4ª Edificar la santidad sobre nuestra realidad.

Dios nos quiere, nos ama. Personalmente. Y por lo tanto, mi vida le llega. Le repercute. No puede ser que me ame y que tanto le dé que me condene, que me pierda.

Hoy en día se dice que el sentimiento de culpa no es bueno y que la Iglesia lo tiene para tener a la gente reprimida. Perdone, el sentimiento de culpa es bueno. Si no tuviésemos sentimiento de culpa, no nos arrepentiríamos. Y si no nos arrepintiésemos, anda que irían bien las cosas.

El la medida que yo me sienta culpable, me puedo enmendar. En la medida que no me siento culpable, no cambiaré.

Hay que tener un buen sentimiento de culpa. El sentimiento de culpa a nuestra manera y desde nosotros, nos hundimos. Porque es cuando yo no respiro. Cuando yo me ahogo. Es cuando pienso que yo ya no puedo ser como antes, yo con mi vida ya no puedo ser santo. Porque he tenido esta experiencia o he caído en este pecado, o soy así, o soy asá. Pero hay experiencias que no nos dejan vivir una relación alegre, sana, viva. Y entonces ese sentimiento de culpa nos va como enroscando sobre nosotros mismos. Nos va encerrando. Eso sí que no es bueno. Y a veces se da: ‘yo ya no puedo ser santo’. Y además los santos que los pintan tan bonitos, con mofletes y todo eso.

La culpa desde nosotros, nos hunde. No tenemos esperanza.

Santa Teresita del Niño Jesús tuvo una intuición muy bonita que es lo que se llama la espiritualidad de las manos vacías. [1]

A Jesús, no le importa que le traiga más o menos cosas, sino que le de mis manos para que Él pueda hacer lo que Él quiera: la docilidad. A veces las tendrá que limpiar. Pero lo que quiere son mis manos.

Santa Teresita dice:

‘Para cuando vaya al cielo quiero tener las manos vacías para poder abrazar mejor a Cristo’

Y nosotros nos preocupamos de lo que hacemos y de lo que no hacemos. En lugar de dejarle las manos al Señor, estoy preocupado con las manos, que las tengo sucias o que las tengo así o asá. Si decimos que el cristianismo es seguir a Cristo, si he de poner en el centro de mi vida a Cristo, quiere decir: yo descentrarme para centrarme en Él: para lo bueno y para lo malo.

Muchas veces parece que sólo es el centro de mi vida para lo bueno. Lo digo para las cosas buenas, pero para las malas no. ¿Por qué no? Porque si no lo digo para las malas, quiere decir que para las malas, yo me pongo en el centro. Y entonces es cuando me desanimo. Porque yo no me doy la solución de mi vida. Yo no me salvo. Para las malas, también el Señor en el centro. Eso quiere decir que el Señor me salva. Que el Señor me perdona, que el Señor es misericordia. No es tan importante en nuestra vida el mal que he hecho cuanto el Señor que me perdona.

Qué es más grande, ¿el mal que yo haya podido hacer o el Señor que me perdona?

Qué es más grande, ¿mi pecado o la misericordia de Dios?

A veces parece que sea mi pecado. Y en el fondo se esconde un amor propio. Es decir un amor en el yo soy todavía el centro.

En tu pecado el centro ha de ser también el Señor. Y poniendo al Señor en el centro, lo ves desde la misericordia. Y entonces no te desesperas, porque el Señor te salva, el Señor te perdona. El Señor ha muerto por todos tus pecados. Y también por los futuros. La misericordia de Dios no se agota. Entrar ahí, es descentrarnos. Poner en el centro de nuestra vida al Señor para lo bueno y para lo malo[2]. Olvidarme de mí para llenarme de Él que es misericordia.

Ahí sí que sé vivir en paz, incluso en mis pecados. Que no quiere decir hacer las paces con mis pecados. El cristiano no hace las paces con el pecado, porque me alejan de Dios. Porque para salvarnos, Cristo ha muerto en la cruz. La misericordia de Dios se escribe con sangre. Eso me mueve. No me encierra y me condena, sino que me abre a la misericordia de Dios.

Lucho, y no hago las paces con mi pecado, porque sé lo que esto supone, pero lo vivo en paz, porque el Señor me perdona. Es que si no, no acojo el perdón del Señor. Que ha venido para eso. Cristo ha resucitado: ha vencido al pecado y a la muerte. Hemos de hacer nuestra esa victoria. ¿Cuándo constato yo que esa victoria es nuestra? Cuando no caigo en el pecado, por la gracia de Dios. Pero también cuando caigo y recibo el perdón del Señor. Ahí constato esa victoria también. La hago mía. Porque si no, cuando me encierro en mí, no acepto, no me abro a la victoria del Señor.

