Notas del Retiro de Cuaresma 2018

 

Casa de espiritualidad María Inmaculada

Tiana 1-4 de marzo de 2008

 

Predicador: D. Antonio Diufaín Mora

 

 

 

 

Contenido

 

Jueves noche

 

Meditación del viernes mañana. Principio y fundamento.

 

Meditación del viernes tarde

 

Meditación sábado mañana

 

Meditación sábado tarde

 

 

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Jueves noche

¡Devuélvenos la inocencia! ¡Haz tu obra, Señor!

El Señor sí quiere hacer algo nuevo.

Dice José Rivera en su carta sobre la Cuaresma[1].

Los cristianos adoramos la cruz de Cristo porque en ella nacimos a una nueva vida, y en ella fuimos arrebatados a Satanás y liberados de nuestros pecados y de la muerte; pero adoramos la Pasión de Cristo y mantenemos siempre viva en nosotros su memoria, especialmente porque en la Cruz conocimos hasta qué punto nos amó el Hijo de Dios, hasta qué extremo amó y ama Dios a los hombres. "Nosotros hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene" (1Jn 4,16); en la Cruz hemos descubierto la realidad fundamental de toda la Buena Nueva: que Dios nos ama. Y los que hemos descubierto y conocido y creído en este amor que Dios nos tiene somos los elegidos, los cristianos. Por esto sabemos que en la Cruz se encierra nuestra redención, sí, pero también la manifestación de la mayor verdad cristiana: Dios nos ama, "Nadie tiene mayor amor que éste de dar uno la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El sufrimiento es el sello inequívoco del amor; aquel que más capacidad tiene para sufrir por nuestro bien, aquel es quien más nos ama. Cristo fue capaz de morir por nuestro bien, por salvarnos a nosotros, sus enemigos personales. La bondad de Cristo, la inmensidad de su amor por nosotros, aparecen cegadoras en la Cruz. "En verdad apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, bien pudiera ser que muriera alguno por uno bueno, pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, murió Cristo por nosotros" (Rm 5, 7-8).

Cristo es el único salvador. Nos elige por puro amor. Y nos invita a correr su suerte: ¿Me quieres completar? Completar en la Pasión de Cristo, en su compañía. Esta vinculación a Cristo es de amigo, de hermano. Él es el primogénito de los hermanos.

Y es vinculación de gracia por los sacramentos. Vivir la obediencia a la Palabra del Padre para producir frutos en abundancia.

Cristo es el único Salvador. Ha realizado, en la cruz, la salvación de todos.

Esta Cuaresma es otra oportunidad de conversión. La conversión no es solo cambiar de vida o de ideas. Se convierte uno cuando se encuentra con Cristo.

Dice la Congregación para la Doctrina de la Fe en la carta Placuit Deo del 1 de marzo de 2018[2]:

Según el Evangelio, la salvación para todos los pueblos comienza con la aceptación de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). La buena noticia de la salvación tiene nombre y rostro: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»[3][14].).

Hemos de renovar nuestra pertenencia a la Iglesia. Estamos llamados a ser presencia de Cristo resucitado en medio del mundo.

Fijémonos en san José, modelo de silencio. En este silencio hemos de dejar hablar a Dios.

Reflexionemos si vamos a Dios por él o por lo que de Él conseguimos.

No nos agarremos a los consuelos. Como dice san Ignacio en los Ejercicios:

La tercera, por darnos vera noticia y cognoscimiento para que internamente sintamos que no es de nosotros traer o tener devoción crescida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna consolación spiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor, y porque en cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria vana, attribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la spiritual consolación. (EE 322)

Todo es don y gracia. No nos agarremos a los consuelos.

porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gusta de las cosas internamente. (EE Anotaciones)

Hagamos silencio para poder orar.

Meditación del viernes mañana. Principio y fundamento.

Hemos sido creados para la gloria de Dios.

Hemos sido creados para ser perdonados.

La misericordia es la llave de la creación y de la redención. Creados por Él y para Él. Nuestro sentido es la gloria de Dios.

…glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios. (1Co 6,20)

Hemos sido creados para ser expresión de Dios.

Él ha salido a nuestro encuentro. Con la revelación se nos ha comunicado.

Dios nos ha mostrado su rostro: Jesucristo. Ya nos lo ha dicho todo en Jesucristo.

Cristo es la plenitud de la revelación.

Este es el plan que había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. (Cfr Ef 1,9-10)

Él nos revela a nosotros mismos y solo unidos a Él, con una unión íntima, vital, podremos llegar a ser en plenitud lo que Dios pensó cuando nos pensaba antes de crearnos.

En la carta Placuit Deo leemos:

2. El mundo contemporáneo percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que proclama a Jesús como el único Salvador de todo el hombre y de toda la humanidad (cf  Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1 Tm 2,4-5; Tt 2, 11-15)

El mundo no cree que Cristo sea el Salvador y además hay otros sucedáneos de salvación al alcance de cada uno.

Esta dificultad está ahí, y hasta en la Iglesia, nos ha de preocupar esta dificultad para reconocer en Cristo al Salvador. Y sigue diciendo el documento que hay dos dificultades:

Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza.

Hay que realizarse, autoayudarse, madurarse, etcétera: es uno el que se hace a sí mismo. Y esto es una dificultad para reconocer que hay otro —que es Cristo— que nos salva.

Este individualismo que nos da una falsa conciencia de autonomía, como si no dependiéramos de nadie. Pero nosotros somos porque Dios nos está pensando en este instante. Y existimos porque Dios nos está sosteniendo en el ser. Él es el ser que es por sí mismo. Nosotros somos seres contingentes. Necesitamos otro que nos apuntale para ser. Esta es la realidad. El problema es que es algo que no se capta tan fácilmente. Y menos en una sociedad brutalmente individualista, que hace depender a uno solamente de sus fuerzas. Y para estas personas súper-individualistas, Cristo viene a ser solamente como un ejemplo. Un modelo, que inspira acciones generosas, que estimula con sus palabras, con sus gestos pero como desde fuera. Cristo no es para esta mentalidad individualista el que transforma nuestra condición humana y la incorpora a un nuevo modo de existir, un modo reconciliado con el Padre y entre nosotros por medio del Espíritu Santo. Cristo es un modelo y yo con mis fuerzas lo sigo. Y en el otro caso, en lugar de la visión individualista, está esa visión falsamente espiritualista, como que la salvación tiene que ser algo puramente interior. Que puede que suscite una fuerte convicción personal, unos sentimientos intensos de estar unido a Dios, todo muy objetivo, muy interior pero viviendo en una sensación que no llega a asumir, a sanar, a renovar nuestras relaciones ni con Dios ni con los demás ni con el mundo que nos rodea.

Aquí entrarían esos movimientos de la New Age y los movimientos pseudo-orientalistas, de introspección, pero que nos aíslan de los demás y de Dios. Y desde estas perspectivas, tanto la individualista como la voluntarista, es difícil comprender el significado del misterio de la Encarnación por la cual Dios se convierte en un miembro de la familia humana, asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación. Y con estas dos mentalidades, en el mundo hay como dos corrientes que vienen a representar dos desviaciones antiguas, antiguas herejías que vuelven a surgir con un nuevo look, el pelagianismo y el gnosticismo.

El neo-pelagianismo que es: «yo me salvo», «sé fuerte, tú puedes». El individuo es alguien radicalmente autónomo que pretende salvarse a sí mismo. Venga masters, venga idiomas, y autoayudas, y cursos, y no sé qué. Y yo, yo, yo. Sin reconocer que el individuo depende en lo más profundo de su ser de Dios, y de los demás. Y la salvación se confía entonces a las propias fuerzas y a unas buenas estructuras humanas incapaces, por otro lado, de acoger la novedad del Espíritu Santo. Entonces hay que crear condiciones, y entonces la misión y la evangelización en vez de anunciar a Jesucristo y su salvación, consiste en hacer pozos, casas y carreteras. Y después ¿qué? Este voluntarismo es una de las cosas que impiden captar el misterio de la Encarnación del Verbo en Jesucristo.

Y la otra tendencia, la neo-gnóstica, (los gnósticos eran aquellos que se creían que tenían una sabiduría especial, que tenían un conocimiento mayor que todos los demás) y se presenta la salvación como algo puramente interior, como encerrada en un subjetivismo atroz, que consiste en que uno eleva el entendimiento hasta los misterios de la divinidad conocida, sin necesidad de que nadie venga a decirme nada, porque yo soy el que consigo el conocimiento superior, y de esa manera la persona queda como liberada del cosmos material y el cuerpo sobra y todo es a base de angelitos, incienso y espiritualidades varias y ya no se descubre la huella, la mano del Creador sino que la realidad aparece como una realidad subjetiva.

Si hubiera dos tipos para retratar estas corrientes o tendencias, uno sería «el musculito» el que está hecho a base de gimnasio y el otro sería «el místico» el listillo del subjetivismo activo.

Esto hace que no se pueda captar la realidad de Cristo salvador único y universal. Porque, ¿para qué? Para qué necesito yo un salvador si yo haciendo gimnasia o entrando en introspecciones ya estoy bien.

¿Cómo podría Cristo mediar en la alianza de toda la humanidad si el hombre fuera un individuo aislado, que se autorrealiza con sus propias fuerzas, como propone esta mentalidad neo-pelagiana?

O, ¿cómo podría llegar la salvación que viene por la encarnación de Jesucristo, su vida, muerte y resurrección en su verdadero cuerpo, en su carne si lo que importa es solamente liberar la interioridad del hombre de las limitaciones del cuerpo y de la materia según esta nueva visión neo-gnóstica?

Frente a estas dos tendencias, dice la carta Placuit Deo:

Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).

Y para responder tanto a este reduccionismo individualista de tendencia pelagiana como al reduccionismo gnóstico que promete esta liberación interior, conviene recordar en qué manera Jesús es Salvador. Qué quiere decir que Jesús es salvador, «el Salvador», el único salvador.

En primer lugar, que no se ha limitado a mostrarnos un camino para llegar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra propia cuenta con nuestras propias fuerzas, simplemente teniéndolo como ejemplo, obedeciendo sus palabras, imitando sus ejemplos. Sino que Cristo, para abrirnos esta puerta, él mismo se ha hecho camino: «Yo soy el camino» (Jn 14,6). No «un» camino sino «el» camino. Y este camino, único, no es un camino únicamente interior, al margen de nuestras relaciones con los demás, con el mundo creado, sino que Jesús nos ha dado un camino que es el nuevo y vivo, que él nos abrió a través del velo de su cuerpo, de su carne crucificada.

A través de las llagas, de la herida de su costado es como entramos y encontramos la salvación. Es el cuerpo, la carne de Cristo crucificado. La carne que fue engendrada por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, que anduvo por aquellos caminos polvorientos de Palestina, que se cansó, que tuvo que comer, que se relacionó. Esa carne azotada, escupida, maltratada, muerta y resucitada, es nuestra salvación. Por eso toda la Creación ha quedado redimida. No es una salvación espiritualista, sino una salvación total, real. Cristo es el Salvador porque ha asumido nuestra humanidad integral: cuerpo y alma.

Y vivió una vida humana plena. En comunión con el Padre y con los hermanos. Y la salvación de Cristo consiste en que nos incorpora a nosotros en su vida, comunicándonos su Espíritu. Nos hace —en Él— hijos del Padre. Y por eso se convierte en el principio de toda gracia, según su propia humanidad. Y por eso es el Salvador, y Él es la salvación. Santa Teresa, cuando contemplaba aquella imagen del Cristo muy llagado que había en el convento, decía: «no hay otro camino para llegar a Dios que la humanidad de Cristo».

Un Cristo sin carne, solamente con máximas tipo Buda o Confucio, no es Cristo. Cristo nos ha redimido con su carne, cosa que no ha hecho nadie más, y además nos une a Él, comunicándonos su Espíritu, y nos hace hijos del Padre.

«Todas las religiones llevan a Dios» dicen. «Dios es el mismo». Dios es único, pero no es el mismo. Sólo hay un Dios verdadero. Y es el que nos ha revelado Jesucristo. Y el Dios de los musulmanes no es nuestro Dios. El Dios de los judíos se acerca, pero es parcial. Solamente hay alguien que nos ha revelado quién es Dios de verdad: Jesucristo. El único Dios es el Dios verdadero. Que nos revela Jesucristo. No vale buscar la «unidad» buscando la intersección de varios conjuntos. Esto no es así. O vivimos en la verdad o renunciamos a la verdad. Pero estas mezclas del «todo vale»… Si todo el mundo se va a salvar, entonces, ¿para qué ha muerto Jesucristo? ¿Es que es imbécil? Vamos a tomar con realidad a Jesucristo y su salvación. «Todo el mundo es hijo de Dios». No señor: todo el mundo es creatura de Dios. Pero hijos somos los que hemos recibido el bautismo y hemos sido incorporados a Él por el Espíritu Santo.

¿Que somos amados de Dios? Evidentemente. ¿Qué Dios quiere que todos seamos hijos suyos? Evidentemente. Por eso la tarea misionera.

Hay unos textos en la Biblia de enorme luminosidad.

12 gracias al Padre que os hizo capaces de participar en la herencia de los santos en la luz. 13 Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino de su Hijo querido, 14 en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados.

15 Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, 16 porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades: todo fue creado por él y para él, 17 él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia.

18 Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, 19 pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, 20 y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo seres de la tierra y de los cielos. (Col 1, 12-20)

A veces se presenta la salvación de Cristo diciendo algo así: «Dios crea el mundo: no tiene nada que hacer y crea el mundo, y el mundo está vacío y empieza a ponerle cositas, le pone luz, sonido, plantas, animalitos, porque está muy aburrido aquello. Y crea el hombre para hacerlo bien, a su imagen y semejanza. Y el hombre va y mete la pata. Y entonces Dios va y dice: “hay que arreglar esto”, y va y envía su Hijo. Y su hijo a morir para salvar al hombre: ¡vaya cisco que ha montado Dios!»

El problema es que así se explica la Redención, y no es así. No es que se haga como una hormiguita para salvar a las hormiguitas. Eso son cuentos chinos. Antes que nada existe Dios, que existe desde toda la eternidad, y entre todas las infinitas posibilidades que tiene Dios de expresarse a sí mismo, entre todas las infinitas posibilidades de expresión, hay una en la que se complacen las tres divinas personas. Y esa complacencia es en la humanidad de Cristo. Antes que el mundo exista es esa complacencia. Y como se complacen en esa humanidad a ella se une el Verbo, que es la expresión, la Palabra. Una humanidad para que sea asumida por el Verbo. Pero una humanidad… ¿dónde?, ¿cómo? Pues para que esa humanidad pueda ser expresión, Dios piensa en la creación de la humanidad. En torno a la humanidad de Cristo, el Verbo encarnado. El Verbo que será encarnado en la plenitud de los tiempos. Para eso crea el mundo. Y el mundo con todo lo necesario para que esa humanidad viva. Y para que esa humanidad sea una humanidad que exprese todo lo que es Dios y que sea expresión de lo que es el Padre, de la gloria del Padre.

