando le decían que alguien se había curado. (Debe asustar eso de ir andando y que el otro se cure son tu sombra). La percepción de los apóstoles es de susto. De susto de saber que el Espíritu Santo está actuando a través de ellos, no sin ellos, pero más allá de ellos, mucho más allá de ellos. Para cumplir su misión, el Espíritu Santo equipa y dirige la Iglesia.

Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria. (LG 5).

La distinción no es mía, sino de san Agustín, y puede hacer alguien trampa con ella, pero de hecho la recoge la Lumen Gentium.

¿Qué significa? Pues que la Iglesia perfecta es el Reino de Dios en la vida eterna. La Iglesia mientras va de camino, es germen, comienzo, manifestación, símbolo. Pero aún no es el Reino de Dios. Aún no ha llegado a ser el Reino de Dios. Mientras no llegue a ese momento, será evidente su limitación, y también a veces su infidelidad. La Iglesia solo encontrará su consumación en la gloria. Y hasta entonces hace su camino a través de este mundo. En el cual no debe instalarse, como Jesús le recordó: «no sois del mundo», «vamos de camino», «hemos nacido de Dios», etcétera. Afirmaciones que ojalá las vayamos refrescando porque nos recuerdan constantemente una situación incómoda, muy incómoda del cristiano. De siempre, de ahora y de siempre. Tenemos un pie en este mundo y otro pie en el otro. Y eso nos hace incómodos para este mundo. Releemos lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer por la voluntad de un fundador que no está en este mundo, que no obedece a los poderes de este mundo. Y eso que es nuestra dignidad, también es nuestra fuerza y nuestra responsabilidad, porque este mundo es adonde nos manda Jesús. De modo que tampoco podemos «sobrevolar» el mundo y ‘sobrevolar’ la historia, esperando una santidad en el Reino de Dios. Sí, vamos hacia el Reino de Dios, pero vamos en este mundo que Dios ama entrañablemente, por el cual ha dado la vida. Así que reconocer primero la convocatoria de Dios Padre, y segundo que si la culminación de la Iglesia es en el Reino eterno, nos hace respirar con los dos pulmones para mirar con limpieza la Iglesia y descubrir su misterio, un misterio de santidad. Y creo que hay que pedirle a Dios el don de ser receptivo a esa santidad cuando la santidad se mueve en los corazones de nuestros hermanos. Por ejemplo ves a esa persona que todo le sale mal, y que nunca se queja. Pues tiene el don de fortaleza y lo tiene porque el Espíritu Santo quiere que tú te alegres de ese don que el Espíritu Santo le da. Y otro que todo el mundo le cuenta todo, y que no suelta prenda y que parece una esponja, pues tiene el don de consejo. Y es para edificación de la comunidad. El Espíritu Santo no está muerto. Sigue dando muchos dones para nuestra admiración, para que viendo cercano la posibilidad de esa santidad, nos animemos también.

Empezar con el misterio de la Iglesia es importante para reconocer que aunque la Iglesia está en la historia, al mismo tiempo la trasciende. Y solo con ojos de fe podemos descubrir esa verdad espiritual.

Creo que hay una fe más inocente o más infantil. No me refiero a esa, al que cree en la Iglesia porque cree que la Iglesia no tiene pecado. Luego pierde esa fe cuando descubre el pecado de la Iglesia. Sino la tercera: cuando vuelve a creer en la Iglesia a pesar de su pecado. Ahora sí. Ese cree como Jesús quiere que creamos. De modo que la fe madura en la Iglesia requiere de un poco de frustración y un poco de desánimo y un poco de desilusión en la Iglesia en la que yo había creído. Porque a lo mejor la Iglesia en la que yo había creído era la Iglesia que yo formulaba pensando que era sin pecado, sin encarnación, sin historia, sin limitación. Nos va bien a veces sufrir, como ahora en estos tiempos que sufrimos situaciones dolorosas de la Iglesia. Que nos tienen que doler, que no debemos negar, que son parte de nuestro pecado que debemos expiar.

Pero al mismo tiempo, no creamos al margen de ese pecado. Ni al margen de esa limitación. Sino en esta limitación. Una de las dificultades del reconocimiento ha sido la crítica racionalista que frecuentemente ha considerado que Cristo no fundó una estructura eclesial, es decir un grupo de doce apóstoles, sino que eso fue una invención posterior. Pero es necesario reconocer que el comienzo fue gradual. El comienzo fue el pequeño rebaño que Jesús convoca a su alrededor que les enseña de una forma familiar, entre los que están sus discípulos y aquellos setenta y dos que manda a predicar de dos en dos. Sobre esos discípulos, Cristo escoge a los apóstoles, doce. Y no es porque sí. Porque había de recordar a las doce tribus de Israel. Y en su cabeza y en su corazón está creando algo nuevo y específicamente simbólico. Los liga a su persona, los vincula a su persona, les enseña, Les cuenta las parábolas, etcétera. Aún así, entre los discípulos elige a otros que tienen una relación mucho más estrecha con Él. Jesús se expresó claramente: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe. Y quien me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado.» Les envía a anunciar el Reino de Dios, reza por ellos, les concede poder concreto: «todo lo que atéis quedará atado», etcétera.

Así que la elección de los doce es un momento fundacional de la Iglesia. Como lo es también la elección de Pedro: «Simón, ¿me amas más que estos? Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero. Apacienta a mis corderos…” Su labor pastoral nace del amor con el que reconoce a Jesús después de su pecado. «Tú sabes que te quiero». «Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca y tú cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.» Dentro de ese grupo, Pedro recibe una misión especial de confirmar nuestra fe. Por eso le cambia el nombre. Así que Jesús prepara y edifica su Iglesia. Es el momento de que la gran convocatoria de Dios Padre reciba concreción. Una concreción que pasa a través de esas llamadas, de esa escuela en la que los forma, De la misión que les encomienda y finalmente de un mínimo de estructura, no mucha, pero que hace que sean doce, un colegio, con uno que hace las veces de primero.

Así que el Señor ha dotado a su comunidad de una estructura que preservará hasta la plena realización del Reino. No toda estructura eclesial es histórica o cultural. Parte de la constitución de la Iglesia es claramente deseo de Jesús. Deseo explícito. No es fruto del azar. Y a veces es contraria a costumbres del momento. Obedece a un verdadero deseo de Cristo. Aún así, solo con eso no tendríamos todo lo que hay que tener en la Iglesia, porque eso que tiene de institución, lo tiene de sacramento de salvación. La parte mejor de la Iglesia es la que no vemos. Esa sociedad dotada de órganos es Cuerpo Místico de Cristo. Es asamblea visible, sí, pero es comunidad espiritual invisible. Es Iglesia terrenal, sí, pero está enriquecida por los dones del cielo. Y eso es lo que hace de la Iglesia una realidad compleja. Ese doble elemento: humano y divino. Naturaleza divina porque hemos visto que Cristo funda la Iglesia, responde a la convocatoria del Padre, confía en la misma misión, y da y recibe toda la fuerza del Espíritu Santo. Pero humana, porque está ejercida por personas limitadas, por los apóstoles, por nosotros, por vosotros por el bautismo.