No somos importantes. El importante es el Señor. Y precisamente en ese constatar nuestra pequeñez, nuestro pecado, nuestra debilidad, es donde debemos fundamentar el edificio de nuestra santidad. Donde quizá yo no lo quisiera. Pues ahí.

Acéptate como eres. Porque a veces queremos edificar nuestra santidad donde no estamos. Si lo edifico donde no estoy, donde no soy, será un castillo en el aire. Vamos a coger el toro por los cuernos. Ahí, en mi pobreza, en mi pequeñez, he de edificar el edificio de mi santidad. Y la esperanza de que ese edificio irá para adelante, no la pongo en mí, porque yo se cómo soy. La pongo en el Señor, en su infinita misericordia.

Muchas veces cuando hablamos de esperanza, hablamos de la esperanza humana, no de la divina. La esperanza teológica es la que espera contra toda esperanza humana. No pongo la esperanza en el medio, en el instrumento, sino en la fuerza de Dios. Esperanza en Dios, no en nosotros. Pedirle confianza. Hemos de reconocer humildemente ‘mi pecado’. No huir, refugiarnos en Cristo.

Adán y Eva no lo reconocen. Se esconden. No se acogen a la misericordia de Dios. Los ladrones en la cruz: uno no se acoge a la misericordia de Dios. En cambio el que reconoce su pecado: ‘Reconozco que he hecho el mal y estoy sufriendo lo que me merezco’, ese se pone en las manos del Señor: ‘Acuérdate de mí cuando estés en tu reino’. Y rápidamente, el Señor le salva. Quien lo pudiese oír. Y eso que era un ladrón. Nosotros no le hubiéramos salvado. Le hubiéramos condenado. La manera de mirar del Señor es muy distinta. El refugiarse en Cristo y no encerrarse en sí, le supone ganar el paraíso. ¡Qué bonito!

No asustarnos de nuestros pecados. Menudo pinta san David. ¿No? El gran rey David se fija en la mujer de Urías (y eso que el rey tenía varias), y lo hace de forma que al final la deja encinta. ¡Qué maquiavélico! Hace poner a Urías en peligro de muerte para tener a su mujer:

1 A la vuelta del año, en la época en que los reyes salen a campaña, envió David a Joab con sus veteranos y todo Israel. Derrotaron a los amonitas y pusieron sitio a Rabá, mientras que David se quedó en Jerusalén.

2 Un atardecer se levantó David de su lecho y se paseaba por el terrado de la casa del rey cuando vio desde lo alto del terrado a una mujer que se estaba bañando. Era una mujer muy hermosa.3 Mandó David para informarse sobre la mujer y le dijeron: «Es Betsabé, hija de Elián, mujer de Urías el hitita.» 4 David envió gente que la trajese; llegó donde David y él se acostó con ella, cuando acababa de purificarse de sus reglas. Y ella se volvió a su casa. 5 La mujer quedó embarazada y le hizo saber a David: «Estoy encinta.»

6 David envió a decir a Joab: «Mándame a Urías el hitita.» Joab envió a Urías adonde David. 7 Llegó Urías donde él y David le preguntó por Joab, por el ejército y por la marcha de la guerra. 8 Y dijo David a Urías: «Baja a tu casa y lava tus pies.» Salió Urías de la casa del rey, seguido de un obsequio de la mesa real.9 Pero Urías se acostó a la entrada de la casa del rey, con la guardia de su señor, y no bajó a su casa.

10 Avisaron a David: «Urías no ha bajado a su casa.» Preguntó David a Urías: «¿No vienes de un viaje? ¿Por qué no has bajado a tu casa?» 11 Urías respondió a David: «El arca, Israel y Judá habitan en tiendas; Joab mi señor y los siervos de mi señor acampan en el suelo, ¿y voy a entrar yo en mi casa para comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal!» 12 Entonces David dijo a Urías: «Quédate hoy también y mañana te despediré.» Se quedó Urías aquel día en Jerusalén y al día siguiente 13 le invitó David a comer con él y le hizo beber hasta emborracharse. Por la tarde salió y se acostó en el lecho, con la guardia de su señor, pero no bajó a su casa.