La forma de expresión máxima del ser humano es el sufrir por otro: «no hay amor más grande que el que da la vida por los amigos». «Obras son amores y no buenas razones».

Dios tiene que permitir el pecado para que la salvación sea real, y el Verbo exprese lo que es el Padre: su amor, su misericordia.

Hemos sido creados para ser redimidos. Para ser perdonados. Para que Cristo triunfe, se luzca. Y se luce a toda potencia: entregando la vida. Mostrando el amor máximo al Padre, porque quiere expresar lo que es el Padre, y lo hace por nosotros, redimiéndonos y uniéndonos al Padre.

El pecado no puede condicionar a Dios. No es que Dios haya tenido que cambiar el plan porque el hombre ha pecado. El pecado estaba dentro del plan de Dios. Por eso decimos en el pregón pascual: «feliz culpa que mereció tal redentor». Por eso nada ni nadie tiene sentido fuera de Cristo. Hemos sido creados para completarle a Él. El cuerpo de Cristo, por quien entrega la vida, es su Iglesia.

Ejemplo: a Cervantes se le ocurre el Quijote. Coge un papel y empieza a escribir el Quijote. No. Primero tiene una idea y piensa en un personaje. Y quiere que ese personaje se luzca. Entonces tiene que crear un paisaje, y unos personajes que dan potencia al personaje principal: Sancho Panza, el bachiller, el cura, Dulcinea. Pero todo para que Don Quijote se luzca. Dicen que a los autores de las poesías a veces lo primero que se les ocurre es el último verso de la poesía. Y por el último verso van escribiendo todo hasta que llagan a la cumbre. Algo así pasa con la Creación. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo piensan en Cristo. Y para que Cristo se luzca se hace toda la Creación, toda la Redención y toda la Santificación. Él es el Primogénito, por Él ha sido creado todo. Antes de que el mundo existiese. Porque Él es la clave. Y en la plenitud de los tiempos se produce la Encarnación del Verbo. Es el momento central de la historia de la Creación y de la Redención. Y nos entendemos así o no nos entendemos. Si no lo vemos así, no se entiende nada. Por eso se entiende el suicidio y el sinsentido de tantas vidas. Lo que pasa con el Nacimiento. Todo lo que hacemos cuando ponemos el Belén en casa está en función de Él. Todo está para Él. No hay nada que no encaje en el plan de Dios. Hasta Herodes está por Él.

Antes de la creación del mundo. Cuando alguien vive de espaldas a eso está como dislocado.

22 «Yahvé me creó, primicia de su actividad, antes de sus obras antiguas.23 Desde la eternidad fui formada, desde el principio, antes del origen de la tierra. 24 Fui engendrada cuando no existían los océanos, cuando no había manantiales cargados de agua; 25 antes que los montes fuesen asentados, antes que las colinas, fui engendrada. 26 No había hecho aún la tierra ni los campos, ni el polvo primordial del orbe. 27 Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la superficie del océano; 28 cuando sujetaba las nubes en lo alto, cuando afianzaba las fuentes del abismo, 29 cuando marcaba su límite al mar para que las aguas no desbordaran sus orillas; cuando asentaba los cimientos de la tierra, 30 yo estaba junto a Él, como aprendiz, yo era su alegría cotidiana,  jugando todo el tiempo en su presencia, 31 jugando con la esfera de la tierra; y compartiendo mi alegría con los humanos.» (Pr 8, 22-31)

Si esto lo trasladamos al Verbo, la humanidad de Cristo es completada con la alegría de los hombres.

Y el apóstol Juan no puede ser más rotundo:

En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo. 10 En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. 11 Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. 12 Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; 13 los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios. 14 Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad. 15 Juan da testimonio de él y clama: «Este era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo.» 16 Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. 17 Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. 18 A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado. (Jn 1, 1-18)

Y en el Apocalipsis, refiriéndose a Cristo ya muerto y resucitado:

11 «Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad, existe y fue creado.» (Ap 4,11)

9 Y cantan un cántico nuevo diciendo: «Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; 10 y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de sacerdotes, y reinan sobre la tierra.»

12 y decían con fuerte voz: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.» (Ap 5,9.10.12)

Y el himno de san Pablo de Efesios:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado.

 En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, 10 para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra. (Ef 1,3-10)

Cuando nosotros captamos cuál es nuestro lugar en toda la trama de la Creación, es cuando nuestra vida adquiere un sentido. No hay nada porque sí. Somos un misterio, pero un misterio que podemos entender a la luz de Cristo. Los misterios no son cosas raras, no son cuentos chinos. Los misterios son cosas escondidas que no conocemos no porque no existan sino porque hay algo que nos lo oculta. Hay como un velo que nos lo impide ver. Pero si el misterio se desvela, entonces soy llamado a contemplar el misterio. Contemplar el misterio no quiere decir comprender el misterio sino entender el misterio. Yo no puedo abarcar el misterio de Cristo porque no me cabe en la cabeza. Pero el que no me quepa no quiere decir que sea ininteligible. Y por eso puedo entender el misterio. Siendo introducido en el misterio y viendo aspectos del misterio. Esta capilla donde estamos, no la podemos comprender, no la podemos abarcar, pues es más grande que cada uno de nosotros. Pero desde dentro podemos ir viendo aspectos y contemplarlos. Somos llamados a entrar en el misterio y desde dentro ir entendiendo el misterio. Por eso se nos revela el misterio: para que lo entendamos. No pretendamos comprenderlo. Aquí recordamos la famosa historia de san Agustín intentando descifrar el misterio de la Santísima Trinidad[4]. No podemos meter el mar en un hoyo, pero nos podemos bañar y disfrutar bañándonos.

Somos introducidos en el misterios de Dios, y eso es lo que Dios quiere, que vivamos el misterio, que lo disfrutemos. Con esa contemplación es como vamos descubriendo quiénes somos y cuál es el sentido de nuestra vida. Y de todo. Hemos sido creados por Él y para Él. Y hemos sido creados para ser redimidos. Para que Cristo se luzca como el único salvador para la gloria de Dios. Hemos sido creados para ser perdonados. Y por eso, perdonados somos hechos hijos del Padre por la comunicación del Espíritu y por eso la misericordia perdonadora de Dios es la clave que explica todo lo demás. No es que Dios sea misericordioso, sino que Dios es misericordia.

El amor entre las personas divinas es un amor de complacencia pero el amor a nosotros es un amor de misericordia. El corazón que se vuelca sobre la miseria. Para eso nos crea, para podernos perdonar. Y eso no quita que no seamos libres. En la libertad está precisamente el poder rechazar a Dios. Dios no ha querido el pecado pero nos ha hecho libres con la capacidad de pecar. Fundamentalmente este es el sentido de nuestra existencia. Todo hombre está llamado y existe para unirse al Verbo. Para eso hemos sido creados, para eso hemos sido redimidos y para eso se nos comunica el Espíritu. Para llegar a la comunión con las personas divinas. Todo hombre que viene a este mundo está llamado a esta unión vital. Y por eso para todo cristiano Cristo es la cabeza. Y un miembro no puede estar separado de la cabeza. Además de la imagen de la vid y los sarmientos, san Pablo usa la imagen del Cuerpo místico[5]. Cristo es la cabeza y nosotros sus miembros. Para cada uno de nosotros Cristo es la cabeza a la que tenemos que estar unidos. Y esta unión con Cristo es una unión total, eterna y fecunda. Cristo vive en nosotros. Es una unión interior pero verdadera.

19 En efecto, yo por la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios: con Cristo estoy crucificado; 20 y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Esta vida en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. (Ga 2)

Por eso también usa la escritura la imagen del esposo. Para todo cristiano (hombre o mujer) Cristo es el esposo. Y Cristo es el sumo y eterno sacerdote, y único mediador entre Dios y los hombres y el único mediador entre nosotros y el Padre. El Padre nos quiere unir a Él y lo hace por Cristo, el esposo. Y esta unión vital con Cristo, es mucho más real que la unión de nuestro cuerpo y nuestra alma. Si Jesucristo es el hijo de Dios, yo también en Él. Llamar a Jesucristo «el esposo» no es simplemente una manera de hablar sino que es expresar de la manera más perfecta posible la realidad de nuestra unión con Él a la que estamos llamados y cuya imagen más cercana es la del matrimonio en la tierra. El matrimonio cristiano es expresión de la unión de Cristo con su Iglesia. La vida de todo hombre es una relación íntima, intensa, vital, amorosa con Jesucristo y es una relación esponsal. Verdaderamente Jesucristo es la «ayuda semejante»[6] que ansiaba el hombre al ser creado.

Nuestra relación con cada una de las tres divinas personas es en Cristo. Y estas relaciones son personales porque hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Somos personas porque Dios es persona. Y por tanto llamados a establecer relaciones personales. Que son necesarias para nuestro desarrollo personal y nuestro crecimiento. Y lógicamente hemos de intentar que sean amistosas en la medida de lo posible, pero solamente podemos desarrollarnos en la medida que vamos desarrollando estas relaciones de amor con otras personas, ya sean divinas o humanas. Y la relación principal es con respecto a Jesucristo. Y la tendencia de cada ser humano es encontrar alguien con quien poder entablar una relación verdaderamente personal, en todos los órdenes. Una relación intelectual, de conocimiento. Una relación que implique la voluntad: que me quiera, que yo quiera, que llegue a lo afectivo, incluso a lo corporal. «No es bueno que el hombre esté sólo, voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gen 2,18) Y lo que constituye el matrimonio en la tierra es precisamente dos personas que llegan a ser como una sola personalidad, una sola carne. Pero esta realización es inevitablemente parcial porque nunca puede llegar a haber una verdadera comunicación de pensamiento. Nunca se van a llegar a entender de forma plena, porque somos limitados, progresivos, falibles. Es un conocimiento limitado, una afectividad limitada porque somos como somos. Es una realización, la del matrimonio, inevitablemente parcial. Pero nuestra tendencia es a alguien que nos entienda perfectamente, que nos quiera, que la unión sea perfecta, que nos perfeccione: ese «alguien» es Jesucristo. Nada más. Y queremos que esa unión sea para siempre y que sea fecunda. Esa relación solo puede darse plenamente en la relación con Jesucristo. Y para eso hemos sido creados. Todas las tendencias del amor humano solamente se realizan plenamente en Cristo. Jesucristo tiene siempre su pensamiento puesto en mí, me conoce, me comprende. ¿Y puedo yo pensar continuamente en Jesucristo? Él siempre está presente: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.» (Jn 14,23). Pero por mi limitación yo no puedo estar siempre pensando en Él, de una manera refleja, consciente, atenta. Pero Él sí. Nada le impide estar pensando en mí continuamente. Y en la medida que voy uniéndome a Cristo así, se va acrecentando ese conocimiento. Y el amor de Cristo siempre está puesto en mí, en cada uno de todos nosotros. Una voluntad, además, sin egoísmo, perfectamente santa, que quiere identificarme y unirme a Él. No le pidas a tu esposa (o esposo) lo que solamente Cristo te puede dar. Y nuestra sensibilidad está unida a la de Cristo y nuestro cuerpo está unido al de Cristo y para eso comulgamos. Para esa unión íntima, para formar una sola carne Cristo y yo. Por eso nos toca contemplar el amor del Padre que nos ofrece tal unión con su Hijo. Contemplar el amor de Cristo, que quiere unirme a Él de esta manera, la bondad de Cristo que me saca de la miseria para unirme a Él. No porque yo sea bueno, sino porque Él me quiere hacer bueno.

Y así también ir examinando algunos criterios en nuestra vida cristiana, el sentido que tenemos de nuestra relación con Jesucristo, de colaboración con Él, tanto para la vida personal como en los aspectos apostólicos.

Para todo cristiano Cristo es el esposo. Y hay dos maneras de vivir esta relación de Cristo esposo en la tierra. Una es el matrimonio y otra es la virginidad consagrada o celibato apostólico. Lo que está claro es que nadie ha sido creado para estar soltero (en el sentido de «suelto»). Estamos para estar vinculados a Cristo.

En el matrimonio cristiano, que es imagen de la unión de Cristo con la Iglesia, el cristiano halla en su cónyuge una sensibilización sacramental de Cristo esposo. Él (o ella) es para ti un signo sacramental de Cristo esposo. Por eso el matrimonio es un sacramento: Porque la unión con Cristo es una unión a través de un signo que me lo representa. Pero es real, lo mismo que es real Cristo en la Eucaristía. El otro es Cristo para mí. Y yo soy Cristo para el otro. Y en la medida en la que yo busco una relación íntima, de conocimiento, de amor con esa persona, voy uniéndome a Jesucristo. Por eso los esposos cristianos se casan para santificarse el uno al otro. Nos casamos para hacernos santos. Para unirnos a Cristo que es el esposo verdadero. Ella (él) es una imagen que lo representa, pero el único que te va a entender es el representado. El único que te va a querer de verdad y no te va olvidar nunca es Él.

Nuestro amor a la Eucaristía es en tanto en cuanto me hace presente la realidad de Cristo. Pero es a Él a quien queremos ver. Y lo mismo pasa en el sacramento del matrimonio. Lo que hemos de procurar es ser la mejor transparencia de Cristo para ella (o para él) porque de esa manera se van a ayudar a unirse a Cristo que es el verdadero esposo de cada uno de los dos. Y para que esto funcione hay un sacramento que asegura una presencia de Cristo sacramento invisible pero real en el otro. Uniéndome al otro me uno a Cristo. Hay una doble dimensión en el matrimonio cristiano: él es Cristo para mí, debo tratarle como trataría a Cristo. Yo soy Cristo para él: debo representar lo mejor posible a Cristo, quitar todo aquello que en mí estorba y no lo deja ver. Debo dejar que viva en mí Cristo cada vez más para ser mejor signo, mejor expresión de Cristo par el otro.

Pero hay otra manera que Cristo inaugura viviendo Él célibe. Y Él es el esposo y donde no hay una mediación humana sacramental en esta unión con Cristo. Sino que hay una unión conyugal a Cristo esposo dejando casa, padre, familia para formar una sola vida con Él. Y como aquí no hay mediación, no hay sacramento. El celibato no exige un sacramento porque hay ahí una unión inmediata. Sin mediación. Una unión inmediata, total, explícita, exclusiva con Jesucristo. Unión que será plena en el cielo, pero que ya es real aquí. El celibato es una unión conyugal a Cristo sin un medio que me lo represente. Cuando en el cielo ya no haya sacramentos nuestra unión será inmediata, total, explícita y plena. Ahí la unión será con Cristo y en Cristo directa.

Decía Don José Rivera e una carta:

La soledad del todo no se puede superar en la tierra, porque el único que la soluciona es Jesucristo, que nos une con Él y como mediador que es, nos une a la vez con el Padre y el Espíritu Santo, y con los hombres. Pero claro, aquí en la tierra no podemos tener del todo a Jesucristo, porque no le sentimos. Por ello una cierta sensación de soledad es inevitable, y forma parte de la cruz del cristiano y es un estímulo de la esperanza. Pero lo importante es que no tratemos de buscar suplencias. Que estemos seguros de que sólo Cristo nos llena —con esa plenitud relativa que se puede alcanzar en la tierra— y no tratemos de buscar personas humanas que nos llenen. Ello no quiere decir que no podamos tener amistades, sino que no busquemos en ellas nada, sino que vayamos a atenderlas a ellas. Ahí, sin buscarlo, encontraremos a veces reflejos de esa compañía de Cristo, hasta que la experimentemos inmediatamente y con holgura.