La finalidad de la Iglesia es la comunión de los hombres con Dios por la caridad. Ese es el fin que debe presidir todo en la Iglesia. Y cuando nos acercamos a esto, agradamos al Señor. Cuando nos acercamos al deseo de Jesús, somos fieles. Cuando nos alejamos de esto, laicos, sacerdotes, obispos, —es igual: todos podemos hacer trampa—, cuando confundimos autoridad con poder, jerarquía con dominio, pueblo de Dios con la libertad, cuando hacemos trampa, que lo podemos hacer todos, no hacemos lo que Jesús quiere. Ese diseño que se ha ido destilando, de que hay como dos iglesias, «una Iglesia Pueblo de Dios en marcha por el desierto, querida de Dios, que es la auténtica, la popular, la de base, la que sufre y la otra, la jerárquica, la instalada en el poder, dominio de las conciencias,…” Pero, bendito sea Dios, ¿cuándo hemos empezado a pensar que hay dos iglesias? Hay una, solo una. Ya nos gustaría ya, que hubiera dos. Porque así una sería buena y otra mala. Pero eso es demasiado sencillo. Dice san Cipriano: «donde está la Iglesia está el Espíritu, donde está el Espíritu está la Iglesia», «Ubi Ecclesia, ibi Spiritus Dei; ubi Spiritus, ibi Ecclesia». Ya nos gustaría un espíritu sin carne, pero no existe. Desde la Encarnación, las dos líneas se han unido. En Jesús no hay una parte que sea divina y otra parte que sea humana. Él es a la vez Dios y hombre. Cuando habla y cuando duerme. No hay ninguna actividad humana que no sea divina en Jesús. Y no hay ninguna actividad divina en Jesús que no sea a través de palabra humana.

Así que el sueño ese de las dos iglesias, aunque se inspira en una buena voluntad, creo que es un gran error. Porque deshace la Encarnación, deshace la ley de la Encarnación, deshace el ritmo en el que Dios ha querido encarnar su Palabra. Cuando una palabra se encarna, cuando un sueño se encarna, pierde idealismo. No hay ninguna casa tan bonita como la casa imaginada. La casa real, seguro que alguna cosa no le funciona. No hay ningún ideal tan bonito como cuando sólo es pensado. Cuando lo llevas a la práctica, seguro que alguna cosa falla. Pero esa, es la que Jesús quiere. Por designio divino. Porque quiere encarnar el Espíritu Santo. Por eso la Iglesia que es llamada de Dios, y asamblea invisible, también se realiza en lo visible, en lo histórico, en el tiempo, con mayor o menor éxito, con pecado o con gracia. La Iglesia sacramento significa signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios. Recordad aquel texto precioso del Apocalipsis:

9 Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. (Ap 7).

Ese es el sueño de san Juan en el Apocalipsis, como para ir diciendo que somos pocos. ¿Qué sabemos si somos pocos? De toda lengua, raza, pueblo y nación que han respondido a esa convocatoria de Dios. Y han llegado al Reino. Así que no es como para desanimarse. Como decía Pablo VI, «la Iglesia es el proyecto visible del amor de Dios a la humanidad.»

9 Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz, (1Pe 2).

Ya sé que todo eso puede chocar mucho con la percepción que últimamente tenemos sobre todo si vemos mucho la televisión, o hacemos mucho caso de imágenes negativas de la Iglesia, o sencillamente nos dolemos por pecados, que los hay y gordos. De los cuales tenemos que convertirnos. Puede ser contradictorio, pero yo creo que es compatible. Y debe serlo.

Eclesializar nuestra conciencia es eclesializar nuestra santidad. No podemos ni queremos salvarnos solos. Jesús ha previsto que nos salvemos en comunidad. Que vivamos la Eucaristía como fiesta de todos, que la Pascua sea única para todos. Ha querido que la palabra de Dios sea resonada en todos los corazones. Y que entre nosotros nos intercambiemos nuestros dones y carismas porque son para el bien de todos. No hay carismas ni dones de disfrute propio, sino para edificación de la Iglesia como familia de Dios. Este pueblo tiene a Jesucristo como cabeza. Por condición la libertad de los hijos de Dios, por ley el mandamiento nuevo de amar como Cristo nos ha amado. Su misión es ser sal y luz del mundo, y su destino es el Reino.

Es bonita la Iglesia. Como no lo dice nadie, digámoslo. Vamos a agradecer al Señor el don de habernos hecho nacer en su Iglesia, nuestra madre que nos ha engendrado para la vida eterna. Y nos ha dado un montón de santos y santas para imitarlos. Y una doctrina teológica que ha ido fecundando nuestra plegaria, nuestra oración, nuestra santidad concreta, Y cada vez que nos hemos encontrado obstáculos, o hemos sido obstáculo, lo que haremos es sencillamente pedirle al Señor perdón y desear responder a la Iglesia que Él sueña que seamos, que siempre ha soñado la misma: la Iglesia que llega al Reino. Que se parece cada día más a la Trinidad.

Somos un pueblo sacerdotal profético y real. Desde nuestro bautismo. Cuando nos bautizaron, nos dijeron esto: eres sacerdote, profeta y rey.

·        Sacerdote porque consagramos a Dios el mundo desde dentro del mundo: con el trabajo, la familia, el sufrimiento… participamos en el deseo de volver el mundo a Dios.

·        Profetas porque hablamos en nombre de Dios. Todo hijo de Dios es profeta porque ilumina el mundo con la Palabra de Dios.

·        Y real, porque en la medida que pertenecemos a la Iglesia y vamos camino hacia el Reino, somos libres del mundo y reinamos sobre el mundo.