14 A la mañana siguiente escribió David una carta a Joab y se la envió por medio de Urías. 15 En la carta había escrito: «Poned a Urías en primera línea, donde la lucha sea más reñida, y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera.» 16 Estaba Joab asediando la ciudad y colocó a Urías en el sitio en que sabía que estaban los hombres más valientes.17 Los hombres de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab; cayeron algunos del ejército de entre los veteranos de David. También murió Urías el hitita.

18 Joab envió a comunicar a David todas las noticias de la guerra, 19 y ordenó al mensajero: «Cuando hayas acabado de decir al rey todas las noticias sobre la batalla, 20 si salta la cólera del rey y te dice: `¿Por qué os habéis acercado a la ciudad para atacarla? ¿No sabíais que tirarían sobre vosotros desde lo alto de la muralla? 21 ¿Quien mató a Abimélec, el hijo de Yerubaal? ¿No arrojó una mujer sobre él una piedra de molino desde lo alto de la muralla y murió él en Tebés? ¿Por qué os habéis acercado a la muralla?', tú le dices: También ha muerto tu siervo Urías, el hitita.»

22 Partió el mensajero y fue a comunicar a David todo lo que le había mandado Joab. David se irritó contra Joab y dijo al mensajero: «¿Por qué os habéis acercado a la muralla para luchar? ¿Quién mató a Abimélec, el hijo de Yerubaal? ¿No arrojó una mujer sobre él una piedra de molino desde lo alto de la muralla y murió él en Tebés? ¿Por qué os habéis acercado a la muralla?» 23 El mensajero dijo a David: «Aquellos hombres se crecieron frente a nosotros, hicieron una salida contra nosotros en campo raso y los rechazamos hasta la entrada de la puerta, 24 pero los arqueros tiraron contra tus veteranos desde lo alto de la muralla y murieron algunos de los veteranos del rey. También murió tu siervo Urías, el hitita.»

25 Entonces David dijo al mensajero: «Esto has de decir a Joab: `No te inquietes por este asunto, porque la espada devora unas veces a unos y otras a otros. Redobla tu ataque contra la ciudad y destrúyela.' Y así le darás ánimos.» 26 Supo la mujer de Urías que había muerto Urías su marido e hizo duelo por su señor. 27 Pasado el luto, David envió por ella y la recibió en su casa y la tomó por mujer; ella le dio a luz un hijo; pero aquella acción que David había hecho desagradó a Yahvé. (2 S 11)

Y envía el Señor al profeta Natán a David (2 S 12) para hacerle ver su pecado.

1 Envió Yahvé a Natán donde David, y llegando a él le dijo:

«Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro era pobre. 2 El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; 3 el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Él la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija.

4 Vino un visitante donde el hombre rico, y, dándole pena tomar su ganado, sus vacas y sus ovejas, para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre y dio de comer a aquel hombre llegado a su casa.»

5 David se encendió en gran cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: «¡Vive Yahvé! que merece la muerte el hombre que tal hizo. 6 Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no haber tenido compasión.»

Qué rápidos somos para condenar al otro… No se daba por aludido.

Entonces:

7 Entonces Natán dijo a David: «Tú eres ese hombre. Así dice Yahvé, Dios de Israel: Yo te he ungido rey de Israel y te he librado de las manos de Saúl. 8 Te he dado la casa de tu señor y he puesto en tu seno las mujeres de tu señor; te he dado la casa de Israel y de Judá; y si es poco, te añadiré todavía otras cosas.9 ¿Por qué has menospreciado a Yahvé haciendo lo que le parece mal? Has matado a espada a Urías el hitita, has tomado a su mujer por mujer tuya y lo has matado por la espada de los amonitas.10 Pues bien, nunca se apartará la espada de tu casa, ya que me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita para mujer tuya.

11 Así habla Yahvé: Haré que de tu propia casa se alce el mal contra ti. Tomaré tus mujeres ante tus ojos y se las daré a otro que se acostará con tus mujeres a la luz de este sol. 12 Pues tú has obrado en lo oculto, pero yo cumpliré esta palabra ante todo Israel y a la luz del sol.»

Y ¿cuál es la actitud de David? ¿Esconderse?

13 David dijo a Natán: «He pecado contra Yahvé.» Respondió Natán a David: «También Yahvé ha perdonado tu pecado; no morirás. 14 Pero por haber ultrajado a Yahvé con ese hecho, el hijo que te ha nacido morirá sin remedio.» 15 Y Natán se fue a su casa. (2 S 12)

No se esconde. Cuando nosotros nos quedamos la culpa, nos escondemos. No nos presentamos ante el Señor sino ante nosotros mismos. Y ahí no hay vida. Y el Señor perdona su pecado.