Por supuesto, puede Ud. tener vocación de casada; pues en el mismo matrimonio hay que tener en cuenta que se da esto. Mujer que busque en el marido la plena compañía, y no ese reflejo del amor de Cristo, mujer que acaba muy mal, pues es imposible que encuentre en un hombre, un nada más que hombre, lo que sólo Cristo puede dar, ya que es hombre verdadero, pero Hijo de Dios...

El cristiano nunca está solo, porque estamos al menos cuatro. Porque estamos llamados a unirnos con Cristo, Cristo nos une al Padre y al Espíritu Santo y «si alguno me ama, vendremos a él y en él haremos morada». Estamos habitados por la Trinidad. Tres personas distintas con cada una de las cuales podemos mantener una relación, una conversación. Un trato de amistad y conocimiento de querer. Por eso el cristiano que dice que se siente solo, mejor que diga: «me falta fe». Si nos sentimos solos es por nuestra deficiencia de sentir o de querer. Pero siempre estamos cuatro. Otro tema es que a veces lo dejamos solo… y nosotros vamos a lo nuestro.

Meditación del viernes tarde

Se empieza a ser cristiano por el encuentro con Dios.

Podríamos hablar de la historicidad de Cristo: de lo que dicen los autores romanos, de las escrituras, etcétera.

Pero ¿quién era Jesús?

Hace dos mil años, nadie hubiera dado cinco céntimos por aquel aldeano de Nazaret. Que vivió del trabajo de sus manos, que no tenía estudios, ni títulos, que se había rodeado de gente inculta, que hablaban una lengua, el arameo, que nadie entendía más que ellos, en aquel pequeño y olvidad país. Que nunca había salido de aquella región, olvidada, en un país minúsculo en el extremo de un impero y sometido a una potencia extranjera. Y que había nacido en un establo para animales. Que durante la mayor parte de su vida había vivido del trabajo de sus manos, como carpintero, en un pueblucho del que nadie esperaba que saliera nada bueno. Fue un signo de contradicción. Fue odiado por los poderosos, pero los humildes no acababan de entender lo que aquel hombre predicaba. Los violentos le encontraban débil. Los guardianes del orden le perseguían por violento. La gente culta le despreciaba porque no había ido a sus escuelas y los poderosos se reían de su locura. Había dedicado toda su vida a Dios, y los ministros oficiales de aquella religión lo condenan por blasfemo y enemigo de Dios. Y los pobres y humildes que le seguían por aquellos caminos: a la mayor parte de ellos lo que les importaba eran los milagros que hacía, los prodigios, el pan que les daba de cuando en cuando…

Pero la verdad es que todos le abandonaron cuando los grandes se le echaron encima. Sólo su madre y tres o cuatro amigos le acompañaron en su agonía. La tarde de aquel Viernes Santo, el primero de la historia, cuando la losa de piedra se cerró sobre aquel sepulcro prestado, nadie hubiera dado un céntimo por la memoria de aquel hombre. Nadie se hubiera atrevido a pensar que su recuerdo iba a perdurar en ningún sitio fuera del corazón de aquella pobre mujer que se hundía en la tiniebla de la noche y de la soledad. Y sin embargo, veinte siglos después, la historia sigue girando en torno a la memoria de este hombre.

Los historiadores siguen diciendo que tal hecho ocurrió tantos años antes o después de él. Media humanidad sigue usando su nombre para denominarse: cristianos. Dos mil años después siguen publicándose cada año varios cientos de libros sobre su vida, sobre su doctrina. Su historia ha servido como tema de inspiración para por lo menos la mitad del arte que existe en el mundo: pintura, música, literatura,… Y cada año decenas de miles de personas a lo mejor un poco locos como él lo dejamos todo para seguirle como aquellos primeros amigos. Su persona, su vida, no dejaron indiferente a nadie. En el mismo evangelio, si se lee con un poco de atención, aparecen cantidad de interrogantes, de preguntas sobre Jesús. Empezando por su madre: «Y su madre le dijo: Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia. (Lc 2,48)». O los mismos apóstoles en el mar de Galilea: «Pero ellos, asustados y asombrados, se preguntaban unos a otros: ¿Quién es este, que da órdenes al viento y al agua y le obedecen? (Lc 8,25)», o cuando el Bautista desde la cárcel envía a sus discípulos a preguntar: «Los enviados de Juan se acercaron, pues, a Jesús y le dijeron: Juan el Bautista nos ha mandado a preguntarte si tú eres el que había de venir o si debemos esperar a otro (Lc 7, 20)». Y Natanael: «Preguntó Natanael: ¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret? Felipe le contestó: Ven y compruébalo. (Jn 1,46)». Nadie le entendía. Ni el ciego al que acababa de curar y es interrogado (cfr. Jn 9). O los discípulos de Emaús. Que tienen sentimientos contradictorios. O cuando toda la multitud se va escandalizada por aquello de comerle a él. Pedro dice «¿a dónde vamos a ir?» no le entiende, pero le sigue. Ni los paisanos que se maravillaban de sus palabras pero al mismo tiempo decían «¿no es este el hijo de José?» Otros se maravillaban de lo que decía y hacía pero al mismo tiempo se preguntaban «¿de dónde le viene todo esto?» «¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros? Y no quisieron hacerle caso. (Mc 6,3)»

Continuamente provocaba preguntas su persona y su acción.

Cuando entra en Jerusalén, antes de la Pasión, «toda la ciudad dice el evangelista, se conmovió y se preguntaba ¿quién es este?»

Habla con autoridad y con poder y hasta los espíritus inmundos le obedecen.

Cuando María la pecadora le lava los pies con el perfume y empiezan a criticarla, «¿pero quién es este que hasta perdona pecados?».

La manera como predicaba hace decir: «qué es esto, ¿una doctrina nueva expuesta con autoridad? Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen»

Otros le piden «¿qué señales haces para que creamos en ti?»

Mucha gente cree en él pero no acaba de creer en él. Los discípulos no le entienden, y los demás tampoco. Por ejemplo los fariseos que preguntan «¿por qué come vuestro maestro con publicanos y pecadores? ¿Por qué nosotros ayunamos y tus discípulos no ayunan? ¿Por qué hacen en sábado lo que no es lícito hacer en sábado?» ¿Cómo entiende de letras sin haber estudiado?

Algunos fariseos decían que no venía de Dios porque no guardaba el sábado, pero ¿cómo puede un pecador realizar semejantes señales? Si no viene de Dios, ¿cómo hace lo que hace?

¿Quién puede perdonar pecados sino Dios, sólo Dios?

O cuando expulsa a los mercaderes del templo, «¿quién te ha dado tal autoridad?»

O en el mismo juicio, en el Sanedrín, cuando le preguntan «¿eres tú el Cristo, el hijo del Dios bendito?» Y el responde: «si os lo digo, no me creéis. Entonces ¿eres tú el hijo de Dios? Vosotros lo decís, yo soy.»

Hasta los malhechores que estaban crucificados con él le increpaban: «¿no eres tú el Cristo?, pues sálvate a ti y a nosotros». No le entendían. Los judíos decían: «¿es que se va a suicidar?» «Donde yo voy no podéis venir vosotros», y le preguntaban «¿Quién eres tú?». Preguntan y preguntan y le dicen los judíos: «¿no decimos con razón que eres samaritano y tienes un demonio?, ¿eres acaso tú más grande que nuestro padre Abraham que murió? ¿Por quién te tienes a ti mismo?»

El procurador romano le pregunta: «¿eres tú el rey de los judíos?»

Hasta los demonios le preguntan: «¿Qué tenemos que ver contigo, hijo de Dios? ¿Has venido aquí para atormentarnos antes de tiempo?»

O en otro pasaje: «¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el santo de Dios.»

Si tuviéramos que hacer una lista exhaustiva, llenaríamos varias páginas de preguntas sobre Jesús, que aparecen en los mismos textos del Evangelio.

Pero no solo entonces. También hoy Jesús sigue provocando preguntas.

¿Quién era este a quien llamaban Jesús de Nazaret?

Un día él hizo una pregunta a los que lo seguían:

27Después Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». 28Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas». 29Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Tomando la palabra Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías».(Mc 8,27-29)

¿Quién era? ¿Cómo era? ¿Qué quería? ¿Para qué vino?

Y eso, ¿tiene algo que ver conmigo? Porque si él es lo que dijo de sí mismo, o lo que de él dicen sus discípulos, entonces ser hombre o ser mujer es algo muy distinto de lo que nos imaginamos. Pero si él hubiera sido un embaucador, un loco, media humanidad estaríamos perdiendo lo mejor de nuestras vidas.

Y la pregunta sobre Jesús no es una pregunta puramente intelectual, teórica, sino que es una pregunta que solo tiene una respuesta, y que es él mismo, su persona, pero que a la vez requiere la adhesión de toda nuestra persona, es decir, que nos pronunciemos. Con él o contra él. Ante Cristo no valen posturas ambiguas. Esto no pasa con otros personajes de la historia, seguro que el paso del Rubicón por Julio César con sus tropas tuvo una incidencia en la historia, pero en nada ilumina el sentido de mi vida. Que el emperador Carlos V fuera el dueño de más de medio mundo nada tiene que ver con mi felicidad ni con la de nadie que yo conozca. Que Napoleón fuera un gran estratega, no mueve a otro ser humano a dejar su casa, su comodidad, su familia para marcharse a anunciar a Napoleón a la selva amazónica, a los suburbios de Nueva York o a las calles pestilentes de Calcuta.

Pero Jesús no. Jesús exige respuestas y respuestas absolutas. No se puede servir a dos señores, dirá. «El que quiera guardar su vida, la perderá, pero el que entrega su vida por mí y por el Evangelio, se salvará».

Es decir, la respuesta a la pregunta sobre Jesús implica un seguimiento y estas pretensiones de Jesús, trastornan todas las jerarquías humanas de valores. Todo se decide por el sí o el no a su persona. Y no caben posturas ambiguas. «El que no recoge conmigo desparrama».

La respuesta a la llamada de Jesús implica dejar la propia vida para confesar a Jesús como el centro único de nuestra existencia. «El que pone la mano en el arado y sigue mirando atrás, no es digno de mí».

Y esto es lo radical, lo escandaloso de Jesús. Por eso él que lo sabía, que esto era verdaderamente escandaloso, provocativo, incorrecto políticamente, dice: «dichoso el que no se escandalice de mí».

¿Cómo era?

¿Cómo podemos saber cómo era Jesús?

Lo primero que nos encontramos cuando nos acercamos al Evangelio es con la realidad humana de Cristo. En todo semejante a nosotros menos en el pecado. Que tiene un verdadero y real cuerpo humano. Cuerpo de carne y hueso. No es un espíritu, ni un fantasma ni un holograma. Que experimenta las limitaciones, la pobreza humana y eso desde su mismo nacimiento en Belén, en una gruta de animales. Que se cansa cuando camina, que tiene que sentarse a descansar, que tiene sed y tiene que comer. Que siente hambre, que pide comida, que come, que bebe, tanto que hasta le llaman comilón y borracho. Que para ir de un sitio a otro tiene que caminar. O como mucho en burro. Que tiene que dormir, y que se duerme cuando menos se lo esperan. Y cuando más lo necesitan. Se duerme en una barca, cosa que no es nada cómodo y por tanto muy cansado tenía que estar. Ese mismo cuerpo necesita comer, dormir, descansar, vestirse y todas las demás cosas humanas. Un cuerpo que recibirá golpes, azotes, escupitajos. Y además un cuerpo humano con su alma. Un alma humana. Verdaderamente hombre: cuerpo y alma. Un alma humana como la de cualquier hombre. Imagen y semejanza de Dios, con las potencias del alma: inteligencia, voluntad… Y la voluntad libre que va creciendo como cualquier niño y aprendiendo por experiencia propia lo que ya sabía, por tener la misma sabiduría de Dios. Con un entendimiento de hombre. Eso sí, que destaca por la originalidad en los planteamientos de las cuestiones, por la rapidez en las respuestas, por la agudeza de las respuestas que da. Infalible, sin error posible. Lo que no sabía aquí en la Tierra, era por una ignorancia voluntaria. Pero sí que conocía todo lo necesario para su misión. Todos nosotros pasamos por su mente en aquella noche de Getsemaní. Y nos conocía. Por eso hasta de su humanidad hay que entender las palabras de san Pablo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí». Jesús no se entrega a la muerte por la humanidad “a bulto”, sino por cada uno de nosotros, conociéndonos. Y además era admirable por la capacidad intelectual, por la sabiduría. En todos los campos del conocimiento: conoce perfectamente al Padre, se conoce a sí mismo. Conoce el interior de los hombres: el único que nos comprende, que nos conoce perfectamente, que nos entiende. Conoce el futuro.

Con una voluntad libre. Verdaderamente humana. Es un hombre que se traza sus metas, se esfuerza en conseguirlas. Voluntad intensa, firme, con poder. Poder sobre la naturaleza y sobre la enfermedad. Incluso sobre la muerte. Poder sobre los hombres, sobre la masa. Se abre paso entre la masa cuando sus conciudadanos lo querían despeñar (Lc 4,30). Poder sobre los demonios: los expulsa sin compasión. Con una voluntad fuerte y poderosa para decidir y realizar su misión, con fuerza sobre sí mismo, sobre su sensibilidad, con una voluntad recta, sin pecado, libre ante las costumbres, ante las opiniones, ante todo de la sociedad de aquel tiempo. Y que además tiene una sensibilidad verdaderamente humana. Eso sí no como la nuestra que a veces se descontrola…

Goza, se alegra, sufre, llora, se enoja, y con fuerza en el templo, siente compasión, siente temor, siente amor, ansias, deseos, y hasta caprichos (la higuera que no tenía higos). Compartió sus cosas, sus ilusiones, sus sentimientos, sus inquietudes con los hombres. Y no ha cambiado nada. Es el mismo hoy. Y su mensaje sigue siendo hoy actual.

Son muchísimos los pasajes del Evangelio que nos hablan de la riquísima personalidad de Jesucristo. Nos lo presentan humano, por ejemplo cuando dice a sus discípulos «vamos a un lugar tranquilo a descansar un poco», o cuando acude a la casa de Lázaro, Marta y María a descansar. Poderoso caminando sobre el lago o calmando con una orden la tempestad. Enérgico en la expulsión de los vendedores. Superinteligente en las discusiones con los letrados, humilde callando ante Herodes que lo está juzgando. Valiente reprendiendo a los fariseos. Sencillo en su oración. Impotente cuando llora ante Jerusalén. Superseguro recriminando y advirtiendo a los ricos, cercano enseñando a los discípulos. Paciente con ellos, con los discípulos. Tierno acariciando a los niños.