Esa es la parte en la que el mundo tiene miedo a los cristianos: por un lado les tiene envidia u odio. Por otro les tiene miedo. Porque no tienen señor en este mundo. Porque su código moral no está inventado en ninguna ONU de este mundo. Porque su ética no es una ética que se pueda escribir en un libro de «ciudadanía», porque su credo no es ninguna ideología que pueda pactar nadie. Y eso le hace libre del mundo. Y por lo tanto, peligroso. Tengámoslo en cuenta porque también Jesús lo dijo a sus discípulos: «Si el mundo a mí no me ha recibido, a vosotros no os recibirá» (Cfr Jn 15,18). No nos hagamos ilusiones. El motivo es el mismo: porque ponemos la cabeza y el corazón fuera de este mundo. Ojalá que lo hagamos de verdad. Pero lo curioso es que lo digamos y que luego vivamos de las comodidades de este mundo, de los poderes de este mundo, del dinero de este mundo, o de los ídolos que nos da el mundo. Pero el santo cambia la historia. Un solo santo cambia la historia de nuestro mundo. Porque descentra el mundo y le hace mirar hacia el Reino de Dios. Y eso trae muchas consecuencias. Jesús nos dice también en Juan 15:

En esa alegoría preciosa nos dice que el Padre tendrá que podarnos para que demos más fruto. Pero en la alegoría de la vid, antes de empezar la Oración Sacerdotal, hay en Jesús todo una alegoría que hace referencia a la Iglesia.

Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he dicho.

Y duele, cuando lo poda. Es para dar más fruto, pero lo poda.

Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.

Permanecer es más que actuar. Permanecer uno en otro es que tenemos la misma savia. Que el Espíritu Santo que fecunda nuestra unión, es el que vitaliza también nuestra actividad.

Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.

Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor.

11 Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.

14 Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. 15 No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.

16 No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda.

Él nos ha elegido. La Iglesia es una obra de Jesús. No es una decisión nuestra. No es apuntarnos a un club. Es que el Señor se ha fijado, nos ha elegido y nos ha mandado con la misma misión que Él había recibido.

También en la Carta a los Colosenses, san Pablo hace aquella imagen de Cristo cabeza y nosotros cuerpo (Cfr. Col 1,18).

La Iglesia es templo del Espíritu Santo porque el Espíritu de Cristo es quien impulsa, quien anima, quien santifica a la Iglesia. Por medio de la Palabra de Dios, por el bautismo, por los demás sacramentos, por las virtudes, por los dones. Todo lo que ya sabemos respecto a nuestro esfuerzo en corresponder a la llamada de Dios, a la santidad. Encontramos la Iglesia no como un elemento accesorio, accidental, molesto a veces, dependiendo de que su papel en nuestro progreso interior tenga mayor o menor relevancia, dependiendo de nuestra decisión. Eso viene ocurriendo y es peligroso, y se nota. Cuando cristianos buenos han sufrido un escándalo eclesial, y les entristece y les aparta del Señor, a veces destila un sentido crítico respecto a la Iglesia que tiene como fruto un asentimiento distante y crítico respecto de Jesús. Es un sí a medias: «Ud. hábleme y yo voy a mirar qué me quedo y qué no». «Ud. dígame y yo ya soy cristiano adulto y pienso con mi cabecita…” Eso hace daño. Porque esa aparente madurez nos aparta de una actitud filial del don que Dios te quiere hacer. Así que el asentimiento condicionado, parcial de Jesucristo a veces viene producido por una no eclesialización de nuestra fe bautismal. Seguro que por muchas razones, unas legítimas, otras no; unas históricas, otras personales, pero siempre hay que cuidar que la dificultad en no eclesializar nos aparte del Señor.

Vamos a encomendarlo. Que también esa gran obra que es la Iglesia que Jesús insinúa y dice claramente en su Oración Sacerdotal, de hecho en esa misma oración en la que instituye la Eucaristía, empieza también el Sacerdocio. Es un momento fundacional. Les tiene unidos y volverán a estar unidos en el Cenáculo, esperando al Espíritu Santo, donde será ya el momento más pleno de la Iglesia, donde con la ayuda del Espíritu Santo entenderán todo y saldrán a cumplir la misión. Y desde entonces hasta ahora. Estamos ahora en este tiempo, en tiempo de Iglesia que movidos por el Espíritu Santo, volvemos hacia el Señor. Es verdad que mientras volvemos, y en el momento en que volvamos, cada uno con su camino, la filigrana la va a hacer el Espíritu Santo. ¿Qué nos quedará por hacer? La obra de santificación que el Espíritu Santo irá recordando en nosotros. Y con el paso del tiempo, el Espíritu Santo irá haciendo en cada uno de nosotros esa obra de gracia que es la santidad sicológica. Pero será siempre fruto de la acción del Jueves Santo, de la Eucaristía que nos deja, de la Iglesia que nos ampara. Por muy originales que queramos ser sólo podremos responder. Pero cuando respondamos, Dios se nos habrá anticipado. Eso da paz. La verdad es que da paz. Claro, seguimos siendo libres, podemos no responder. La libertad sigue en pie. Pero si respondemos, respondemos a una llamada de amor anterior. Y reconocer esa anticipación de Dios en nuestra vida, es escaparnos del orgullo con el que quisiéramos construir nuestra iglesia, nuestra santidad, nuestro dios, nuestro cielo, nuestros mandamientos, nuestro credo,… ¡Uf qué trabajazo! ¡Qué difícil sería! ¡Qué cansino! ¡Y que poco divino! Sería como pensar que Dios nos ha dejado sin posibilidades.

Que ese sentirnos en la Iglesia madre también nos anime ahora este último trozo de Cuaresma y el Triduo Santo a agradecer al Señor el don de vivir, de permanecer en la Iglesia, de amarla intensamente, vivir de su realidad espiritual y corresponder con nuestra libertad a su llamada al amor que en definitiva es la conversión y eso es lo que nos propone siempre el Señor.

6ª Meditación. El trabajo del Espíritu Santo.

Jesucristo también dijo que enviaría al Espíritu Santo, para que nos recordara, para que nos fuera recordando en el futuro. Recordar lo que el Padre me dijo: esa es labor del Espíritu. Es bueno que dediquemos hoy un rato a saber cómo secundar el trabajo —duro— que el Espíritu tiene en nosotros para llevar a término la obra de Jesucristo: esa santidad ontológica de la que participamos desde el Bautismo. Esa santidad ontológica que es obra de Dios, no nuestra. Debe también encontrar en nosotros una respuesta, una colaboración, y esa es la labor del Espíritu Santo en nosotros. Cada uno distinto, porque aunque actúa de un mismo modo, tiene unas ciertas «manías» parecidas, por lo que vamos viendo. También tiene a veces modos distintos, intensidades distintas, no estamos hechos en troquel, ni el Espíritu Santo nos quiere a todos en troquel, sino que a cada uno o a cada una le puede sugerir, pedir, intensificar de un modo o de otro.