En el cristianismo está el secreto de la vida y de la paz. Vivir en paz, incluso en nuestras faltas. ¡Cuánta gente tiene remordimientos de conciencia!

¡Qué bonito presentarse con la propia debilidad delante del Señor para recibir su perdón! Por lo tanto, el resultado de quedarme delante de Cristo es el perdón.

Recordad la mujer adúltera: ‘¿Dónde están los que te condenaban?’ Y empezaron a irse empezando por los más viejos. Tenemos que acoger al Señor en nuestra vida. Y refugiarnos en él. Y viene el perdón, y viene la paz: la oveja perdida, el hijo pródigo. Es impresionante la parábola del Hijo Pródigo.

11 Dijo: «Un hombre tenía dos hijos.12 El menor de ellos dijo al padre: `Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.' Y él les repartió la hacienda.13 Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino.

14 «Cuando se lo había gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país y comenzó a pasar necesidad. 15 Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. 16 Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pues nadie le daba nada. 17 Y entrando en sí mismo, dijo: `¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! 18 Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. 19 Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.' 20 Y, levantándose, partió hacia su padre.

«Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. 21 El hijo le dijo: `Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.' 22 Pero el padre dijo a sus siervos: `Daos prisa; traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. 23 Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, 24 porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado.' Y comenzaron la fiesta.

De alguna manera el Hijo Pródigo le está diciendo a su padre que no le importa nada. Como si dijera: Yo quiero montarme la vida al margen tuyo, y encima me quiero aprovechar de ti. Y se va. Y mientras tiene dinero, muy bien. Tiene muchos amigos Pero cuando se le acaba el dinero, se queda solo. Y sólo puede ir a trabajar dando de comer a los cerdos. Y aún dice que no podía comer ni lo que daba a los cerdos. Fuera de Dios nos morimos. Nuestra vida no tiene sentido. Porque ese hijo no estaba hecho para eso, como no está hecho para meterse en el agua un coche.

Y estando allí, viendo que estando lejos del Padre, su vida se agota; se acaba; caduca.

Y empieza a decir: ‘con lo bien que estaba yo en casa de mi padre’. ¡Qué tonto soy! Y decide volver. Pero ya no me merezco ser su hijo. A ver si me acoge al menos como un trabajador.

Y nos dice la parábola que cuando se acerca a la casa, salía el padre. El padre salía cada día. Más que la parábola del Hijo Pródigo deberíamos llamarla la parábola del Padre que Ama. Del Padre Misericordioso. Y antes de que el hijo empiece a decirle que soy un desgraciado, y que te la he hecho muy gorda, el padre le llena de besos y de lágrimas.

¡Cada día! Jesús nos lo dice con parábolas, porque nos cuesta entender que Dios es capaz de hacer eso. A ver si con ejemplos nos enteramos de cómo nos quiere. Entonces el hijo se queda sorprendido. Y el padre le pone el anillo.

A veces vamos al sacramento de la confesión y decimos ‘no soy digno’. Y es verdad, no somos dignos. ¡No te mires a ti que no eres digno! ¡Mírale a Él que te ama! Te pone el anillo, y monta el banquete, y hace matar el ternero cebado. El banquete en sentido de comunión, de vida. Imaginaos que el padre ve al hijo triste. Después de lo que ha pasado. A veces nos quedamos ahí. No celebramos la alegría de la reconciliación. Nos quedamos como marcados. Alegría. Hemos de vivir el presente.

El pasado hay que echarlo a la misericordia de Dios. Como el chiste del sevillano que acaba diciendo cuando le preguntan por la Giralda que ‘no sé, ayer no estaba ahí’. Ya está. No darle vueltas al pasado. Sacarle la lección que tengamos que sacar, pero no darle vueltas. Muchas veces es una lección buenísima de humildad. Dios permite de alguna manera mis fallos. Y tenemos que ser catalanes: aprovecharlo todo. Y de mis fallos yo puedo sacar algo muy grande, que es la humildad. Necesito a mi Salvador, a alguien que me de fuerzas. Y por eso invoco al Señor y le pido desde mi conciencia  que yo solo no puedo. Y me da también humildad respecto a los demás, el otro también tiene derecho a la misericordia de Dios. Me da también saber entender al otro en sus fallos. Que no quiere decir que está bien lo que hace. Respetar y amar a los demás. Pensar que yo en su lugar podría ser peor. De mis fallos, puedo sacar mucho. No dudar nunca del amor misericordioso del Señor.

Pero hay un personaje en esa parábola del que a veces se habla poco, y es el hijo mayor.