Y podemos ir conociendo a Jesús por alguna de sus conversaciones y encuentros que nos narran los evangelios. El encuentro junto al pozo de Jacob con la mujer samaritana. Le descubre su ansia de felicidad y le ofrece el agua de la vida. O el encuentro con Zaqueo, publicano de corazón metalizado, que se hace de carne al encuentro con Jesús. O de la visita a Nicodemo, aquel doctor que un poco a escondidas se le acerca y se hace discípulo.

Y también cómo vivía Jesús su amistad sus relaciones con la gente. A cada uno lo llamaba por su nombre. ¿Qué hubiéramos dado nosotros por oír nuestro nombre pronunciado por la boca de Jesús? Como Juan y Andrés, los dos primeros. Pedro, Natanael, María (Magdalena), Marta, Lázaro, Felipe.

Y muchos sintieron sobre sí la mirada limpia y profunda de Jesús. ¿Cómo miraba Jesús? Aquel joven rico que le pregunta «¿Qué tengo que hacer…?» Jesús le mira con cariño. O la mujer siro-fenicia que pedía para sí lo que no se pedía ni para los perros. ¿O cómo sentiría la mujer adúltera la mirada de Jesús? Que sentía sobre sí la mirada de desprecio y de odio de todos aquellos que no se podían mirar a sí mismos sin avergonzarse y que ve como alguien (Jesús), la mira a la cara y la perdona. O la otra María, la pecadora que se acerca en la casa de Simón el fariseo y empieza a derramar su perfume más caro a los pies del maestro. Todos los que estaban allí la conocían y la miraban con deseo, con lascivia, y experimenta por primera vez una mirada limpia. La mirada de amor limpio del Maestro, una mirada de agradecimiento del mismo Cristo, una mirada de perdón.

O Pedro, al que mira con cariño cuando le ve por primera vez, «Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas”». O aquella mirada en el patio de la casa del Sumo Sacerdote, cuando Pedro le niega tres veces. Una mirada de misericordia.

¿Qué hubiéramos dado por poder comer a la mesa con él? Simón el fariseo le invita a su casa a comer, Zaqueo, Lázaro y sus hermanas, Mateo…

O, ¿qué hubiéramos dado por ser destinatarios de sus milagros? ¿A qué sabría aquel pan de la multiplicación de los panes? O testigos de aquella tempestad que hundía la barca y de pronto se calma. Testigos de la pesca milagrosa. O testigos de esos momentos de efectos especiales con luz y sonido, la Transfiguración en el Tabor. O las bodas de Caná. ¿A qué sabría aquel vino bueno de Jesús?

Y cuántos que eran ciegos, paralíticos, leprosos, sordomudos, escucharon de sus labios: «levántate y anda», «coge tu camilla y ve a tu casa», «quiero, queda limpio».

Y de sus mismos labios, muchos escucharon de él sus parábolas: «el reino de los cielos se parece a un granito de mostaza que se siembra en la tierra, y sin saber cómo, crece…», o «se parece a la mujer que mezcla la levadura con la harina y sin saber cómo, aquella levadura va fermentando y se hace la masa y la masa crece…», o «el reino de los cielos se parece a un banquete de bodas…», fiesta, alegría, gozo. O cuando habla del corazón de Dios: el corazón de Dios es como el del pastor que pierde la oveja y deja las noventa y nueve y se va a buscar las que ha perdido y no descansa hasta encontrarla, y la carga sobre sus hombros… O el corazón de Dios es como el de la mujer que perdió la moneda y empieza a barrer y no para hasta que la encuentra. O el corazón de Dios es como la gallina que va reuniendo a sus polluelos bajo sus alas, o el capataz que va a la plaza a contratar a los jornaleros y que va pagando según su propia generosidad.

¿Qué hubiéramos dado por escuchar en directo el Sermón de la Montaña? Haber estado allí aquella tarde espectacular. Aquella ladera con la vista impresionante del lago de Galilea, haber escuchado las Bienaventuranzas de Jesús: «amad a vuestro enemigos, rogad por los que os persiguen, porque si amáis a los que os aman…» (Cfr. Mt 5,44)

«No amontonéis tesoros…»; «no juzguéis…», «no todo el que dice “Señor, Señor”…»

«El que oye estas palabras mías y las pone en práctica, se parece al hombre que construye su casa sobre roca…»

¿Quién es Jesús?

La fe no consiste en creer que existió un hombre como el que hemos ido describiendo sino en creer que este hombre es el Hijo de Dios.

Porque todo el estilo, toda la vida, todo lo de Jesús, depende de quién es. Y es el Hijo de Dios. No «un» hijo de Dios, no el «hijo adoptivo» sino el Hijo de Dios.

Él hace la pregunta a los discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mt 16,13). Y, como pasa ahora, hay respuestas de todo tipo. Y tiene que preguntar a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Y Pedro, que no sabía muy bien lo que decía le responde que es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Y Jesús le dice que eso no se lo revelado la carne ni la sangre, sino su Padre que está en los cielos. Este hombre, verdadero hombre, es, sin dejar de ser hombre, verdadero Dios. No medio hombre y medio Dios, una especie de semidiós, no es un superhéroe, es verdadero hombre y verdadero Dios: totalmente hombre y totalmente Dios. Nació de la Virgen María por obra del Espíritu Santo: el Verbo, la segunda persona de la Santísima Trinidad. La Palabra eterna, increada, se hace carne. Carne y hueso. Y habitó entre nosotros. Es el Dios que se hace hombre sin dejar de ser Dios.

Y esto, ¿por qué lo decimos? Pues porque así lo dijo él. Jesús no era «el gran creyente», Jesús era Dios. El mismo Dios hecho hombre. Así se presenta él. No duda de eso, Lo sabe, Lo sabe y lo dice. Las expresiones que usa, solamente son atribuibles a Dios. Cuando usa por ejemplo tantas veces esta expresión: “Yo soy”. Esa es la expresión de Ex 3,14 cuando en aquella zarza ardiente Dios se revela a Moisés: «Yo soy». Los judíos no pronunciaban el nombre de Dios, porque es santo. Pero Jesús lo usa continuamente: «Yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida…».

Era eso lo que no soportaban de él: hacerse igual a Dios. Esa es la gran acusación en el juicio. «Se hace igual a Dios…, perdona los pecados…, »

Se reconoce como el Mesías. Se llama a sí mismo «el hijo del hombre» que hacía referencia al Mesías. «Yo soy el pan de vida…», «yo soy la luz del mundo…», «yo soy el buen pastor…», «yo soy la puerta…».

Cada vez que usaba la expresión «yo soy» se ponían de los nervios.

En la última cena dice san Juan: «y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía» (Jn 13,3).

Jesús sabía perfectamente quién era él, y cuál era la misión que el Padre le encomendaba.

O cuando se encuentra con Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13).

Cuando empiezan a decir qué signo les da, Jesús les dice: «Jesús les replicó: “En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo…”». (Jn 3,32).

Cuando «Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’?”»

El Hijo es la expresión viva del Padre.

O cuando dice: «el Padre y yo somos uno», o cuando perdona los pecados, que es algo que solo puede hacer Dios. O cuando dice: «Creed en Dios y creed también en mí».

Y todavía más. Si sus palabras fueran poco testimonio de su conocimiento de quien era y de qué venía a hacer, sus palabras quedan garantizadas, corroboradas por los milagros: la tempestad calmada, las curaciones, la multiplicación de panes y peces, la resurrección de Lázaro.

Y sus enseñanzas: nadie ha enseñado como él, decían. La enseñanza más alta que nadie haya enseñado. Y él a sí mismo se designa como el Hijo que conoce al Padre, distinto de todos los otros siervos de Dios que Dios ha enviado a su pueblo. Superior a los ángeles. Con un modo de ser hijo superior al de los discípulos. Nunca dijo: «nuestro Padre» sino «mi Padre y vuestro Padre».

Y en el mismo Sanedrín, en el juicio que se jugaba la vida:

El sumo sacerdote, levantándose y poniéndose en el centro, preguntó a Jesús: «¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que presentan contra ti?». Pero él callaba, sin dar respuesta. De nuevo le preguntó el sumo sacerdote: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?». Jesús contestó: «Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene entre las nubes del cielo». (Mc 14,60-62)

Y aún más. Aparece en los evangelios el testimonio del Padre: en el bautismo de Jesús y en el Tabor, en la Transfiguración. O el testimonio del Padre que lo resucita: la respuesta del Padre a la oración de la Cruz, es la Resurrección.

Su misma victoria sobre la muerte: muere en la cruz por nuestros pecados y resucita al tercer día tal como había dicho.

Juan entra en el sepulcro y el evangelio dice: «vio y creyó». ¿Qué vio? El Sepulcro vacío y las vendas allanadas. Señal de no había sido robado, sino que había resucitado. Uno que roba un cadáver no deja las vendas en el sepulcro o si las deja no se preocupa de dejarlas allanadas como estaban.

Y las apariciones. Porque todavía no le han visto. Habían visto el sepulcro vacío y las vendas allanadas, pero no a él. Y entonces se aparece. Pero se aparece de verdad. Y para que se den cuenta, hasta come con ellos y se deja tocar. Y se aparece a las mujeres, a los apóstoles, a más de quinientos discípulos juntos. Está el testimonio de la Iglesia de los primeros años. San Juan lo testifica:

Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. (1Jn 1,1-3)

Verdadero hombre y verdadero Dios. Verdadero Dios y verdadero hombre, porque sólo si reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son verdaderos cristianos.

Y por eso, porque es hombre y Dios verdadero, es el Señor.

Por su muerte y resurrección nos ofrece el perdón, nos da la gracia para que podamos vivir en unión con él. Y nos promete: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

Señor, maestro, guía, amigo. Él ha dado su vida por mí en la Cruz. San Ignacio se preguntaba al contemplar esto: «¿Y qué he hecho yo por Él?, ¿Qué voy a hacer a partir de ahora por Él?»

A lo mejor podríamos estar un poco nostálgicos, lamentándonos de no haber vivido en aquella época. «Si yo hubiera vivido en aquella época… …entonces sí que sería cristiano». Si pensamos así, nos estaremos perdiendo la oportunidad de encontrarnos con Él hoy. Porque el cristiano no puede ser un nostálgico; no somos los hombres del ayer sino los hombres del hoy y del mañana. Porque Jesucristo vive hoy. Como consecuencia de su modo de anunciar el reino de Dios, de denunciar los falsos valores de su tiempo, tuvo enemigos que lo llevaron a la muerte, pero Dios lo resucita al tercer día: no veneramos un difunto. Alguien que fue y que hoy ya no es.

Este Jesús del que hablamos no fue tan solo un hombre excepcional, maravilloso, único, el mejor hombre que pasó por el planeta Tierra, sino que está hoy vivo, presente, vivito y coleando en medio de nosotros. Él mismo hoy nos sigue hablando. En su Palabra, lo encontramos en el Sagrario, en la Eucaristía, en cada sacramento de la Iglesia. Él es el que nos perdona cuando confesamos nuestros pecados. Él es quien nos escucha y está junto a nosotros cuando oramos. El que nos acompaña día a día. El que nos habita: «si alguno me ama, vendremos a él…».

Él es quien se nos presenta cada día con mil disfraces, pero es Él: «tuve hambre y me disteis de comer…».

Si alguien me dice que los evangelios no son históricos, que son una novela, me da lo mismo. Creo en Él porque Él porque está vivo y vive en mí. Nadie me puede quitar la certeza de la existencia de Jesucristo, la seguridad de su compañía, su amistad y la verdad de su mensaje. Después de más de 60 años de bautizado, después de 30 años de sacerdote, diecisiete de ellos misionero en Hispanoamérica, Él me ha acompañado como un fiel amigo. Y lo he visto en la vida de tantos pobres y miserables, y en la vida de muchos compañeros sacerdotes y de muchos cristianos, laicos, jóvenes, matrimonios. Y en la vida de santos.  Santos de hoy, como José Rivera, Sebastián Gayá, la madre Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, y otros vivos que conocemos: Benedicto XVI, el padre Ginés: es Cristo que está ahí. ¿Quién puede negar la existencia de Cristo? ¿Para qué nos hacen falta los Evangelios? La existencia y la vida de Cristo es una verdadera certeza. Yo creo en Cristo no porque me lo han contado y lo he leído en el Evangelio, sino porque es verdad. En mi vida y en la de tantos y tantas. Y su memoria está por cualquier parte. Giovanni Papini tiene una vida de Cristo escrita donde dice: «en las paredes de las iglesias y de las escuelas, en la cima de los campanarios y de los montes, en las ermitas de los caminos, en las cabeceras de las camas y sobre las tumbas, millones de cruces recuerdan la muerte del crucificado. Julio César ha dado en su tiempo mucho más ruido que Jesús, Platón enseñaba más ciencia que Cristo. Se habla del primero y del segundo, pero ¿quién se acalora con César o contra César? y ¿dónde están hoy los platonistas y los antiplatonistas? Cristo, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros. Hay todavía quien le ama y quien le odia. Hay una pasión por la Pasión de Cristo y una pasión por su destrucción. Y el encarnizamiento de tantos contra Él, dice que no está muerto. Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su doctrina se pasan la vida recordando su nombre.»

En el libro de los Ejercicios, san Ignacio, en el tercer preámbulo de la contemplación dice:

demandar lo que quiero: será aquí demandar conoscimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga.

y más adelante:

deseando más conoscer el Verbo eterno encarnado, para más le servir y seguir. (Cfr. 130)

Pues para eso está aquí: para que le demandemos conocimiento interno de lo que Él ha hecho por nosotros para mejor conocerle, amarle y seguirle.

Para eso nos ha traído aquí. [Al retiro]

Meditación sábado mañana

Contemplamos el misterio de Cristo.

Para introducirnos en el misterio de la redención de Dios.

De todas las infinitas posibilidades de Creación, la Trinidad se complace en la humanidad de Cristo. Y por Cristo, con Él y en Él, ha sido creado todo y Él es el centro de toda la Creación y de la obra de la Redención.

La humanidad de Cristo es una humanidad redentora: creado para redimir. Pero para poder redimir tiene que tener a quien redimir. Por eso san Ambrosio dice:

«Al séptimo día, Dios descansó de la creación, teniendo alguien a quien perdonar.»

No podemos pensar que el hombre le tuerce al plan a Dios y que primero había un plan y como el hombre mete la pata y peca, Dios tiene que hacer otro plan. Es impensable que en Dios se haya dado un cambio de proyecto. A Dios no le salen mal las cosas.

No hay otro plan anterior al pecado. No hay un plan B por si acaso peca. Hay un solo plan y en el plan se incluye a quién redimir y si hay alguien a quien redimir es porque esa persona puede pecar. Tiene la capacidad de pecar, y, de hecho, peca.

Lo que está claro es que a Dios no le sorprende nada, ni el pecado del hombre. Dios cuenta con eso, porque nos ha creado para redimirnos. Hemos sido creados para ser perdonados. El Padre no se deja sorprender porque los hijos pecadores transgredan su plan.

Así en Hch 2,23 leemos:

23 a este, entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos

En el plan entraba la muerte redentora de Cristo. Y por tanto también el pecado, según este designio de Dios.