¿Cómo actúa el Espíritu? ¿Cómo es su acción? ¿Qué impedimentos debemos intentar retirar?

Es verdad que la presencia del Espíritu Santo es una presencia olvidada. El gran desconocido, le llamamos. Porque al Padre, poco o mucho lo tenemos presente por el don de la creación, porque ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo. Al Hijo también, le conocemos en el Evangelio. El Espíritu Santo siempre se nos queda un poco difícil de imaginar. En cambio Jesús nos dice en el mismo discurso de Jueves Santo:

16 y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, 17 el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros. (Jn 14, 16)

Tenemos la experiencia de san Agustín, cuando descubre al volver sobre sí mismo que había otro que se le había anticipado: «Dios es más íntimo a mí que yo a mí mismo».

Así que desde el comienzo de los tiempos, la misión del verbo y del Espíritu del Padre permanece escondida pero activa. Es verdad que al Espíritu Santo lo vemos planear sobre las aguas de la creación, y también lo encontramos de un modo indirecto, implícito en la asistencia al pueblo de Israel en su éxodo, en su exilio: ya estaba presente el Espíritu. Pero su manifestación es más clara en la glorificación: en la muerte y resurrección de Jesús. Sólo cuando llega a ser glorificado, Jesús promete la venida del Espíritu Santo que estará siempre con nosotros y nos llevará a la verdad completa. Es en Pentecostés donde la Pascua se completa con esta manifestación del Espíritu Santo.

La Iglesia siempre ha manifestado esta presencia de modos distintos. Con signos entrañables. Con el agua bautismal que en la noche pascual usamos para renovarlo. El agua y el Espíritu que recuerda el Bautismo. El agua viva de la Samaritana. Un agua viva que hace que no tengas más sed. Y que encima mana de tu propio corazón. (¡Vaya chollo!). La unción de la Confirmación: ese ungirse del Espíritu Santo. Tenemos, es verdad, muchos símbolos que nos habla de esa gran realidad.

Un Espíritu  que llena el corazón de María, nuestra madre, a la cual invocamos siempre porque ella nos protege con su sombra, nos acompaña en este camino. Ella, llena de gracia, creció también en esa plenitud de gracia, Lo que ocurre es que el Espíritu Santo no sobrevuela sobre nuestro corazón, no pasa simplemente como un don pasajero.

Estamos sellados por el Espíritu:

el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5,5).

No es solamente una gracia actual, es decir, un movimiento del Espíritu Santo sobre nuestro entendimiento o nuestra voluntad. Eso está bien, y lo necesitamos. Una iluminación, ver algo claro en nuestra vida, es una gracia del Espíritu Santo, de luz o de fuerza. Aquello que antes costaba, pues ahora cuesta menos, eso es también una gracia actual. Pero reconocemos en el Espíritu Santo una gracia habitual. Habitualmente estamos sellados por el Espíritu. La caridad no es solo el amor, el acto de amor. La caridad es principio de vida nueva. Vivir en la caridad es como el pianista que sabe tocar el piano, que aunque no lo toque, lo puede tocar. En cambio yo no puedo tocar el piano, porque no sé. Así que el Espíritu Santo está en nosotros como el pianista, no como el que toca el piano. Que es distinto. Es un hábito. Es una segunda naturaleza. Con esta fuerza, los hijos de Dios podemos dar frutos de caridad, de alegría, de paciencia, de bondad, de fidelidad, de dulzura, de templanza:

22 En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, 23 modestia, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. 24 Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. (Ga 5).

El Espíritu Santo nos hace hombres y mujeres espirituales. Poseídos por Cristo. Segregados, apartados. De su propiedad. Sacrificados —en el sentido de introducidos definitivamente— en la vida de Dios. Por eso la Pascua es cada año una ración de lo que será la vida eterna. La vida eterna que es la vida verdadera. Lo que decía Jesús a Lázaro: la vida auténtica. La vida en el Espíritu. También nos lo recordaba el discurso de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en Él…» Ese permanecer mutuamente. Ese inhabitar uno en otro. «Ese da mucho fruto».

Dídimo de Alejandría dice: «Ya que somos como vasijas de barro, necesitamos en primer lugar ser purificados por el agua. Después fortalecidos y perfeccionados por el fuego espiritual. Y así, necesitamos del Espíritu Santo para nuestra perfección y renovación.»

Hacer consciente esta presencia, que no significa que esa presencia sea fruto de nuestro consciente. No es que nosotros hagamos presente al Espíritu Santo sino que nos damos cuenta que Él está. Siempre vamos detrás de Dios, no delante. Él viene, su presencia nos santifica por el Bautismo, y toda nuestra vida es darnos cuenta de ello. Y secundarlo, evidentemente. No solo por la fe, sino por el don de sabiduría: es disfrutar, sapere, gozar, vivenciar esa nueva realidad de nuestras vidas. Esa presencia del Espíritu que desea un trato de amistad, un deseo de amistad, que es la forma más alta del amor.

Incluso en la Eucaristía está presente el Espíritu Santo: es por su acción que el pan es el cuerpo de Cristo y nos va transustanciando, transformando en Él. No Él en nosotros sino nosotros en Él. Y eso es también fruto del Espíritu Santo. La presencia real de Cristo en la Eucaristía tiene como finalidad aumentar la presencia espiritual de Cristo en nuestro corazón. La Eucaristía está directamente vinculada con ese crecimiento espiritual. Por eso la necesitamos. Por eso es alimento de vida auténtica. Podemos decir que la presencia de Cristo en la inhabitación del Espíritu Santo en nuestro corazón es si cabe aún más excelente que la que tiene en la Eucaristía. Porque en definitiva, la presencia de Jesús en la Eucaristía es la presencia en una sustancia material, la presencia del Espíritu Santo en nosotros es una presencia espiritual. No vamos a competir, pero sí que vamos a decir que la Eucaristía tiene como finalidad el crecimiento de nuestra unión en Cristo, nuestra transformación.

No vivimos solos ni aislados. Por eso sorprende que muchos cristianos digan que están solos. Puede a veces ocurrir que en la vida haya momentos de soledad sicológica, una soledad que puede ser muy fecunda si la integramos bien. Y puede ser muy fatal si no la integramos bien. Pero en definitiva, la soledad a la que no podemos acudir es la soledad pensando que estamos solos en nuestro interior. Esa es la gran novedad de nuestra fe: que no estamos nunca solos; que las personas divinas inhabitan en nuestro corazón. Padre, Hijo y Espíritu Santo; que nos llevan a la caridad; que nos envuelven en la Iglesia; que nos dinamizan hacia el Reino de Dios.