25 «Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; 26 y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. 27 Él le dijo: `Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.' 28 Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre y le rogaba. 29 Pero él replicó a su padre: `Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; 30 y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!'

31 «Pero él le dijo: `Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; 32 pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado.'» (Lc 15)

El hijo mayor está en la casa, pero no vive como estando en casa. No participa de la vida de casa. No encontraba a faltar a su hermano, al revés, quizá lo envidiaba. Parece que le dice: ‘yo que estoy todos los días aquí aguantándote y el otro que se lo gasta con mujeres de mala vida, y en cambio yo he aguantado aquí’.

Eso a veces pasa. Vemos lo de fuera con un cierto gustirrinín. ‘Qué pena que estoy dentro’. ‘Si pudiese hacer lo de fuera…’ Y entonces si un día me encuentro al de fuera dentro, me sabe mal. Eso quiere decir que estás dentro y no gozas de lo de dentro. Eso a veces nos falta a los cristianos: vivir la alegría de la amistad con el Señor. Vivir la alegría de la salvación. Vivir esa comunión de que el Señor es realmente mi alegría, mi felicidad. Y a veces anhelo la felicidad de fuera. Esa que no lleva a ninguna parte.

Si nos encontramos en el cielo a un Hitler, nos tendríamos que alegrar. ¿Dios quiere a Hitler? ¿Dios quiere a cualquier malhechor? Si te quiere a ti…

A estos personajes los quiere salvar también. Y ha muerto por ellos. Por tanto si me lo encuentro en el cielo, sabré que al final la victoria de Cristo el otro se la ha hecho suya. Que el Señor murió para que se la hiciese suya. No sé cómo ni cuándo ni de qué manera, pero se la hizo suya. ¡Qué bonito!

Alegrarnos de que estemos todos en el cielo, porque para eso ha muerto el Señor.

El hijo mayor no se alegra. Le falta la comunión con el Señor: tener los sentimientos de Cristo. Que son sentimientos salvadores, redentores.

Sintonizar con el Señor que no ha venido a condenar sino a salvar. A todos. Esa mirada de misericordia que habría de tener también el hijo mayor, y que no la tiene, porque en el fondo no vive como hijo. No goza del Padre, de la alegría de la salvación.

Pidamos al Señor que nos ayude a vivir la vida desde el Señor: ponerlo en el centro. De nuestros éxitos, de nuestro talento, pero también de nuestro pecado. De nuestra miseria. Y por tanto edificar nuestro edificio de santidad sobre esa realidad —triste a veces o pecadora— pero una realidad en la que pongo mi esperanza no en mí sino en el Señor que viene y me ama con su misericordia que es mucho más grande que el pecado gracias a Dios.



[1] En el cuaderno amarillo de la madre Inés:

23 de junio

Le decía yo: «¡Ay, yo no tendré nada que dar a Dios a mi muerte: tengo las manos vacías! Y eso me entristece mucho.

Claro, tú no eres como «el bebé» <29> (algunas veces se daba a sí misma este nombre), que sin embargo se encuentra también en esas mismas condiciones... Aunque yo hubiese realizado todas las obras de san Pablo, seguiría creyéndome un «siervo inútil»; y eso es precisamente lo que constituye mi alegría, pues, al no tener nada, lo recibiré todo de Dios».

En la Oración 6 Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso J.M.J.T.

En la tarde de esta vida <14>, compareceré delante de ti con las manos vacías <15>, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas <16> a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado mío...

En la carta al hermano Simeón:

A mi alegría se ha mezclado un sentimiento de tristeza al saber que su salud se había quebrantado. Por eso, pido a Jesús con todo el corazón que prolongue el mayor tiempo posible su vida, tan preciosa para la Iglesia. Yo sé que nuestro divino Maestro debe de tener prisa por coronarle en el cielo; pero espero que lo deje todavía en el destierro para que, trabajando por su gloria como lo ha hecho desde su juventud, el peso inmenso de sus méritos supla al de otras almas que se presentarán ante Dios con las manos vacías.

En la carta a Leonia:

«Tú, querida mía, estás lista para ir a ver a Dios, y seguro que serás bien recibida. Pero yo, ¡pobre de mí!, llegaré con las manos vacías. Sin embargo, tengo la temeridad de no tener miedo, ¿lo puedes entender? Es algo increíble, lo sé, y estoy de acuerdo, pero no puedo evitarlo» (LC 164).

[2] Job le respondió: «Hablas como una necia. ¡Resulta que estamos dispuestos a recibir de Dios lo bueno y no lo estamos para recibir lo malo!» (Jb 2, 10)