Tampoco es posible que el Verbo encarnado se encarna y luego piensa «ahora tengo que redimir». Dentro del plan de la Encarnación está la finalidad redentora. Se encarna para perdonarnos. Ese es el plan.

Ni vale decir que esta finalidad redentora estaba incluida de una manera hipotética y ¡vaya!, al final hay que hacerlo. No estaba planeado. No era una intención como en la recámara. «A ver si sale bien y no peca, y si peca, pues lo redimimos».

No. Estaba previsto que fuera redentor desde el principio. El pecado del hombre no puede afectar de esta manera a Dios. Le afecta por lo que le duele, pero no porque a Dios le haga cambiar los planes. El pecado del hombre no tiene ningún poder sobre Dios. A Ignacio de Loyola le dice Jesús en una aparición: «Tus pecados no tienen ningún poder sobre mí».

El plan de Dios incluía un Redentor. Para ser Redentor tiene que poder redimir, para poder redimir tiene que haber alguien a quien redimir y para ello ese alguien tiene que poder pecar. Y de hecho peca. Libremente: ahí está el misterio.

Por eso, para saber lo que el Padre ha querido desde el principio no hay otro camino que mirar lo que ha sucedido al fin, que es la muerte de Cristo. Y no puede haber en Dios una decisión discordante con un plan amoroso. Es decir, que la muerte de Cristo entra dentro del plan amoroso de Dios. Por eso, si el fin del plan es Cristo Redentor, es decir crucificado y resucitado, entonces en el principio es también Cristo redentor, crucificado y resucitado.

Y en tercer lugar, lo específico de este designio, de este plan de Dios, es que Dios quiere manifestarse, Dios quiere expresarse. Y lo principal, la mayor perfección que Dios quiere expresar precisamente, es su amor misericordioso. Y para expresar su amor misericordioso, piensa en la humanidad del Verbo, piensa en la Creación. Una creación para que Cristo fuera Redentor. Pero todo pensado en expresar la mayor de las perfecciones divinas, que es la misericordia. Un amor misericordioso capaz de superar toda rebelión y de vencer toda dureza. Y por eso, para hacer posible este prodigio del Hombre-Dios-Redentor que es Cristo, ha sido preferido entre todos los posibles, un mundo en el que las criaturas se podían contaminar con el pecado.

Y para que haya un pecado a redimir, ha sido llamado a la existencia un ser como es el hombre que en cuanto señor de sus actos, a imagen y semejanza de Dios, tuviese la tremenda facultad de decidir aun contra Dios.

Y así se puede entrever el sentido positivo que pueda tener el pecado dentro del proyecto que Dios ha elegido. No es suficiente pensar que Dios lo permite, sino que hay que captar cuál es el valor específico del hecho de que realmente esto ha sido una decisión de Dios. Un plan trazado y querido por Dios. Deliberadamente querido por Dios.

Podría Dios haber hecho otro mundo, pero un mundo sin pecado no hubiera tenido esta expresión de la misericordia.

No es que Dios haya querido la culpa. Lo que Dios ha querido es la Redención. Manifestar su misericordia. Ha querido lo que de bueno, lo que de laudable, su sabiduría ha obtenido de la deplorable alteración de la justicia causada por la libre voluntad del hombre. Aquí se pueden entender muy bien las palabras del Señor cuando dice:

Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión. (Lc 15)

Porque aquel pecador, con su arrepentimiento se coloca en lo que es propio y característico de este orden de cosas queridos por Dios.

Lo que Dios ha querido para el hombre, es su redención. Hemos sido creados para ser redimidos. El inmenso perdón que se realiza en Cristo. Todo el plan redentor tiene como centro a Cristo redentor. Y en Cristo Redentor encaja toda la creación del Padre y toda la obra de santificación del Espíritu Santo. De ahí la sentencia de san Ambrosio: «Hemos sido creados para ser perdonados».

¿Cuál es este plan redentor? ¿En qué consiste?

¿Cómo hace Cristo esta obra para la que existe su humanidad creada?

Una humanidad creada, en la que el Verbo se ha encarnado.

La Redención no es un cambio de plan para arreglar lo que el hombre estropea. Si no que en todo el plan está incluido el sacrificio de Cristo. Un sacrificio que incluye su muerte y su resurrección. Y toda la vida de Cristo, que es una vida de sacrificio. De humillación, de trabajo. Y por eso en su humanidad santísima expresa con toda la potencia posible el amor. Amor al Padre y amor a nosotros. La misma obra redentora tiene muchísimos aspectos, pero el aspecto cardinal es la muerte redentora. Una muerte rodeada de sufrimiento que después da paso a una resurrección gloriosa. Por eso conviene contemplar con abundancia, con detenimiento, los sufrimientos de Cristo, con los que nos ha redimido.

Lo podemos hacer con los cuatro evangelios, muy especialmente con el de san Juan, que además de ser el más fiel a los momentos históricos, también es el que va dando el sentido del misterio que va aconteciendo. Repasar el Viacrucis, o los misterios dolorosos del Rosario, que nos ayudan a contemplar los misterios de la Cruz y de la Resurrección del Señor.

Y si contemplamos el sufrimiento y la muerte de Cristo, lo que vemos es la bestialidad de su Pasión.

Aún se queda corta la película de Mel Gibson, porque no puede narrar el sufrimiento interno, sicológico, humano, del alma de Cristo. Un sufrimiento asumido en la totalidad, en cuerpo y alma. Y en toda la vida Cristo hay abundancia de sufrimiento. No sólo en la Pasión, que fue durísima, aunque breve. En su paso por la tierra quiso bregar con todos estos malestares que lleva consigo la vida de un hombre cualquiera (“uno de tantos”), y esto aparte de revelarnos la realidad de su humanidad, también nos habla de su cercanía a nosotros, su voluntad de hacerse hombre con todas las consecuencias, hombre verdadero, tal como nos ha hecho a nosotros. Y sin duda Cristo sufrió más que cualquier hombre y además toda clase de sufrimientos, tanto físicos como espirituales. Toda su vida de trabajo, en un taller. No tenía que ser fácil trabajar manualmente en aquella circunstancia en que no existía ni la sierra eléctrica ni los martillos neumáticos. Una vida de trabajo, una vida de obediencia, a su padre, que no era Einstein, sino que era un carpintero y que tendría sus errores, pero había que hacer las cosas como su padre dijera, que para eso era el maestro carpintero. Después su vida pública, de predicación incansable. Caminando de allá para acá. Sufriendo cansancio, hambre, sed, frio, calor. Después todas las incomprensiones, las traiciones, el desagradecimiento. El sufrimiento de ver sufrir a las personas queridas. El ver sufrir a la Virgen. El horizonte de la Pasión, que siempre lo tuvo «(he venido a entregar la vida»). El conocimiento del pecado, como nadie. La previsión de que a pesar de todo su sufrimiento, su entrega, muchos lo iban a rechazar. Se iban a condenar. Por eso Cristo participó en la tierra de toda clase de pecado, aunque lo que más resalta en los evangelios es la humillación. El tomar la forma de siervo, de esclavo. El someterse a una muerte injusta, ignominiosa.

Aquí podemos leer en Isaías 54, los cánticos del siervo.

Y contemplar la pasión. Usar de la imaginación para representarnos el camino del calvario, la crucifixión, y ahí contemplar los sufrimientos corporales empujones, golpes, azotes, espinas, escupitajos, clavos, dolor, voces, desnudez, el sufrimiento sicológico, moral el desprecio, las burlas, las provocaciones, la indiferencia de tantos, el experimentar el abandono del Padre, y a la vez ver que todo esto era voluntario: «dio el paso hacia la muerte porque él quiso», dice una de las antífonas de la Semana Santa.

Una voluntad que aparece claramente manifestada en montones de lugares del Nuevo Testamento. Y además darnos cuenta de que esa muerte, no era necesaria. Dios podría haber hecho cualquier otro plan. Pero quiso este plan. Y en este plan sí era necesario para experimentar la Resurrección. O, también podría habernos redimido y ser redentor cualquier otro gesto suyo, no tenía por qué haberse dejado crucificar y podría habernos redimido. Pero ha querido llegar hasta el extremo del sufrimiento, incluso hasta la muerte, el hecho de ser la expresión (“verbo”) del amor al Padre y de la misericordia del Padre. Podría haber evitado el sufrimiento. En primer lugar no tenía por qué haber tomado una humanidad. Fue una decisión de las tres personas, asumir el Verbo la humanidad. No tenía por qué haber venido en forma de siervo, de esclavo, podría haber venido de cualquier otra manera. Podría haber evitado cualquier sufrimiento con milagros. Igual que resucitó muertos o con una palabra calmó la tempestad. Hubiera podido acabar con todo con media legión de ángeles. Con medio ángel. Hasta con su sola presencia humana podría haberlo evitado. Como ocurre cuando lo intentan despeñar, y no dice ni pío y entre aquella masa enardecida que lo quería despeñar, desaparece (Cfr. Lc 4,29). Pero llega un momento que llega la hora. La hora de cumplir la voluntad del Padre, de entregar la vida. Por eso todo lo sufre voluntariamente. Con toda la voluntariedad humana. Con amor y con total libertad. Consciente y libre. Y por eso cada sufrimiento de Cristo expresa su amor total. El de su persona divina y el de su humanidad. Eso es lo que se contempla en el misterio del Corazón de Cristo. Corazón divino y humano. Amor divino y humano que se entrega. Y se deja traspasar por nuestro amor. Y además lo hace como ninguno de nosotros podía hacerlo. Con toda conciencia (la de Dios) y toda la voluntad. Ninguno de nosotros podía abarcar esa totalidad en toda nuestra vida. Y además lo hace por nosotros a los que conoce. Y que conociéndonos, nos ama. Con toda lucidez, sabiendo quienes somos, mejor que nosotros mismos. No tiene ninguna ilusión sobre nosotros que no sea la de salvarnos, porque ya sabe cómo somos. Y sabe cómo vamos a responder. Y sabiéndolo, por nosotros se entrega a la muerte. Y no a cualquier muerte. Y eso no lo hace de pronto en un impulso de valor, de heroísmo. Lo hace consciente y perfectamente planeado. Con pleno conocimiento. Con pleno dominio. Según el plan del Padre que ya de antemano conocía. Y que va realizando paso a paso, inexorablemente hasta la muerte y muerte de cruz. «Es preciso que el mundo conozca que yo amo al Padre» (Jn 14, 31).

Y, ¿cuál es el sentido de tanto sufrimiento, dolor, humillación? No hay más que uno: el Verbo lo que hace es expresar el amor eficaz de las personas divinas. El Verbo que ha asumido la humanidad lo que hace es expresar con su humanidad el amor eficaz y verdadero de las personas divinas. En todas las direcciones: el amor del Padre y del Espíritu Santo a Jesucristo, el amor de Cristo al Padre, el amor de las divinas personas a Cristo y a la humanidad en Cristo.

Lo primero que expresa es el amor de Jesucristo al Padre. Primero el Padre ama a Cristo. Y lo primero que expresa la Pasión es el amor del Padre a Cristo. ¿Cómo? Pues porque lo quiere redentor. Quiere que su hijo se luzca. En toda su potencia. Cualquiera quiere un hijo que sea un superhéroe. Pues el Padre está superorgulloso de lo que ha hecho su Hijo por nosotros. Y esto es lo primero, el amor del Padre al Hijo. Y porque el Padre ama al Hijo, le ofrece este camino. Y aquí hay que tener cuidado con algunas expresiones que a veces aparecen o que usamos, como si el Padre nos prefiriera a nosotros antes que al Hijo. No. El Padre primero quiere a su Hijo. Él es el amado. No es que el Padre para salvarnos tiene que permitir que su hijo vaya a la muerte. Y que el Hijo tenga que pagar con su sangre… No. Es que el Padre quiere glorificarlo Y porque ama al Hijo, quiere que sea fecundo. En toda su potencia. Igual que la fecundidad del Padre se expresa en toda la obra de la Creación, el Hijo tiene también que ser fecundo, y la fecundidad del Hijo es la Redención. Y como el Hijo todo lo ha recibido del Padre, también ha recibido esa capacidad fecunda de la re-creación de todo: «Hago todas las cosas nuevas». Y lo hace por su entrega a la voluntad del Padre.

El amor del Padre que asocia al Hijo a la obra de salvar a cada hombre. Y eso no es una ley que esclaviza sino un impulso que libera. Ese es el impulso que sigue Cristo voluntariamente, «he venido a hacer la voluntad del Padre». Y es también el que debe seguir el cristiano. Y porque el Padre ama al Hijo es por lo que le confiere el Espíritu y con el Espíritu su amor a los hombres y la potencia salvadora. Y aquí está el misterio de la colaboración que brota del amor. El Hijo no recibe un mandato externo del Padre. Sino que recibe su amor. Y este amor se manifiesta en aceptar todo lo que el Padre le da. Incluso sufrir para ser fecundo. Y si no contemplamos este amor del Padre al Hijo que es lo primero, difícilmente vamos a entender el misterio de la muerte y la resurrección del Señor. Y es que entonces ni siquiera tendría fundamento nuestra confianza. Ahí es donde podemos entender el amor que Dios nos tiene, porque precisamente es una de las expresiones (la mayor) del amor que Dios nos tiene.

32 El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las cosas? (Rm 8)

Este amor del Padre al Hijo se manifiesta como un amor infinito en intensidad, en poder, hasta el extremo. Jesús mismo experimenta este amor del Padre. En la entrega de su vida.

17 Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo.
18 Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre. (Jn 10)

Cristo sabe que el dar la vida es recibir el amor del Padre. Y a la vez dando la vida expresa su amor al Padre. Y este amor es infinito también en sabiduría. Esa sabiduría que rebasa la mente humana hasta parecer (como dirá san Pablo) locura o escándalo. Pero es la sabiduría de Dios. Y en segundo lugar, toda la Pasión, la obra redentora lo que hace es expresar el amor de Cristo al Padre. El sentido de la cruz es el mismo Cristo el que lo da. Y Juan lo dice claramente en su evangelio y en este conocimiento consiste la salvación.

31 pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. (Jn 14)

Aquí está la clave. Cristo entiende perfectamente que esto no es un castigo del Padre. Que lo castiga a Él por no castigarnos a nosotros. Él recibe el amor del Padre y el Padre le está concediendo por amor ser el único salvador de la humanidad. Un acto de obediencia al Padre que es recibir el impulso amoroso del Padre lo que lleva a Cristo al dolor y a la muerte. Y eso es lo que es la verdadera obediencia: la actitud de recibir consciente y voluntariamente los impulsos del Padre, la misma vida divina, que Cristo vive también en forma humana.

Y eso es lo que aparece tantas veces en el evangelio: el Hijo lo tiene todo recibido del Padre. Ni el Padre tiene nada que no comunique al Hijo, ni el Hijo tiene nada que no venga del Padre. Por eso es el Hijo, porque todo lo ha recibido del Padre. Todo lo que es el Padre lo ha comunicado al Hijo. Y el Hijo ha recibido todo lo que el Padre le ha comunicado. Por eso siendo personas distintas son un solo pensamiento y una sola voluntad. Nada tiene el Hijo que no haya sido recibido. Y todo lo que tiene el Hijo es todo lo que el Padre le ha concedido. Por eso el sentido del sufrimiento y la muerte de Cristo es la expresión de su amor al Padre. Y expresa su amor al Padre entregando la vida: «el celo de la casa de mi Padre me devora» (Jn 2,17).