Por si acaso había dudas, en el Catecismo de la Iglesia Católica, lo dice explícitamente:

Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. (Catecismo 683).

A veces lo oímos y nos parece que es una fórmula piadosa, y pasamos de puntillas y pensamos «a ver cómo puedo conseguir con razones, que ese amigo del trabajo o esa amiga vecina crea en Dios.» Es que no lo vas a conseguir. Otra cosa es que vamos a dar siempre testimonio y a poner la piel de plátano para que el Espíritu Santo pueda llegar a esa persona, evidentemente. Pero no será nunca fruto de nuestra voluntad. O no sólo de nuestra voluntad. Él es quien nos precede.

Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. (Catecismo 683).

Cuando la Samaritana pide agua, dice la liturgia, ya había Dios despertado en ella el sentido de la fe.

Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo…  (Catecismo 683).

Eso sí. Esa vez a medida. Y esa es la cuestión. El Espíritu Santo hace un trabajo de filigrana. Porque no es que el Espíritu Santo se comunica a todos en general. Se comunica a todos y a cada uno. Y cada uno de los apóstoles va a recibir el Espíritu Santo de un modo distinto. Sin Él, no es posible reconocer al Hijo de Dios ni acercarse al Padre.

Así que la consigna, o el trabajo que el Espíritu Santo tiene en nosotros es enseñarnos a vivir según el Espíritu. Y esta va a ser también nuestra actividad mayor en la vida: para eso vivimos.

A veces hablamos de plan de vida, y de esfuerzo, y de poner nuestra voluntad. Claro que sí. No hay que negar todo eso. Pero en su sitio. Nosotros vamos a colaborar, como dice santa Teresa, poner la vela de nuestra barca a favor del viento del Espíritu Santo. A colaborar con eso que el Espíritu Santo quiere hacer en nosotros. Y lo primero que se encuentra el Espíritu Santo en nosotros a veces es una excesiva vida de los sentidos. Puede no ser mala, pero es un inconveniente, es una dificultad importante porque para saborear el Espíritu Santo hay que apartarse, como decía san Agustín, del mundo, de lo sensible, de las pasiones, de lo externo. A veces tenemos los sentidos embotados.

Aunque el Espíritu Santo sugiera cosas, tenemos pata de elefante, tenemos poca sensibilidad. Y el toque del Espíritu Santo no llega a producir efecto, porque estamos distraídos, en otras cosas. La disciplina interior y el esfuerzo perseverante serán necesarios para no quedar sumergidos en una perpetua adolescencia del espíritu. Esa «adolescencia» es la excesiva dependencia del gusto. Del «que me gusta» del «que no me gusta», del «que me cae bien», del «que no me cae bien». Hago lo que quiero, dejo de hacer lo que no quiero. Mi voluntad sigue siendo la que guía el barco de mi vida. Y entonces, claro, por mucho que sople el Espíritu Santo como tengo el timón en dirección contraria…

No hay que remar más, pero por lo menos ¡pon el timón a favor, que lo estás frenando!. Así que casi, casi, nuestra actividad estética más que producir el don de Dios, lo que hace es intentar no evitarlo. Si no lo evitamos, el Espíritu Santo nos transforma. Si no lo consigue, es porque lo evitamos. Porque conscientemente, en más de una ocasión, no le dejamos. Vivimos esclavos de nuestros caprichos. Por ejemplo, dejaremos la oración cuando no tengamos consuelo, o la haremos más corta cuando estemos desanimados, confundiremos el amor al prójimo con la simpatía, y así en las comunidades cristianas generaremos «peñas», la peña de amigos y a eso le llamaremos Iglesia, pero no es Iglesia, es nuestro «club de fans». No, el amor al prójimo no es el elegir a mis amigos entre los que me caigan bien. Como veis, ahí tenemos un campo enorme que deberíamos buscar algún momento para revisarlo. A ver si hay cosas que nos atan. Cosas sensibles, simpatías o antipatías, fobias y filias, que pueden ser graves o no, pero que son esos frenos, el timón a contracorriente de la fuerza del Espíritu Santo. Ahí tenemos una gran ascética, en la consecución de ese amor desinteresado a Dios. Los medios ya los conocemos. La oración, la lectura atenta de la Palabra de Dios, ahora en Cuaresma tan abundante. Los sacramentos, sobre todo en Pascua, Bautismo, Confirmación Eucaristía es como una primavera, porque de la vida nueva de Jesús nace esa Iglesia que se nos transmite, se nos comunica a través de los sacramentos.

Así que una idea no hay que aceptarla o rechazarla porque nos guste o no, sino por si es verdadera o no. Ni una acción hay que realizarla u omitirla porque nos sea agradable, sino porque nos conviene o no. Y podemos equivocarnos, pero ya es un primer punto importante de nuestros propósitos ese ámbito de la lucha contra el gusto sensible cuando eso nos aparta del Señor.

Por otro lado, también es verdad que vivir del Espíritu no es solamente controlar los sentidos. Eso lo había pensado alguien cercano a la Iglesia pero la Iglesia nunca lo reconoció como propio. Eran los estoicos, que pretendían una santidad que consistía en el agere contra. El ir en contra de tus tendencias sensibles: ¿Te gusta el chocolate? Pues no tomes chocolate, que eso le gusta a Dios. Hombre, si uno está haciendo un sacrificio, eso está bien. Pero como tendencia, ellos exageraban tanto en eso de ir en contra de uno mismo, que creían que eso era la santidad. Y eso debe ser una parte de la santidad, el señorío del alma delante del  cuerpo, el dominio de las pasiones, el control de los instintos, es una parte de la santidad. Pero la santidad más cristiana, es la conversión de la cabeza. No el dominio del cuerpo. Así que si un alma muy poderosa domina un cuerpo muy poderoso, aún no tenemos un santo cristiano. Tenemos un santo pagano.

Hasta que su alma no se convierta a la fe, el motor de esa alma es él, no el Espíritu Santo, y esa es la conversión. Esa es la conversión más profunda. Sería una especie de estoicismo cristiano pensar en ese dominio como aspiración del Espíritu Santo. Claro que  hay que llegar a él, porque eso va a dejar al Espíritu libre para actuar en nuestro corazón. Pero puede ocurrir que le dejemos pasar en el primero round, y le tumbemos en el segundo. Es decir, que puede ocurrir que el segundo que es cuando Él quiere que tú pienses como Él piensa, ahí se encuentre con otra resistencia que ya no viene de la sensibilidad sino del espíritu. Por eso los santos siempre diferenciaban entre la purificación de los sentidos y la purificación del espíritu. Por el hecho de controlar la vida de los sentidos, ya se entiende que no pretendemos matarlos, sino ordenarlos. Para que la donación y la apertura de nuestro espíritu integren con mayor perfección al Espíritu Santo.

La gracia no destruye la naturaleza. Ni pretendemos decir que las cosas a que renunciamos son malas, simplemente que hemos de estar sobre ellas, con libertad. Los santos no fueron insensibles, ni tuvieron ausencia de personalidad, sino que fueron transformados según la voluntad de Dios. El segundo round es la purificación del espíritu. ¿Eso qué significa? Significa —dice Juan Pablo II— poner nuestro entendimiento bajo la fe, nuestra voluntad bajo la esperanza, nuestro corazón bajo la caridad. Es decir, vivir de las virtudes teologales. Porque esas fueron las que primeramente se nos dieron y son las que directamente nos dan al Espíritu Santo. Es el motor de nuestra conversión: fe, esperanza y caridad.

Intentar revisar nuestro modo de pensar es un modo excelente de convertirnos. Nuestro modo de pensar en criterios. En criterios que podemos tener a veces sin querer. A veces los hemos heredado, o son del entorno, o hemos llegado a ellos por unos convencimientos racionales más o menos fundamentados, pero ponerlos en crisis, es bueno. Ponerlos debajo de la luz de la fe. Y ver si coinciden o no con lo que Dios quiere. Puede haber convencimientos casi innatos, que nunca hayamos revisado. Quizá porque no nos haya hecho falta. Hay quien educa a sus hijos con excesiva agresividad, excesivo autoritarismo o con excesiva libertad y nunca ha dedicado diez minutos a decir: «ese criterio del que estoy tan seguro, ¿qué dice el Señor de ello?» «¿Con qué intensidad debo ejercer la autoridad?» Convencido, convencido, el terrorista está convencido en que hace un bien, así que no estará en el convencimiento la clave. Uno puede estar muy seguro de una cosa falsa. De hecho no es lo mismo la certeza que la verdad. Yo estoy muy cierto que mi padre es mi padre, pero no tengo una demostración. Si me lo preguntáis tres veces, la primera me enfadaré, pero la segunda ya dudaré, porque es una certeza, estoy muy seguro, pero puedo estar muy equivocado. O al revés, a veces hay verdades que son inciertas. Decía san Agustín que el corazón (del creyente) está inquieto. Porque estar inquieto significa querer más. ¡Cuántas de esas cosas han regido y rigen nuestra vida!

Así que hay un trabajo importante. A poder ser criterios generales, por ejemplo cuánto hay que dar de limosna o cuántas horas debo dormir, o si abro o no abro una agencia nueva de mi empresa, o que hago con mi tiempo libre. Hay quien está convencidísimo que necesita hacer footing y el otro está convencidísimo que necesita hacer natación. A mí me da igual si hacen footing o natación. Pero admira el grado con que a veces estamos convencidos de que aquello es bueno y que como creyentes no hayamos pasado dos minutos con el Señor poniéndolo a la luz de la fe. A lo mejor no vemos nada. En tal caso actúa como creas que es mejor. Pero a lo mejor sí que ves que tienes un apego. O que me escaqueo de una obligación, o estoy buscándome a mí mismo. O quizá está bien pero es desproporcionado. O en este momento no toca. La capacidad de relativizar nuestros criterios en función de que el Señor es el Señor, eso es convertir nuestro entendimiento a la fe.

Cuántas veces ven los padres que es necesario que un hijo acabe los estudios. Antes de decírselo, ves a hacer un rato de oración. Que igual es necesario, o igual no. No está escrito en el Evangelio. Es un tema opinable. Y como es un tema opinable, antes de ejercer tu libertad, mira hacia dónde sopla el viento. Porque no da igual. Y viento hay, que es el del Espíritu Santo que sopla hacia una dirección y no hacia otra. No hacia dos a la vez. «Mi familia no puede vivir sin tanto dinero.» ¿Seguro? Quizá no. O quizá sí. Entrar en crisis no es estar constantemente dudando de nuestros criterios. Es tener la capacidad alguna vez de dejar que el Espíritu Santo los ilumine. Los cribe, los cambie, los module. Es ese dejarnos bañar en otro espíritu que no es el nuestro. Claro, siempre con nuestras limitaciones y nuestras capacidades. Porque no somos infalibles. Lo haremos con buena voluntad lo mejor que sepamos y podremos equivocarnos. Pero el error o la equivocación no van a estorbar al Espíritu Santo. Ya se encargará Él de hacértelo ver. Porque tiene interés: Él es quien tiene interés.

A veces pueden ser los criterios que no tenemos. A lo mejor te das cuenta de que hay algo que no sabías, o que necesitas saber más de eso. Y quizás es un criterio que no tengo porque no ni siquiera he oído hablar de ello. Una persona puede tener muy claro el criterio del orden, y va ordenando todo y va mortificando al que tiene al lado para que lo ordene todo, y quizá lo que no tiene es suficiente tolerancia. O viceversa. Porque ninguna virtud es total, cada virtud es armónica con otra. Y eso hace que haya un trabajo constante, no solamente de control de los instintos, sino que es el trabajo de pedirle al Señor, como hoy, la luz; lo que dice el ciego de nacimiento: «Señor, que vea.» Y ese ver hay que concretarlo en nuestra vida diaria: ver qué virtud me falta, ver qué va insinuando el Espíritu Santo en mi interior a lo mejor después de la comunión. Por ejemplo me nacen unos deseos de penitencia, pues ahí cuidado, porque a lo mejor el Espíritu Santo te indica algo. O me nace el deseo de visitar a unos enfermos que sé que están solos, y tengo la posibilidad o el tiempo y eso ya me viene, sin que yo lo fuerce, me viene solo. Pues si te viene solo y tú no lo inspiras, otro lo inspira. Atender esas inspiraciones es una dedicación que está bien que la pidamos al Señor, que seamos capaces de atender los toques del Espíritu Santo en nuestro corazón. Criterios ausentes.