Y como Cristo hombre es la expresión sustancial del Verbo expresa con su humanidad asumida el amor al Padre y al Espíritu. Y como tiene la potencia humana para expresar, lo hace con toda expresividad. Y no hay amor mayor que dar la vida. Y por eso da la vida: para expresar su amor al Padre y al Espíritu Santo. Y lo hace de modo humano. La máxima expresión del amor es sufrir hasta dar la vida. «No hay amor más grande…»

Y por eso tiene el impulso de entregar su vida al Padre para manifestarle su amor. Nuestros pecados no pueden condicionar a Dios. Cristo ama tanto al Padre, que da la vida por Él. Aun suponiendo que no hubiera habido pecado, Cristo hubiera querido morir para demostrar su amor humano, que expresa el amor del Verbo al Padre.

Y lo mismo que expresa el amor al Padre, al Espíritu Santo. En cuanto hombre, Cristo está ungido por el Espíritu Santo y continuamente impulsado por el Espíritu, y se complace como hombre en recibir estos impulsos del Espíritu Santo para ofrecer su colaboración al Espíritu en los templos humanos que Él se complace en habitar que somos nosotros. Para que el Espíritu Santo pueda habitar en nosotros, Cristo entrega su vida por amor al Espíritu.

Y otra de las dimensiones del misterio de la Pasión es que expresa el amor de las personas divinas a los hombres. El amor del Padre a nosotros, de Cristo, Verbo encarnado a nosotros, y del Espíritu Santo a nosotros.

En primer lugar porque la iniciativa de la Pasión no es una iniciativa de Cristo Jesús en cuanto hombre, sino de las personas divinas. Y en el NT aparece repetida esta realidad hasta la saciedad. Cristo es el enviado que lo recibe todo del Padre y que es impulsado siempre por el Espíritu Santo.

La muerte de Cristo es la más clara y expresiva manifestación del amor que el Padre nos tiene. Por eso somos cristianos, porque hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene. Es la más expresiva, porque hay realizaciones superiores del amor de Dios como por ejemplo la misión del Espíritu Santo de santificarnos, la inhabitación de las personas divinas. Son manifestaciones superiores, pero no son expresivas. No son visibles. Pero la que es visible es la Pasión y el sufrimiento de Cristo. La máxima expresión posible del amor de las divinas personas. Y aquí aparecen los textos de la escritura que vienen a hablarnos de esto. «Tanto amó Dios al mundo… (Jn 3,16)» «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros. (Rm 5,8)».

El amor de Cristo al Padre, el amor de las tres personas a los hombres, el amor de Cristo a los hombres. Como el amor a Dios y al prójimo van juntos, Cristo también muere por nosotros. Pero en primer lugar muere por el amor al Padre. Por eso el sufrimiento de Cristo es un signo eficaz de su amor a los hombres. Y como el amor tiende a la unión y a compartir los bienes con la persona que se ama, las máximas expresiones del amor son la unión, el dolor hasta la muerte. Y por eso Cristo toma sobre sí esa característica ineludible de la humanidad que es el dolor, el sufrimiento.

Por el amor que nos tiene, comparte nuestro mal. Cristo sufre realmente. Y con ello se une a todos los hombres sujetos al dolor, a la muerte, a las humillaciones… Pero al unirse, a la vez nos comunica sus propios bienes, ya en la tierra. El conocimiento del Padre, el conocimiento de sí mismo, de los hombres. Toma una vida como la nuestra para ofrecernos una vida como la suya. El amor tiende a expresarse, a manifestarse. El amor se tiene que expresar. Y entre las posibilidades humanas, no hay forma más expresiva que la capacidad de sufrir por quien se ama.

Podemos dudar de todas las buenas palabras (contigo pan y cebolla…)

Sabemos por experiencia que muchos ofrecimientos sinceros son aniquilados en cuanto empiezan a costarnos un poquito.

Podemos creer que son una prueba de amor los beneficios que damos a los demás, los regalos, los favores, etcétera. Pero sabemos que la mayor prueba de amor sin interés egoísta es el sufrimiento y el sufrimiento prolongado, intenso, por la persona que se ama. Como el caso de Cristo, la muerte planeada, aceptada, querida y realizada.

Y por eso Cristo sufre por nosotros hasta la muerte y por eso nos manifiesta la inmensidad de su amor. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos».

Y no solamente el amor tiende a la unión y a la expresividad máxima, sino que tiende también a beneficiar. A querer el bien del amado. Y con la muerte de Cristo nos evita el mayor mal. El mal absoluto y muchos de los males inútiles.

Porque para el cristiano el que vive en Cristo y es redimido por Cristo, si lo es de verdad, ya queda excluida la condenación, el infierno, el apartamiento de Dios, el sufrir inútil. Muchos males del mundo, mirados en abstracto, sacados del contexto verdaderamente acosan al miembro de Cristo igual que le acosaron a Él. Pero el cristiano tiene la capacidad de convertir cualquier mal, cualquier dolor en instrumento valioso del bien, del gozo, de la victoria final.

Porque por Cristo, todo coopera para nuestro bien. (Cf. Rm 8,28). Por eso el cristiano unido a Cristo tiene la capacidad de transformar el dolor en amor y en redención. Y dirá san Pablo en Col 1,24:

24 Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia,

¿A la pasión de Cristo le falta algo? La cabeza sufrió efectivamente la Pasión, pero nosotros somos el cuerpo. Le falta la Pasión del cuerpo de Cristo. Nos da a nosotros la capacidad de unidos a Él completar su Pasión, de ser redentores con Él.

Si estamos llamados a ser hijos, estamos llamados a ser expresión. Asumiendo el dolor, sabiéndonos miembros de su cuerpo, expresión del amor al Padre, del amor a Espíritu Santo, del amor a los demás, igual que Cristo lo hace.

Este amor de Cristo a nosotros en la Pasión, que se muestra de esa manera tan brutal, no es un amor a un mundo en abstracto, a una humanidad a bulto, a una estadística, al género humano, sino a cada uno de los hombres. A cada uno. Sin faltar ni uno solo. Cristo ama a todos, pero ama a todos porque ama a cada uno. San Pablo lo tiene muy claro:

Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí (Ga 2,20)

Y eso mismo puedo decir yo y puedes decir tú.

Y parece como que nos cuesta entender este misterio del amor personal, a cada uno.

Y como nos cuesta entenderlo porque no somos capaces de amar así a cada uno, no caemos en la cuenta, y a veces pensamos que el amor de Cristo es excluyente, porque nosotros excluimos. Pero no, el ama a cada uno. Y tenemos que empezar a ir explicándonos esto. Y es que hay palabras que no tienen plural. Y una de ellas es la palabra hombre. No hay hombres, hay este hombre, ese hombre, aquel hombre, esta mujer, esa mujer… Uno a uno.

Cada uno, inmerso en la comunidad, está elegido. Desde toda la eternidad, desde antes de la creación del mundo, por el amor del Padre, para ser una imagen de su Hijo para completar a su Hijo. Y una imagen única, irrepetible. Y aunque esto nos resulte un poco difícil de ver así, de contemplar, pensemos que cuando participamos en la Eucaristía, Cristo se entrega por cada uno. Y por cada uno se entrega totalmente. No un pedacito a cada uno, se nos da entero. Y lo mismo que en la comunión se nos da entero a cada uno, eso es lo que ha hecho con toda la humanidad.

Porque cuando se queda en la Eucaristía es para darse a cada uno. De uno en uno. Porque cada uno, de uno en uno, hemos pasado por su mente, por su corazón, en Getsemaní, y por su costado en la Cruz.

Por eso el sufrimiento y la muerte del cristiano, es, si quiere unirlo voluntariamente al de Cristo, una participación en el sufrimiento y la muerte de Cristo. Por eso Cristo nos evita todo sufrimiento inútil, porque el cristiano está llamado a unir su pasión a la de Cristo. Su dolor al de Cristo, y por tanto, nada es inútil. Nada se pierde. Ningún sufrimiento es absurdo para el cristiano. Siempre que lo contemplemos en el misterio de la Pasión de Cristo a la que estamos llamados a unirnos porque somos miembros de su cuerpo.

Y evitándonos todo sufrimiento inútil, hace eficaces también Cristo nuestros sufrimientos en la tierra. Y por eso todo puede cambiar de signo en la vida del cristiano. El dolor se convierte en un dolor no absurdo, inútil, sino en un dolor redentor. Hasta la muerte, que es el paso de entregar la vida al Padre. Y además, incluso en el plan podríamos decir del orden jurídico, ese amor de Cristo es eficaz porque al sufrir, sufre en nuestro lugar: satisface por nosotros. Y al aplicarnos su sufrimiento nos otorga el perdón de los pecados y nos reconcilia con el Padre a los que estábamos dispersos, apartados de Él. Él restablece en su persona la costura entre Dios y el hombre. Esta costura que es necesaria por la ruptura que es el pecado. Y lo hace en su persona. Uniendo en su persona que entrega su vida y lo hace expresándolo en su cuerpo, el amor al Padre, el amor a nosotros, y por nosotros y por nuestra redención se entrega a la muerte y muerte de cruz.

Y para que la Redención hubiera sido eficaz, no hace falta tanto dolor, pero la sobreabundancia lo que hace es manifestar a toda potencia el amor a nosotros. Y a la vez a asumir, a tomar parte en nuestras penas y en nuestros dolores. Por eso el «por nosotros» significa «en nuestro favor» y «en nuestro lugar»: el padeció lo que teníamos que haber padecido nosotros.

Y también hay que contemplar el amor de Cristo al Espíritu Santo.

¿Cómo expresa Cristo el amor al Espíritu Santo en la Pasión? Dejándose mover por Él, entregando el espíritu. El Espíritu Santo quiere ser comunicado y es comunicado por Cristo.

Que esto nos sirva para entrar en el espíritu de la Semana Santa, que es entrar en el misterio de Cristo redentor. Que es el misterio de Dios y es donde podemos entender el misterio del hombre.

Contemplemos a Cristo en su sufrimiento. Examinemos nuestro criterio ante el dolor, ante la humillación, ante la cruz en general. Ver también el valor santificante del sufrimiento y de la humillación y de la injusticia padecida.

San Ignacio en los Ejercicios cuando llega el momento de la contemplación de la Pasión de Cristo, da estas pautas:

«Imaginando a Cristo Nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio: cómo de Creador ha venido a hacerse hombre y de vida eterna, a muerte corporal, y así murió por mis pecados.»

Y más adelante:

«induciendo a mí mismo a dolor y a pena y quebranto, trayendo en memoria freqüente los trabajos, fatigas y dolores de Christo nuestro Señor, que passó desde el puncto que nasció hasta el misterio de la passión en que al presente me hallo.»

Todos los dolores de Cristo, desde el momento de su Encarnación.

«Otro tanto, mirando a mí mismo, lo que he hecho por Christo, lo que hago por Christo, lo que debo hacer por Christo; y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se offresciere.»

«demandar lo que quiero, lo qual es propio de demandar en la passión, dolor con Christo doloroso, quebranto con Christo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Christo passó por mí.»

Y luego:

«traer a la memoria los beneficios rescibidos de creación, redempción y dones particulares, ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y quánto me ha dado de lo que tiene y consequenter[7] el mismo Señor desea dárseme en quanto puede según su ordenación divina. Y con esto reflectir[8], en mí mismo, considerando con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte offrescer y dar a la su divina majestad, es a saber, todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien offresce affectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.»

Meditación sábado tarde

Vamos a ir rematando estas cosas.

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en Cristo
con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos.
Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo
para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad,
a ser sus hijos,
para alabanza de la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.
En él, por su sangre, tenemos la redención,
el perdón de los pecados,
conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia
ha derrochado sobre nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo,
en la plenitud de los tiempos:
recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. (Ef 13-10)

Esto es lo que venimos hablando y meditando en estos días del retiro. Así hemos comenzado, sabiendo que somos en Cristo, en Él, para Él. Y si no, somos absurdo. Tocaría hablar de las consecuencias de este ser salvados por Cristo mediante la Cruz y el sufrimiento del Hijo de Dios. Sabiendo que lo importante, lo que de verdad redime no es la cantidad por así decirlo del sufrimiento de la Pasión de Cristo sino la cantidad de amor que expresa. Lo que redime no es el dolor, sino el amor. El dolor asumido voluntariamente por amor. Lo que nos redime es el amor de Cristo hasta la muerte, hasta el extremo. Y que lo expresa con toda la potencia que un ser humano puede expresar amor: dando la vida libre y voluntariamente.

Y así él es glorificado. Y glorificado él, glorifica al Padre y glorifica a la Trinidad. Por eso somos creados en Cristo, pensando en Cristo para ser redimidos y que así Cristo sea glorificado.

Entonces ¿qué pasa, que nosotros estamos aquí solamente de actores secundarios? ¿Para que se luzca Dios y somos como meros escaloncitos por los que Dios va subiendo en su gloria y nos utiliza? No podemos pensar eso. Si todo es para gloria de Dios, que es un narcisista que se quiere mirar y ensalzar a sí mismo y nosotros somos para eso un medio pues ¡vaya gracia! Y encima tener que sufrir… Podríamos pensar eso, pero no es así.

Porque precisamente somos salvados, redimidos por Cristo, pero no somos de ninguna manera utilizados, sino que es también para ser nosotros glorificados y para que nosotros, unidos a Cristo que glorifica al Padre, glorifiquemos al Padre. Y lo mismo que Cristo se luce en la Redención, siendo el redentor del género humano, nos quiere unir a Él para hacernos también a nosotros colaboradores en la obra de la Redención. De manera que Dios se complace en el Hijo, se complace en los que el Hijo ha redimido, y unidos a Él por el Espíritu también funcionamos como hijos de Dios, completando como dice san Pablo lo que falta a la Pasión de Cristo en nosotros y continuando la tarea evangelizadora de Cristo también nosotros.

Nosotros somos hechos hijos: no somos simplemente una cosa que está ahí, sino que somos hechos hijos en el Hijo. Y por eso el Padre después del bautismo dice de Jesús «este es mi Hijo amado» y cada vez que somos nosotros bautizados, en nosotros ve a su Hijo amado. Y unidos a su Hijo es también como nosotros estamos llamados a glorificar al Padre, y somos levantados a una categoría inimaginable: la de hijos de Dios. Por eso no somos un mero instrumento para que Cristo se luzca, no. Nosotros somos a la vez unidos, asumidos en esta glorificación del Padre. Glorificados nosotros y asumidos en esta glorificación de la Trinidad. San Irineo decía que la gloria de Dios es el hombre «viviente» es decir, el hombre en gracia, unido a Cristo, completando a Cristo. Por eso somos «hijos en el Hijo». Y por eso san Pablo dirá «¡glorificad a Dios con vuestro cuerpo!». Estamos llamados para la gloria de Dios. Y glorificando a Dios somos ensalzados, glorificados. También san Irineo dirá: «y la gloria del hombre, es Dios». Porque ahí entramos en este misterio de Dios: somos introducidos es este misterio de Dios. Por eso el Padre se complace en que el Hijo le glorifique dándole a conocer toda la obra de la revelación: el anuncio del Evangelio y haciéndolo redentor por la Cruz.