O criterios buenos pero mal colocados. Eso que nos duele tanto, cuando decimos ‘porque todo está cambiando. Claro, todo está cambiando, y nosotros también. Y cuando todo cambia, hay dos tentaciones: el permanecer blindados en el criterio que sé que es bueno, o permanecer en aquel criterio y a la vez ver si merece un cierto cambio, una actualización. Cuántas veces habremos de desempolvar libros que hemos leído, cosas que hemos escrito y cuánto bien nos hace hacer aquella oración en la cual nos encontramos con el Señor. Porque el Espíritu Santo deja como miguitas de pan en nuestra alma. Va pasando pero deja señal. Y lo sabemos bien. Qué cosas, en qué experiencias yo me encontré con el Señor y le reconocí. Y es nuestra historia personal. La historia personal de las maravillas que Dios hace en cada uno. Y que son distintas. Y que son todas admirables, porque son fruto de la gracia. Y no solamente las grandes, las luminosas, las conversiones que nos atraen. A veces pueden no ser conversiones tumbativas tipo san Pablo. San Juan no se cayó de ningún caballo y tenía una intuición especial hacia el Señor. Fue el único que le distinguió: «es el Señor» (Cfr. Jn 21, 7). Pero Pedro fue el primero en tirarse al agua. Y es porque no todos creen igual. Cada uno cree a su modo. San Pedro es apasionado, es fuego. Primero habla y luego piensa. Y casi siempre se equivoca. Y cuando se da cuenta le duele. Y llora mucho y llora de verdad. San Juan es intuitivo. En la última cena, le pregunta al Señor (porque le piden que pregunte). Él ya estaba bien. Él cree de otro modo. Y Tomás… anda que… Los once le dicen —sus amigos de tres años— «hemos visto», y él que si no toca no cree. No se lo dice uno ni dos: todos lo han visto. El día antes. No y no. Es racionalista. Y lo dice en serio. Yo quiero creer, pero si no veo, no puedo. Creía con la cabeza. Así que la cabeza la ponía delante. Es bonito ver como los discípulos fueron conociendo y enamorándose del Señor, y cada uno a su manera.

Y eso lo mantendrán después. Después de la Pascua. Cuando san Pablo y san Pedro se pelean, se pelean de verdad. Y en el Concilio de Jerusalén —y había pasado poco tiempo— que si hay que circuncidar o no a los gentiles. Y Pablo dice que él es como un aborto, pero de tú a mí, poco hay: tú le conociste, pero a mí se me apareció. Y a ver quién le dice que no. (Cfr. Hch 15 1,ss).

Y Santiago que era el obispo les pacificó. Y Pedro reculó. San Pedro le da la razón, en ese primer Concilio grande. Y en toda nuestra historia habrá momentos de estos. Y habrá que tomarlos con sentido del humor, pero nos quedará siempre el trabajo de querer que el entendimiento funcione a la luz de la fe. En sus criterios, en los presentes, en los ausentes. Los impedidos, los mal colocados. Y en eso voy a dedicar parte de mi esfuerzo espiritual, porque en convertir mi alma, me va el saber secundar lo que el Espíritu quiere de mí ahora, en este momento, en esta situación, en este dolor, en esta situación de mi vida.

Dice también Juan Pablo II que «la memoria reposa en la esperanza». ¡Qué bonito! Purificar la memoria. Todos tenemos también nuestra historia de conversión y nuestra historia de pecado. Nuestra historia de pecado es la historia de la misericordia de Dios. Y andar ahí revolviendo cosas, como que no. Hay quien se entretiene ahí en pecados anteriores, en que si hice esto o si podría haber hecho lo otro, venga a mirar atrás, como el escarabajo pelotero. No. Ya no tenemos este tiempo. Ya no lo tenemos. Le pertenece a Dios. Y está en su misericordia. Y está bien ahí. Está bien que repose en su misericordia.

O al revés, tenemos tal necesidad de controlar el futuro, que estamos siempre previendo lo que voy a hacer mañana, y me pierdo lo que puedo hacer hoy. Reposar el pasado en la misericordia de Dios, reposar el futuro —que no sé cuándo vendrá ni si vendrá—, en su Providencia, eso es descansar en Dios. Y eso cuesta a veces. Porque significa esa confianza de vivir intensamente el presente confiados en que Dios dirige nuestra vida providentemente. A veces lo entenderemos, otras veces no. Pues reposar en la esperanza es no acordarnos ya de nuestro pecado como no sea para bendecir el perdón que Dios nos dio. Para glorificar —como hacían todos los que se encontraban con Él— que les decía: «no lo digas a nadie» y a los dos minutos lo estaban ya contando. También es verdad que era un mandamiento muy difícil de cumplir. Yo creo que el Señor lo sabía. No tenía ninguna confianza en que le hicieran caso. Si un leproso deja de serlo o un ciego ve, ¿cómo no lo vas a decir? Quizá en los primeros minutos… Eso del secreto mesiánico, no le salió bien a Jesús.

Otro aspecto es el de la libertad de los hijos de Dios.

También para secundar al Espíritu Santo, —no digo que sea lo más importante—, para que nuestro corazón repose en la caridad, para que podamos vivir de la caridad del Espíritu Santo, del amor que el Espíritu Santo quiere en nosotros, pues hace daño la moda. En el sentido de la excesiva entrega al mundo. Al mundo «mundo», o a nuestro mundo. Es decir, aquella cabañita que nos hacemos —como san Pedro en el monte Tabor— para quedarnos. No. Jesús les dice que no, que aquí no nos quedamos. Un poco el cristiano quiere instalarse. Y es normal. Es normal que tengamos esa tendencia, porque lo nuestro es vivir, no morir. Pero Jesús nos dice que pasemos por el mundo pero a veces nos hacemos cabañitas y chalets y montajes, y statu quo, y nos aislamos un poco para tener la percepción de que ya hemos llegado. Y no hemos llegado aún. Así que si no hemos llegado, habrá que seguir siendo siempre peregrinos. Eso significa poco equipaje: austeridad, y significa libertad. Y esa libertad no afectará solamente —también— a las cosas que podamos tener o no tener, al consumo que podamos hacer o no hacer, al lujo con el que podamos vivir o no. También será esa instalación en las ideas del mundo. En el modo de percibir del mundo. Porque eso va a ser un impedimento para el Espíritu Santo. Y en cada momento ha habido modas. Y un cierto autoritarismo de hace cuarenta o cincuenta años, era una moda. Como lo es ahora el liberalismo. Y modas también las hay en la Iglesia. Aquella monja que hace cuarenta años su superiora le decía: «Madre Concepción, ¡sea usted recatada! No mire a los hombres, ande junto a las paredes. Mire fijamente al suelo. Distráigase en la convivencia y en la conversación con su Divino Esposo.» Y ella, lo hacía. Y pasan cuarenta años, y viene otra superiora: «¡Hombre Conchi, sé un poco más abierta!, ¿no? Hazte con la comunidad. Ven a ver la televisión, que hay que compartir, ¡que estás todo el día sólo rezando!»