Evangelización: Cristo es la Palabra, el Evangelio y la Cruz, la Redención. Y se complace en nosotros también al unirnos a Cristo y hacer de nosotros su sacrificio en la Cruz y hacernos apóstoles. Y así nosotros también glorificamos a Dios. A nuestra medida, pero estamos llamados a ser santos y a ser hijos en el Hijo. Esto es la Iglesia, no cada uno suelto, Cristo cabeza con sus miembros que somos nosotros y que algunos llaman «el Cristo total». Y es el Cristo total, cabeza y miembros, quien glorifica al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Y la gloria del Padre en el aspecto de la creación, sería nuestra dedicación a la familia, comunicadores de vida, co-creadores con Dios, y al trabajo, colaboradores en la creación. (Dos temas que habría que abordar en sendas meditaciones).

La gloria de Dios, es que unidos a Él, por la gracia le completamos. Y completándole en su cuerpo, que es la Iglesia, glorificamos al Padre. Participando de su sacrificio y ahí está todo el sentido de la cruz del cristiano, el sufrimiento, que no nos ha dado tiempo a hablar de él. Hemos hablado del sacrificio de Cristo, pero Cristo nos quiere unir a su sacrificio, de manera que todo nuestro dolor, sufrimiento, todo sea redentor, unido al de Cristo. (Eso sería otra meditación).

Y por otro lado, la tarea misionera: Cristo evangelizador, Cristo revelador del Padre. Que ahora veremos.

Y el Espíritu Santo, ¿qué? El Espíritu Santo es el que hace posible que Cristo se encarne, que nos une a él en el Bautismo, Y que unidos a él podamos vivir la gracia. Nos hace hijos en el Hijo y así también nuestro ser hijos en el Hijo glorifica al Padre y al Espíritu Santo porque hay quien se deja mover por él. El Hijo, por supuesto, y nosotros en la medida que nos dejamos. Y esto es la Iglesia. Y la unión con Cristo la realiza el Espíritu Santo en el cuerpo que es la Iglesia y para ello tenemos los Sacramentos, las mociones del Espíritu Santo que nos comunica la vida de Cristo, la oración. (Otro tema para meditar).

Quiero decir que el misterio cristiano no son cosas sueltas como a veces puede dar la sensación. Por un lado hay que trabajar, por otro lado habrá que cuidar la familia, hacer cosas en la Iglesia, hacer apostolado, y de pronto viene la cruz y vamos a vivir la cruz: no, es un todo. Quizá a nosotros nos cuesta pensarlo, pero para Dios es muy fácil hacernos y planear todo esto. Y por tanto, toda nuestra vida, y todas las cosas que nos puedan pasar, todo ocurre para el bien como nos recuerda san Pablo[9], todo está dentro del misterio de Dios. No hay nada que a Dios se le escape. Lo mismo que el pecado del hombre no puede cambiar el plan de Dios, el sufrimiento del hombre no frustra una vida, una enfermedad, un dolor, una incapacidad, sino que es una oportunidad de corredimir. Cristo nos dice a todos: «¿me quieres completar? Yo te acompaño». No le vamos a completar si no es con Él. Él nos acompaña porque nos une a Él. Ya hemos visto los modos de unión con Cristo: la vida de virginidad consagrada, el celibato apostólico, el matrimonio, unión mediata o inmediata, y ahora vamos a entrar en este aspecto de la prolongación, del completar a Cristo.

Uno es el sufrimiento. Todo esto se da mezclado, haciendo una unidad en nosotros. El que vive la vida cristiana en la medida que se deja mover por el Espíritu Santo y entra en este misterio, tiene una vida unificada. No hay cabos sueltos, no hay cosas extrañas en la vida sino que todo es un uno para glorificar a Dios, unidos a Cristo. Y uno de los aspectos del prolongar a Cristo y su obra es la cruz.

Todos tenemos un día u otro que tomar parte en ella, así que más vale que estemos bien despiertos para que cuando llegue la cruz, la aprovechemos. Que la aprovechemos uniéndola a la cruz de Cristo. Sabiendo que es una cita: porque el Señor cita a los que ama en la cruz, donde Él está. Ahí con sus brazos abiertos nos quiere recibir. Cada ocasión de humillación, de desprecio, de dolor, de enfermedad, de sufrimiento, de contradicción es una cita de amor con Cristo. Porque si ha elegido el sufrimiento voluntariamente para expresar el amor al Padre y a nosotros, no vamos a entender el lenguaje también si no es a través del lenguaje del sufrimiento y del dolor. Y solamente movidos por el Espíritu al unirnos a Jesucristo a completar lo que falta a su Pasión, a completar la parte que nos toca a los miembros de la Iglesia hace que nuestro sufrimiento tenga valor y sentido. Es decir, que aquí nadie se jubila. Nadie se da de baja, sino que sea cual sea el estado de nuestra vida, de nuestra salud, de la tensión, del colesterol, etcétera, todos podemos glorificar a Dios con nuestra vida. De una manera o de otra: hasta que te mueras. Aquí no hay descanso. Y después, ya ni nos lo imaginamos (según dice san Pablo).

Vamos a hablar ahora de este aspecto de completar a Cristo en su misión de revelarnos al Padre. Él es quien nos lo ha explicado, dice san Juan. El Verbo se ha hecho carne para que su carne nos muestre al Padre. Y en Hebreos 1,1 leemos:

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo,

El Hijo es el que nos revela al Padre. Es la plenitud de la Revelación. Y la tarea reveladora de Cristo de mostrar al Padre, todo lo que es el anuncio del Evangelio, que incluye la buena nueva de la salvación en Cristo, Cristo la encomienda a su Iglesia. Antes de subir al Cielo, en el momento mismo de la Ascensión, da el mandato misionero:

Y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. (Mc 16, 15-16)

El mandato que Cristo da a los apóstoles, lo da a toda la Iglesia. Ellos continúan y completan esa tarea evangelizadora, reveladora del misterio de Dios que hace Cristo. Y ahí la Iglesia es cada uno de nosotros. Estamos llamados a ser evangelizadores, comunicadores de la Buena Nueva. Si todo esto que hemos ido contemplando es así, es que dan ganas de salir gritando a la gente: ¡que no se enteran! Es que la gente vive a lo tonto, perdiendo la vida en tantas cosas. Bien, pues nos toca a nosotros espabilar al mundo este. Y espabilándoles con el testimonio y hablándoles del misterio de Dios. Anunciando a Cristo. Anunciando el Evangelio.

Y eso se puede hacer de muchas maneras, y no todos están llamados a hacerlo de la misma manera, pero sí todos a participar de las mismas actitudes, actitudes de Cristo evangelizador, de Cristo profeta, de Cristo maestro, de Cristo revelador del Padre.

Haber conocido a Cristo y en Cristo todo este misterio, y designio de Dios, es lo mejor que le puede pasar a cualquier persona. Y encima poderlo seguir es una gracia que él nos da. Y darlo a conocer con nuestras palabras y con nuestras obras, es el mayor de los gozos. Estamos llamados a vivir el Evangelio y a evangelizar. Siempre desde un encuentro y una unión personal, íntima, con Cristo. La tarea de la evangelización no es cuestión de grandes programaciones, planes, nuevos y revolucionarios métodos de nueva evangelización, técnicas de evangelización, sino de hombres y mujeres nuevos, renovados por la Gracia. No sirven para nada los cristianos comprometidos, hay que estar entusiasmados. Y es muy distinto que uno haga un compromiso, «me comprometo a», a decir «esto no puedo no hacerlo». Entusiasta es el que está lleno de Dios. Y al que está lleno de Dios, esto le sale. No se trata de ver a qué me comprometo. Déjate de compromisos. Procura estar entusiasmado. Que Dios esté en pleno en tu vida. Esto es lo que te va a hacer evangelizador. Luego habrá que pensar, reflexionar, planificar, pero lo fundamental no son los programas, las técnicas, los planes, los métodos, los cursos y los recursos. Es el entusiasmo. Es Dios. Y, o estamos movidos por Dios, o ya podemos hacer mil cursos de oratoria, de técnicas de dinámica de grupos, de planificación pastoral, de lo que quieras, que no vale para nada. Vale en la medida que ayuda, pero si no está uno entusiasmado, todo lo demás es perder el tiempo.

El Evangelio es Buena Nueva, buena noticia de que Dios nos quiere unir con Él, para su gloria. Y por tanto, a todos entre sí. No a unos elegidos. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Dios no quiere que haya ignorantes de su amor, Dios no quiere que nadie que venga a este mundo se vaya de él sin haberse enterado del amor que Él le tiene. Pero eso no va a ocurrir por arte de magia. Eso ocurrirá por la colaboración de los que habiendo tenido la dicha de conocerlo, quieren, movidos por el Espíritu Santo, colaborar con Él en la extensión de su Reino. Porque las personas divinas no actúan solas, sino que siempre buscan las colaboraciones humanas. Y esta colaboración en el que todos se salven, es la evangelización, el anuncio del Evangelio. Cristo es el evangelizador, pero Cristo tampoco actúa solo, sino que ha querido la colaboración de su Iglesia en esta vida.

Y la colaboración con Cristo en esta tarea del anuncio, de la proclamación, de la revelación del misterio es la evangelización, y es el evangelizador. y ahí todos estamos llamados a ser evangelizadores. Cada uno tendrá un modo, un camino elegido por Dios para él, una vocación para hacer esa evangelización, pero ninguno nos podemos excusar del testimonio de nuestra vida y de nuestras palabras, para revelar el misterio amoroso de Dios.

Y aquí hay un orden que no se puede alterar, que es inquebrantable: lo primero es ser. Y lo que somos es hijos de Dios. Y el que es, tiene que desarrollar unas actitudes estables, que son las que llamamos virtudes. Y esas virtudes, después se van expresando, desarrollando en actos. Y los actos pueden ser de mil maneras, técnicas, métodos, lo que sea. Pero primero es ser. Y el problema es que a veces empezamos por las paredes: por las técnicas, los cursos, etcétera, y nos olvidamos de lo que es el ser. Y ser es estar unidos a Cristo, ser hijos de Dios, movidos por el Espíritu Santo, vivir en gracia: el entusiasmo. Entusiasmarnos.

Porque, el entusiasmado entusiasma. Necesariamente, sin querer. Es imposible que el fuego no queme. Es imposible que el evangelizado, y que lo vive, no evangelice. Y en esta llamada a la evangelización no somos meros instrumentos, como a veces se dice. Como si Dios nos utilizara como instrumentos. Somos colaboradores, que es muy distinto de instrumento. Si decimos «instrumento» hay que explicarlo muchísimo. Los santos han usado esta expresión, y pueden ser maneras poéticas, pero lo importante es la colaboración. Somos colaboradores, no meros instrumentos, porque el instrumento no entra en la intención del agente principal en sí mismo.

Por ejemplo si yo quisiera escribir una novela, me da igual hacerla con un bolígrafo que con un lápiz, que con un ordenador o que con un iPad, porque lo que yo quiero es un escrito, y me da igual. Con lo que tenga a mano, con eso lo haré. El instrumento me vale en tanto en cuanto me sirve para hacer lo que yo quiero hacer. Pero si a mí se me rompe el lápiz, me da igual, cojo otro lápiz y sigo escribiendo. O si se me rompe el ordenador tendré que usar otro, pero no me preocupa porque el instrumento en sí ni siquiera se perfecciona, se va desgastando a medida que es utilizado. El instrumento no participa ni de mi intención ni de lo que yo quiero ni de mis sentimientos. El instrumento no es amado por sí mismo sino en tanto en cuanto cumple una función. Es un mero utensilio que se emplea para conseguir un fin que se busca, y no importa si el instrumento se desgasta y se rompe: se busca otro. No es amado por sí mismo, por lo que hace.

El colaborador no. El colaborador es amado por sí mismo, y en la misma colaboración se busca el bien del que colabora. El primer beneficiado es el que colabora. Con el ejemplo de la novela, pues sería ponernos a escribir una novela nosotros juntos. Pensar lo que queremos. Aporta uno, aporta otro, se enriquece uno, se enriquece otro. En la colaboración, no va a ser lo mismo si al otro la da un dolor de barriga que casi se muere. El colaborador importa. Y no solo importa, sino que se beneficia de la colaboración, participa del pensamiento, de la intención, de los mismos sentimientos del agente principal. La colaboración implica actos conscientes, voluntarios de unos y de otros para que la colaboración sea verdaderamente eficaz.

Así nos quiere Dios, no como meros instrumentos, sino como colaboradores en la obra de la Redención y de la Evangelización. La Redención por medio del sufrimiento y de la cruz, y de la Evangelización por medio del apostolado, de la misión, del anuncio del Evangelio. Dios nunca nos usa como instrumento, sino que nos quiere como colaboradores. El instrumento se utiliza en la medida que sirve, al colaborador se le aprecia, se le quiere: hay una relación. El instrumento se gasta, en la medida que se utiliza, el colaborador se perfecciona en la colaboración, por tanto son fundamentales las actitudes de las que brotarán los actos, que son las virtudes que brotan del ser. Por un lado del ser que tenemos y por eso Dios nos hace a todos diferentes, y nos ama a todos de manera diferente, infinitamente diferente. Con un amor infinito a cada uno, pero un amor diferente. Esto es un misterio, está claro; ya nos enteraremos. Pero no somos todos iguales ante Dios, pero podemos decir que somos infinitamente amados. Cada uno tiene cualidades, valores, actitudes, cosas distintas, porque Dios ha querido expresarse en toda su potencia en la creación del ser humano y de los hombres. No hace un estándar, un producto de un molde. Ahí la potencia creadora de Dios, solo con pensar en las diferencias de los que estamos aquí, cuanto más si pensamos en toda la humanidad. Es el arte que tiene Dios. Arte, imaginación, poder, fuerza para poder hacer tanta gente distinta. Y pedir colaboraciones con tanta gente distinta, poder colaborar Él con tanta gente distinta.

Tenemos un ser natural para expresar toda nuestra unión con Cristo, par glorificar a Dios, pero además también tenemos un ser sobrenatural, de gracia, que se nos concede desde el Bautismo y que se nos va fortaleciendo y perfeccionando con los sacramentos y en la medida que las actitudes y las virtudes actúan, se van también desarrollando y perfeccionando en nosotros. Por eso, normalmente la evangelización depende tanto del ser como de las actitudes del evangelizador. Y como somos seres personales, a semejanza de Dios, con conocimiento y con voluntad libre, seres que conocen, que quieren, que actúan, las actitudes tienen que ser vividas personalmente, de manera consciente, voluntaria, incluso aunque lleguen, ―y llegarán si Dios quiere―, a la sensibilidad. Pero lo importante son las actitudes.