Esa pobre mujer Concepción o Conchi, ante el Señor dice: «O me engañaron o me engañan, o yo soy tonta, o lo son ellas…»¿Ante qué está? Ante una moda. Es una moda espiritual, pero es moda. No significa que no haya parte de verdad en lo que le decía a Concepción o en lo que le diga a la Conchi, y en lo que ella ante el Señor pueda ir viendo que el Señor le pide, pero hay una gran parte de transmisión de modelos culturales que son del mundo. Que son pedagogías que Jesús no reveló. Algunas claramente no las reveló: esa manía de preguntar, por ejemplo de un retiro, «Qué, ¿cuántos han venido al retiro? ¿Y estaban contentos?» Te imaginas a Jesús diciéndole a san Pedro: «Qué, Pedro, mira cuántos han venido a la multiplicación. Llena la montaña, ¡eh! Hemos hecho el pleno. ¿Qué decían de mí?» Y no es malo el que hace eso. Pero, ¿tengo que tener la parroquia llena? Depende. Puede ser una parroquia muy pequeña. Y si me toca la Sagrada Familia, tengo el doble de trabajo que el compañero. Es patético, pero es real. Perdemos mucho tiempo y mucho esfuerzo en perseguir cosas que a Jesús ni se le han  ocurrido. Y ahí gastamos un montón de esfuerzo. Que si van contentos. Y yo qué sé si van contentos: si van contentitos reirán, y si no, pues llorarán. No tengo como misión alegrar su vida.

Jesús tenía muy clara esa conciencia. Hablaba porque quería cumplir la voluntad del Padre. Y amaba a los que hablaba. Claro que los amaba. Pero no les consentía, tampoco. Cuando le preguntan por el discurso del Pan de vida, no se echa atrás cuando le dicen que eso es muy duro de escuchar. No es que no le importara la gente, pero creo que menos de lo que nos importa a nosotros que vamos haciendo censos: a ver quién viene, y quien no viene,…  Quizá no nos pertenezca ese censo sobre el corazón de nuestros hermanos. Que no significa no tener anhelo de que lleguen al Señor. Pero no ese toque de angustia que no viene de Dios.

La moda, que pueden ser muchas, dependerá de familias, de modos de razonar. Moda del rebelde, moda del conformista, que son modelos culturales en los cuales hemos atravesado en los últimos años. Rebeldía, conformismo, postmodernidad… Son modas culturales de nuestro mundo decadente que irá produciendo ideologías de género, género de ideologías, y lo que queráis.

Iremos pasando por diversos capítulos en los que nos encontraremos con modelos culturales, modos de pensar y de sentir, que nos harán sentir que somos un poco raritos, pero eso ya los sabemos, porque el Señor nos ha segregado, así que el que no quiera ser rarito, pues que se suelte. Porque no puede ser que el cristiano esté cómodo en el mundo: no va a ocurrir, porque hemos nacido de Dios. Y ese deseo de agradar al mundo, nos puede traicionar mucho. De hecho, creo que nos traiciona mucho. La fama, la gloria, el prestigio, la adhesión a mi grupo. Ahí tenemos también un trabajo importante. Relativizar la sociedad en la cual vivimos. Respetarla, quererla, pero relativizarla. Sólo el creyente puede concebir un mundo diferente, al estilo de Dios, con ese panorama ideal, que a la Samaritana se le abre de golpe al encontrar a Jesús. Si estamos demasiado inmersos en nuestro mundo, podremos perder esa capacidad de imaginar cómo se podría mejorar. Hoy necesitamos más que nunca soñar. Si no soñamos no superaremos el cinismo en el cual nuestro mundo nos quiere envolver. Soñar significa mirar con los ojos de Dios, amar con el Corazón de Dios. Traspasar esas fronteras que vamos generando porque necesitamos hacer más pequeño el mundo. El cristiano ha de ser libre. Es libre. Porque Cristo le ha redimido a precio de sangre. Y no vamos a hipotecar esa libertad por quedar bien, por quedar mal, por lo políticamente correcto. No. No merece la pena. Pero ahí hay un campo de conversión. Como hay muchos más que el Señor sugiere en nosotros vamos a dejarlo ahí.

En cualquier caso la Pascua, nos dice que lo que Jesús prometió el Jueves Santo y que Él va realizando en cada Eucaristía mientras vivimos, y lo quiere realizar con nosotros, nos da una quinta columna que es el Espíritu Santo. Y Él va a encargarse desde nuestro interior para hacer resonar lo que oímos desde nuestro exterior. Y secundar al Espíritu Santo es que mi cabeza y mi corazón se conviertan a Él. Que Él sea el alma de mi alma. Claro, y lo que eso significa. De ahí que cuanto menos egoístas seamos, mejor. Ahí sí que ganamos la partida si aceleramos a fondo. Porque en el amor no hay término medio. Y como no hay término medio, ese es un don de Dios, se lo pedimos en el retiro de hoy y en toda la Semana Santa también, que no nos dejemos ganar en generosidad para aquello pequeño o grande que veamos que puede facilitar la obra del Espíritu Santo. O que la puede entorpecer. Que ahí seamos generosos. Para no querer lo que Él no quiere, para querer lo que Él quiere, y así que nuestro interior se vaya transformando en esa obra que Jesús quiere ya desde que nos posee en el Bautismo que es su presencia en nosotros y devolvernos a Dios Padre.

Que María que es nuestra madre también nos ayude en ese trabajo de filigrana que ella también supo hacer en su vida disponiéndose siempre al influjo del Espíritu Santo en su vida.



[1] Tomás dijo muy pocas cosas en el Evangelio y es un poco gafe, con perdón, que yo le quiero mucho. Pero cada vez que dice algo, es para desanimar: “Vamos a morir con Él”. Era un poco pesimista.

[2] Dolido mi Señor por el fracaso
de Adán, que mordió muerte en la manzana,
otro árbol señaló, de flor humana,
que reparase el daño paso a paso.

[3]

¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Tú estabas dentro de mí, y yo fuera,
y por fuera te buscaba, y deforme como era
me lanzaba sobre las cosas hermosas por Ti creadas.
Tú estabas conmigo,
y yo no estaba contigo.
Me retenían lejos de Ti todas las cosas,
aunque, si no estuviesen en Ti, nada serían.

Llamaste y clamaste,
y rompiste mi sordera.
Brillaste y resplandeciste,
y pusiste en fuga mi ceguera.
Exhalaste tu perfume,
y respiré,
y suspiro por Ti.
Gusté de Ti,
y siento hambre y sed.
Me tocaste,
y me abraso en tu paz.