Y puesto que el Evangelio es una vida nueva, el evangelizador es comunicador de vida en tanto en cuanto vive una vida nueva. Pero solamente puede comunicar vida un adulto. Por tanto, es necesaria una madurez. Una madurez en la vida espiritual que nos hace capaces de comunicar la vida que hemos recibido. Las señales de esa madurez que nos hace capaces de comunicar vida, de comunicar el Evangelio son:

·        El uso de fe, en la espontaneidad gozosa, en la visión de fe, en una fe operante. Participar de la visión que tiene Cristo sobre nosotros mismos, sobre la realidad, los problemas, el mundo.

·        Firmeza en las convicciones. No estar ahí fluctuando entre opiniones y más opiniones. Convicción en la fe, que es la verdad de Cristo, que es única. Aquí no se admite el compadreo y el diálogo: la verdad es la verdad. Y no podemos hacer una verdad con suma de mentiras. O partiendo verdades.

·        Facilidad para contemplar estos misterios. El darnos cuenta de cómo es esto, que es lo que hemos ido tratando de concretar en este retiro. El misterio de Dios, de la Trinidad, del Verbo Encarnado, de la Virgen María, etcétera.

·        Facilidad para discernir el bien del mal. Tener claro lo que está bien y lo que está mal.

Todas estas señales de adultez, vienen a mostrar una connaturalidad vivida conscientemente con los gustos, los pensamientos, las preferencias, las prioridades de Cristo. Por eso las actitudes y las vivencias del evangelizador suponen un conocimiento vivo de las actitudes del Señor.

Todo eso, Cristo nos lo quiere comunicar a nosotros, en la medida que lo vamos recibiendo de Él por el Espíritu, nosotros podemos ser testigos de Él.

El evangelizador es un testigo que es enviado. Sus referencias son, en primer lugar quién envía: Cristo. «Sin mí nada podéis hacer». Otra referencia es el mensaje que se nos confía, que es el mismo Cristo, su persona, su doctrina, sus deseos, sus intenciones. De manera que aquí se identifica el que envía y el mensaje, que es Él mismo. Otra de las referencias es que el evangelizador mismo, como persona distinta, particular, pero asumida por Jesús, es un miembro de la Iglesia, de una comunidad que es la Iglesia. No somos evangelizadores «por libre», sino que unidos a Cristo con los otros unidos a Cristo, formamos el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia, y por tanto el evangelizador actúa consciente de su pertenencia a la Iglesia y también enviado en la Iglesia. La otra referencia es a quienes somos enviados. Y aquí está a veces el problema de los llamados planes pastorales o planes apostólicos que muchas veces dan por supuesto unas lógicas ilegítimas. Cuando un plan de pastoral empieza diciendo: «vamos a empezar con el estudio de la realidad, no podemos estar en las nubes, vamos a hacer estadísticas, un especie de estudio de mercado, vamos a ver cuáles son las necesidades, etcétera», vamos mal. Porque la única realidad es Dios. Y partir de la realidad de verdad, es partir de Dios. Porque es la única realidad que da consistencia a cualquier otra realidad. Por tanto, antes de hacer un plan lo primero es ponerse a rezar, y a ver qué es lo que Dios quiere. Ver cuáles son sus preferencias, cuáles son sus necesidades, y lo que Dios quiere para nosotros. Cuando empezamos al revés, ya vemos lo que pasa. Porque de un tiempo a esta parte, la única realidad es la que uno puede medir con una encuesta o programar en un método de programación de ver, juzgar, actuar, que si metas, que si objetivos,…

Oiga, un momento. ¿Usted se ha parado a pensar lo que Dios quiere? Dios es la realidad. Si no vamos por ahí, estamos en la pura irrealidad aunque pensemos que estamos tocando la realidad. O partimos de Dios, o estamos tocando el bombo a dos manos: ruido, mucho ruido. Reuniones, planes, programaciones.

Algunas actitudes y líneas de acción del evangelizador respecto a Dios:

La principal es la fe adulta, una fe ilustrada, vivificada por los dones de entendimiento, de sabiduría, del Espíritu. La conciencia de ser hijo de Dios, redimido por Cristo, consagrado en el Bautismo, elegido. Todo esto es lo primero. La inteligencia: entender el plan. Y el plan no se entiende sin la Cruz. Si no hay cruz, no hay plan de verdad. Partiendo del misterio de la Redención, que pasa por la Cruz necesariamente.

Esto es lo primero.

El evangelizador es además un testigo: alguien que atestigua. No que ha oído y cuenta sino que “ha visto”. Testigo es el que estaba allí (en un juicio) y lo ha visto. Lo de san Juan: «hemos visto y hemos tocado» (1Jn 1). Testigos de Cristo resucitado que vive, que revive y que quiere vivir en los demás, y que me ama, y que opera en mí. Y además el testigo tiene que conocer, con un conocimiento amoroso. Así habla Jesús:

Así habló Jesús y, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que le has dado. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo». (Jn 17,1-3)

Esta es la clave de todo.

El testigo se sabe enviado. Es un envío permanente: siempre estamos enviados.

San Juan también dirá:

En verdad, en verdad te digo: hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto. (Jn 3,11)

Y Jesús dirá:

Pues no he venido por mi cuenta, sino que él me envió. (Jn 8,42)

Jesucristo no solamente es consciente de ser enviado, sino de quién es el que le envía.

Cuando venga el Paráclito, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo. (Jn 15,26-27)

Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos,
lo que contemplamos y palparon nuestras manos
acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. (1Jn 1,1-3)

Otra de las características del evangelizador es que se sabe y se siente amado.

Por supuesto en la oscuridad relativa de la fe. Pero que implica la experiencia del saberse amado: «hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene».

Y el evangelizador confía en su acción, porque es la acción de Cristo. y porque es una acción filial, y sabe que el Padre está ahí y participa de la potencia y de la sabiduría del Padre.

Otra cualidad es la audacia: sabe que las dificultades son la ocasión para que se manifieste la obra del Padre y sea glorificado. «Todo sirve para el bien de los que Dios ama». Y de ahí nace también la humildad, la conciencia de que todo lo ha recibido uno de Dios, y la conciencia de la propia nada e indigencia personal. Incluso la conciencia del riesgo de apostatar o de renegar, porque nosotros no somos nada si Dios no nos sostiene. Esto nos tiene que hacer humildes. Cualquiera mete aquí la pata, si no es porque estamos sostenidos por Dios. En Él confiamos que nos sostiene.

Otra de las cualidades es el amor. Un amor eficaz, vivo, que es la base de la acción, como la de Cristo. Y es el examen que le hace el Señor a Pedro:

Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: «¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas.» (Jn 21,15-17)

El amor a Cristo es la clave. Se conforma con nuestro modo de amar, que a veces no es muy perfecto. Tres veces le pregunta Jesús a Pedro. Pero no le pregunta igual: «me amas…, me amas…, me quieres.» A la primera, responde «tú sabes que te quiero» y a la segunda y a la tercera añade «tú lo sabes todo». Porque Pedro ya no se fía de su amor, pues acaba de traicionar al Maestro. Jesús se conforma con ese amor. Jesús acepta ese amor, que es todo lo que Pedro puede dar.[10]

Otra nota del evangelizador, es el deseo de trato con Cristo, de experiencia, de participación en el destino de Cristo, de deseo de la cruz, de disposición a dejarlo todo: «todo lo estimo basura comparado con el conocimiento de Cristo.»

El celo por el templo de Dios: por su Iglesia.

Y otra de las cualidades es la fidelidad: la obediencia, es decir, recibir la palabra que uno comunica y transmitirla como quiere Dios que sea comunicada. Y por tanto la actitud de siervo, del que entrega su vida. Como en todo lo cristiano, es la dinámica del grano de trigo, que si no cae en tierra y muere, no da fruto. Pero si muere, da fruto. Por tanto, morir a nosotros para que aparezca Él. Dejar que nosotros vayamos disminuyendo para que crezca Cristo en nosotros hasta la medida que el Padre quiera.

Quisiera terminar con lo que el Beato Pablo VI[11] escribe en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi que sin duda ha sido el texto que ha iluminado la Misión y la Evangelización desde que se publicó. Hablando de la tarea de la evangelización, cuando en la Iglesia hay una grave crisis misionera, y se transforman algunas misiones en puras tareas de ONGs, el Papa salió a hablar de la Misión, de la verdadera Evangelización, sin la cual no hay nada.

Es verdad que en la misión uno busca el bien material de las personas, pero no está para hacer pozos y panaderías, sino para anunciar a Cristo, y para que la gente viva a Cristo.

El Papa Pablo VI dice en la Exhortación sobre las condiciones del misionero (o el evangelizador, o el apóstol, como lo queramos llamar):

Primero: Bajo el aliento del Espíritu (Cfr. punto 75)

No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo…

…Él es quien explica a los fieles el sentido profundo de las enseñanzas de Jesús y su misterio. Él es quien, hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podría hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado.

Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o sicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor.

…el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: Él es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación. Pero se puede decir igualmente que Él es el término de la evangelización: solamente Él suscita la nueva creación, la humanidad nueva a la que la evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad que la misma evangelización querría provocar en la comunidad cristiana. A través de Él, la evangelización penetra en los corazones, ya que Él es quien hace discernir los signos de los tiempos signos de Dios que la evangelización descubre y valoriza en el interior de la historia…

…exhortamos a todos y cada uno de los evangelizadores a invocar constantemente con fe y fervor al Espíritu Santo y a dejarse guiar prudentemente por Él como inspirador decisivo de sus programas, de sus iniciativas, de su actividad evangelizadora.

Segunda cualidad: Testigo auténtico. (Punto 76).

…este siglo siente sed de autenticidad…

Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos.

…es necesario que nuestro celo evangelizador brote de una verdadera santidad de vida y que, como nos lo sugiere el Concilio Vaticano II, la predicación alimentada con la oración y sobre todo con el amor a la Eucaristía, redunde en mayor santidad del predicador.

…el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda.

Tercero: Búsqueda de la unidad (77)

La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí…

…debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia.

Cuarto: Servidores de la verdad (78)

El Evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad. Una verdad que hace libres y que es la única que procura la paz del corazón; esto es lo que la gente va buscando cuando le anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo. Verdad difícil que buscamos en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo repetimos una vez más, ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos, los servidores.

De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad…

…El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por pereza de buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve generosamente sin avasallarla.

Quinto: Animados por el amor. (79)

La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza.

¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un padre; más aún, el de una madre. Tal es el amor que el Señor espera de cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia.

Un signo de amor será el deseo de ofrecer la verdad y conducir a la unidad. Un signo de amor será igualmente dedicarse sin reservas y sin mirar atrás al anuncio de Jesucristo. Añadamos ahora otros signos de este amor.

El primero es el respeto a la situación religiosa y espiritual de la persona que se evangeliza. Respeto a su ritmo que no se puede forzar demasiado. Respeto a su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar.

Otra señal de este amor es el cuidado de no herir a los demás, sobre todo si son débiles en su fe, con afirmaciones que pueden ser claras para los iniciados, pero que pueden ser causa de perturbación o escándalo en los fieles, provocando una herida en sus almas.

Será también una señal de amor el esfuerzo desplegado para transmitir a los cristianos certezas sólidas basadas en la palabra de Dios, y no dudas o incertidumbres nacidas de una erudición mal asimilada. Los fieles tienen necesidad de esas certezas en su vida cristiana; tienen derecho a ellas en cuanto hijos de Dios que, poniéndose en sus brazos, se abandonan totalmente a las exigencias del amor.

Sexto: Con el fervor de los santos (80)

Ellos han sabido superar todos los obstáculos que se oponían a la evangelización.

De tales obstáculos, que perduran en nuestro tiempo, nos limitaremos a citar la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza. Por ello, a todos aquellos que por cualquier título o en cualquier grado tienen la obligación de evangelizar, Nos los exhortamos a alimentar siempre el fervor del espíritu.

…evitemos recurrir a pretextos que parecen oponerse a la evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos para cuya justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio.

¿Qué pretextos?

Con demasiada frecuencia y bajo formas diversas se oye decir que imponer una verdad, por ejemplo la del Evangelio; que imponer una vía, aunque sea la de la salvación, no es sino una violencia cometida contra la libertad religiosa. Además, se añade, ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?

Son grandes obstáculos que han hundido la tarea misionera de la Iglesia en el siglo pasado. Estos dos que recalca Pablo VI. Y dice más:

Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer sin coacciones, solicitaciones menos rectas o estímulos indebidos, lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan noble y exaltante. O, ¿puede ser un crimen contra la libertad ajena proclamar con alegría la Buena Nueva conocida gracias a la misericordia del Señor?. O, ¿por qué únicamente la mentira y el error, la degradación y la pornografía han de tener derecho a ser propuestas y, por desgracia, incluso impuestas con frecuencia por una propaganda destructiva difundida mediante los medios de comunicación social, por la tolerancia legal, por el miedo de los buenos y la audacia de los malos? Este modo respetuoso de proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación.

…los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio, o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto.

Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual que busca a veces con angustia, a veces con esperanza pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo.



[3] Benedicto XVI, Carta. enc. Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), n. 1: AAS 98 (2006), 217; cf. Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 3: AAS 105 (2013), 1020.

[4] Cierta vez, se paseaba San Agustín, cerca de una playa, meditando sobre la Santísima Trinidad y cómo era posible que hubiera 3 Personas en un mismo y único Dios. En esto, se encuentra con un niño que, sentado en la arena, intentaba pasar el agua del mar en un pequeño hoyo que había cavado en la arena.

 

El santo le pregunta:

– ¿Qué estás haciendo?

A lo que el niño le responde:

– Quiero poner toda el agua del mar en este hoyo.

– ¡Pero no! ¡Eso no es posible!

Entonces, nuestro Buen Niño le responde:

– Así mismo…tampoco es posible que el misterio tan grande de la Santísima Trinidad ¡sea comprendido por la mente humana! Si lo comprendes, no es Dios.

Dicho esto, el Niño desapareció.

[5] Cfr. 1Co 12 y Ef 1, 10

[6] Gen 2,18

[7] Consecuentemente

[8] Reflexionar

[9] 2Co 4,15

[10].Comentado por Benedicto XVI en la Audiencia de 24 de mayo de 2006

En una mañana de primavera, Jesús resucitado le confiará esta misión. El encuentro tendrá lugar a la orilla del lago de Tiberíades. El evangelista san Juan nos narra el diálogo que mantuvieron Jesús y Pedro en aquella circunstancia. Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el verbo filéo expresa el amor de amistad, tierno pero no total, mientras que el verbo “agapáo” significa el amor sin reservas, total e incondicional.

 

La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: "Simón..., ¿me amas" (agapâs-me) con este amor total e incondicional? (cf. Jn 21, 15). Antes de la experiencia de la traición, el Apóstol ciertamente habría dicho: "Te amo (agapô-se) incondicionalmente". Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: "Señor, te quiero (filô-se)", es decir, "te amo con mi pobre amor humano". Cristo insiste: "Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?". Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: "Kyrie, filô-se", "Señor, te quiero como sé querer". La tercera vez, Jesús sólo dice a Simón: "Fileîs-me?", "¿me quieres?". Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero (filô-se)".

[11] En marzo de 2018 todavía era beato.